La Guerra Hispano-Estadounidense, cuyo centenario conmemoramos este año [1998], fue una guerra corta, una guerra popular, y una guerra bastante barata, tanto en vidas como en dinero. Fue, como lo expresara John Hay, presto a ser secretario de estado, “una espléndida guerra pequeña.” Sin embargo, la misma estuvo repleta de consecuencias de largo alcance. Como una guerra fácil y exitosa, librada por soldados profesionales y voluntarios (no por conscriptos), la guerra rápidamente ingresó en los libros de historia como una especie de juerga juvenil, una expresión exuberante de unos jóvenes Estados Unidos que se despertaban a su potencial como una potencia mundial y a sus (supuestas) responsabilidades globales. Un resultado inmediato de la guerra fue la Guerra Estadounidense-Filipina (o como los Estados Unidos la denominaron, la “Insurrección” filipina), la cual fue mucho menos feliz y que desapareció de la memoria nacional hasta la malograda Guerra de Vietnam, con la cual guardaba una cierta resemblanza.
Las fuerzas detrás de la Guerra Hispano-Estadounidense fueron numerosas. El Pánico de 1893 y la depresión económica resultante energizaron a los populistas y socialistas críticos del orden existente. A su vez, los críticos alarmaron a los intereses empresariales del noroeste quienes, recordando a la Comuna de Paris de 1870, veían a sus oponentes de las áreas rurales o de la clase trabajadora como precursores de la revolución. Pero una alternativa a las soluciones radicales de los granjeros y de los trabajadores para los percibidos problemas del país, había estado confluyendo desde hacía algún tiempo antes de 1893. Desde la década de 1880, los políticos, los empresarios, los académicos, y los misioneros iniciaron la formulación de un nuevo y global “Destino Manifiesto,” una doctrina de la necesidad y de la bondad de la afirmación del poder estadounidense en el mundo más amplio.
Uno podría pensar que habiendo dominado a tantas fuerzas en el siglo 19—a los mejicanos, a los confederados, a los mormones, y a los indios—dentro de su extenso dominio continental, el gobierno estadounidense se hubiese contentado con meramente vigilar a este enorme dominio y con permitirle a las fuerzas de su (internamente) mercado libre generar prosperidad para la ciudadanía. Tal política tenía un atractivo insuficiente para muchos individuos bien posicionados quienes tal vez la hallaban demasiado pacífica, demasiado aburrida, demasiado burguesa, demasiado económica.
Los aspirantes a geoestrategas, tales como el Capitán Alfred Mahan, sostenían que ninguna nación había sido jamás grande sin una poder naval superior, pese a que no explicó porqué los estadounidenses precisaban ser grandes en ese sentido. Mahan y otros “navalistas” exigían—y estaban empezando a obtenerla—una adecuada armada moderna de “aguas azules.“ Los visionarios deseaban que el poderío estadounidense estuviese disponible para promover sus actividades en ultramar. Los teóricos novedosos combinaban a la autosatisfacción con el darwinismo a fin de probar que los anglosajones—los estadounidenses y los británicos—se encontraban calificados de una manera única para dominar y para inspirar a la totalidad de planeta. (Los estadounidenses tenían, sin embargo, que aprender su parte.)
Otra justificación para lo que se dio en llamar el “expansionismo” reposaba sobre un análisis económico defectuoso o interesado. Esta era la idea de que la economía de los EE.UU. estaba sufriendo a causa de la “superproducción” (y posiblemente de su dolencia gemela la “falta de consumo”), y de que solamente los mercados extranjeros podrían proporcionar una cura. El gobierno estadounidense tendría que aplicar su poder político y militar y presionar en el exterior a efectos de garantizar el acceso de los productos estadounidenses y de la inversión de capitales en todos los mercados posibles.
Una aliada de este análisis, era la tesis de Frederick Jackson Turner de que la libertad republicana y el individualismo habían de alguna manera dependido de la existencia de una frontera dinámica hacia los territorios contiguos. Con el “desvanecimiento” de la frontera en la década de 1890, una frontera sustituta se había vuelto necesaria para preservar la forma de vida estadounidense. Aquellos que deseaban encontrar y proteger a los mercados, combinaban el argumento de Turner con el propio, definiendo a la frontera sustituta como aquella consistente en los mercados extranjeros.
El gobernador de Ohio, William McKinley, emergió como el líder de un sofisticado grupo de estadistas republicanos que respaldaban un programa integrado de neomercantilismo tendiente a restaurar y a sostener a la prosperidad. Este programa incluía los tratados de reciprocidad para adquirir el ingreso a mercados extranjeros específicos (en lugar del sacrificio al por mayor de los aranceles proteccionistas tan caros al alma republicana); los subsidios a la navegación; un mayor poderío naval; un canal ístmico a ser construido en Nicaragua o en Panamá; y cualquier otra cosa que pudiese fomentar la penetración económica estadounidense de nuevos mercados, especialmente aquellos de Asia, y por sobre todo, China. Los principales líderes republicanos tales como McKinley, Theodore Roosevelt, el Senador Henry Cabot Lodge de Massachusetts, y John Hay concordaban acerca de esta “política a lo grande.”
En las elecciones de 1896, McKinley derrotó fácilmente al demócrata populista William Jennings Bryan, quien bregaba por una acuñación ilimitada e inflacionaria de la plata y por una reducción arancelaria. Al llegar al poder, la nueva administración confrontó a la popular revolución cubana contra el mando español, la cual se había iniciado en 1895. Esta rebelión afectó al comercio y amenazó a las inversiones (e incluso a las vidas) estadounidenses en Cuba. Fue un problema y una oportunidad. McKinley y sus consejeros deseaban sosegar al problema cubano a fin de continuar con la expansión comercial apoyada estatalmente. Al mismo tiempo, una guerra exitosa con España podía conducir a la cesión por parte de España a los Estados Unidos de propiedades claves en el Océano Pacífico, especialmente las Islas Filipinas, las cuales constituirían puntos ideales de lanzamiento—estaciones carboníferas y puestos de avanzada militares—hacia los mercados del Este de Asia. Esta posibilidad no fue desaprovechada por la administración.
Las fuerzas españolas en Cuba recurrieron a la guerra de contrainsurgencia en un intento por retener el control, y aglutinó a la población civil en centros de reconcentración, evitando que apoyaran a los civiles. Miles murieron. Los propagandistas cubanos, de manera comprensible explotaron las verdaderas atrocidades españolas mientras los “periodistas amarillentos” en la prensa estadounidense maquillaban a otras. El clamor popular y parlamentario ejerció presión sobre la administración para que interviniese a favor de la independencia cubana.
No obstante, McKinley tenía su propio cronograma, y condujo negociaciones con España en las cuales nuevas exigencias seguían a cada concesión española, hasta que a España se le dejó la opción de o concederle a Cuba su completa independencia o de combatir contra los estadounidenses en derredor de la diferencia existente entre la “autonomía” y la “independencia” cubana. La Carta DeLôme (las criticas privadas del embajador español sobre McKinley—interceptada y publicada por parte de los pro-cubanos) y la explosión espontánea del navío USS Maine en el puerto de La Habana, empeoraron las relaciones. A comienzos de abril de 1898, con España aún renuente a abandonar Cuba, McKinley le solicitó al Congreso una declaración de guerra. La guerra en sí misma fue breve y por momentos graciosa.
Ejércitos regulares, voluntarios, y provisiones desarticuladas se apilaban en el Puerto de Tampa. Las tropas buscaban esparcimiento en los locales nocturnos de Tampa y los oficiales bebían en el hotel Henry B. Plant. El Departamento de Guerra comenzó a inquietarse acerca de llevar al ejército a Cuba mientras aún se encontrase en condiciones de combatir. En el Lejano Oriente, el Comodoro George Dewey, estableció el curso mediante un telegrama del extremadamente impaciente subsecretario de Marina, Theodore Roosevelt, involucrando a la anticuada flota española en Manila el 1 de mayo, y destruyéndola con poco esfuerzo. Más próximas a casa, las fuerzas estadounidenses desembarcaron en Cuba el 22 de junio. Guardaron distancia respecto de los rebeldes cubanos en armas y condujeron una guerra puramente estadounidense contra las fuerzas española, efectivamente atracando la causa de la independencia cubana. El 17 de julio, la rendición de España le puso fin a los combates en Cuba.
Tras la batalla terrestre de Manila el 13 de agosto (peleada-al igual que la Batalla de Nueva Orleans—después de que las potencias beligerantes acordaran un armisticio), las fuerzas de los Estados Unidos miraron hacia sus alguna vez “aliados,” los insurgentes filipinos, cautelosamente a través de las líneas. (Como en Cuba, España tenía una rebelión en sus manos en las Filipinas antes de que los estadounidenses entraran en escena.) En el ínterin, los Estados Unidos habían anexado a las Islas Hawaianas mediante un vericueto sub-constitucional—la resolución conjunta del Congreso (la cual nos dio la anexión tejana en 1845 y, más recientemente, el “acuerdo” NAFTA o Tratado de Libre Comercio de América del Norte)—y se apoderó de Guam y de la Isla de los Ladrones (Marianas) de España. McKinley le dijo a sus comisionados de paz que los Estados Unidos deben tomar a Manila y a su puerto, pero para mediados de noviembre ya se encontraba insistiendo respecto de todas las Islas Filipinas.
Al final, Los Estados Unidos tomaron Guam, las Islas Marianas, las Filipinas, y Puerto Rico, y la dieron a España $20 millones por todo el lote. Cuba se convirtió en un protectorado estadounidense—y en el modelo que funcionaba del control imperial informal. El presidente había utilizado todo este impulso para lograr que el Senado ratificase el tratado final (el 10 de diciembre) por sobre los reclamos de aquellos que no deseaban la nueva carga que las posesiones de ultramar representaban—posesiones no contempladas exactamente por la Constitución original. Como lo afirmaron muchos en ese momento, los Estados Unidos tenían ahora su “India.” Rudyard Kipling, la gran fuente de la payada pro-imperialista, escribió incluso un poema sobre “la Carga del Hombre Blanco” para darle la bienvenida a los Estados Unidos al club de las verdaderas potencias.
En febrero de 1899, las desasosegadas relaciones entre las fuerzas de los EE.UU. y los insurgentes filipinos derivaron en una confrontación efectiva. Los Estados Unidos estaban ahora por aprender las aflicciones del imperio junto con sus alegrías. Marchando bajo el eslogan “No hay derecho a vender un pueblo como se vende un saco de patatas”, los Filipinos congregaron a las fuerzas de Aguinaldo y de Mabini a fin de oponerse a los nuevos amos coloniales.
Al poco tiempo, los estadounidenses se encontraron llevando a cabo una contrainsurgencia en cada aspecto tan brutal como cualquier cosa que los españoles habían hecho en Cuba. (McKinley, por supuesto, no hacía esta analogía.) Los soldados del ejército regular, muchos de ellos veteranos de las guerras estadounidenses contra los indios, cometieron “marcados rigores“ (tal como uno de ellos lo denominara) contra estos nuevos “indios.“ Un oficial escribió: “No debemos tener escrúpulo alguno acerca de examinar a esta otra raza que se yergue en el camino del progreso, de ser necesario.“ Para julio del año 1902, cuando los Estados Unidos declararon terminada la insurrección filipina, de 200.000 a 220.000 filipinos habían muerto, de los cuales solamente 15.000 eran en verdad combatientes, los cual sugiere que las fuerzas estadounidenses de manera consciente le hicieron la guerra a la totalidad de la sociedad del enemigo (Ej., habían librado una guerra total).
En el ínterin, los críticos del expansionismo comenzaron a hablar. Algunos simplemente no deseaban a las dependencias extranjeras. Otros, quizás veían más profundamente dentro de las cosas, y advertían que el hecho de mandar sobre las dependencias de ultramar violaba las premisas del gobierno republicano y los valores del liberalismo clásico. Postulándose nuevamente como el oponente de McKinley en los comicios presidenciales de 1900, William Jennings Bryan apeló poco al imperialismo como un tema de su campaña; como resultado de ello, la elección no proporcionó un mandato claro a favor o en contra del imperio en el exterior.
Los oponentes del imperio que eran más fervientes que Bryan organizaron la Anti-Imperialist League (Liga Antiimperialista) en Boston para oponerse a la Guerra Filipina y al colonialismo. Erving Winslow, Edward Atkinson, Moorfield Storey, William James, Andrew Carnegie, y el ex Presidente Cleveland aportaron sus voces al coro antiimperialista (tal como lo hiciera el liberal inglés Goldwin Smith, quien escribía desde la relativamente segura Ontario). Tal vez debido a su estrecha base en la clase social alta, los “anti” eran incapaces de generar mucho apoyo para sus puntos de vista. (Algunos años más tarde, V.I. Lenin los ridiculizaba como “los últimos de los mohicanos de la democracia burguesa.”) Después de todo, la economía estaba avanzando otra vez, la guerra había sido un gran éxito, y—en ese momento, al menos—la obtención de posesiones de ultramar era vista como algo que las naciones maduras se suponía que tenían que hacer. Un director de periódico comentó que era “una extravagancia pecaminosa desperdiciar nuestra influencia civilizadora con los desagradecidos filipinos cuando la misma era tan azarosamente precisada aquí mismo en Arkansas.” Tales comentarios estaban fuera de moda con los tiempos que corrían.
No obstante, existía un precio por hacer que la “grandeza se impusiese sobre” nosotros (tal como lo graficara un historiador). El asesinato de McKinley en septiembre de 1901 llevó a la Casa Blanca a un expansionista aún más estridente, Theodore Roosevelt, quién procedió a separar a Panamá de Colombia, a construir el canal a través del istmo, y a intervenir en América Latina rápida y cómodamente.
Mientras que la experiencia filipina agrió a los estadounidenses tomadores de decisiones acerca del imperio colonial, no abandonaron la utilización del poder político y militar estadounidense para impulsar al comercio de los EE.UU. en los mercados extranjeros, generalmente antes de que los propios empresarios tuviesen algún interés real en ellos. El mercado de China fue siempre una trampa y un engaño, excepto para unos pocos empresarios que verdaderamente hicieron dinero en él y para los tomadores de decisiones que basaban sus carreras en ello. El hecho de que la totalidad de la teoría de la superproducción y de la falta de consumo fuese incorrecta, no precisa ser demostrado aquí. Los Estados Unidos estaban repletos de mercados, principalmente en los países desarrollados de Europa, y podrían haber tenido otros en otras partes, si aquellos en el poder hubiesen deseado adoptar el libre comercio.
En la búsqueda del equivocado o del interesado engrosamiento político de los mercados en ultramar, los encargados de decidir en los EE.UU. se comprometieron a una “puerta abierta” en China y a la protección de la integridad territorial de China. Esto sonaba bien en los papeles pero no era exactamente algo que pudiese auto-cumplirse. Si otras potencias se interponían en el ingreso de los EE.UU. al legendario mercado de China—y a la eventual dominación del mismo—solamente la guerra podía sostener esa política. Para empeorar las cosas, Teddy Roosevelt, quien veía a la Rusia zarista como a la mayor amenaza para la política estadounidense sobre China, de manera deliberada favoreció a la naciente potencia del Japón como un contrapeso. Cuando, en la década de 1930, los japoneses declinaron ser el caballo escogido para la Puerta Abierta de los estadounidenses, Franklin Roosevelt debe haberse arrepentido de la línea de ataque de su primo.
Ya a fines del siglo 18, el gran liberal clásico anglo-estadounidense Thomas Paine había caracterizado a la futilidad de tales aventuras cuando escribió: “El menos rentable de todos los comercios es aquel que está vinculado al dominio exterior. Para unos pocos individuos puede ser benéfico, meramente porque se trata de comercio; pero para la nación es una pérdida. El gasto de mantenimiento de la dominación sobrepasa a la ganancia de cualquier comercio.” O como Adam Smith escribiera (extrañamente en 1776):
“El hecho de fundar un gran imperio con el solo propósito de erigir un pueblo de consumidores, puede a primera vista aparecer como un proyecto adecuado solamente para una nación de tenderos. El mismo es, sin embargo, un proyecto enteramente inadecuado para una nación de tenderos; pero extremadamente apto para una nación cuyo gobierno se encuentra influenciado por los tenderos. Tales estadistas, y solamente tales estadistas, son capaces de fantasear respecto de que encontrarán alguna ventaja en el hecho de emplear la sangre y el tesoro de sus compatriotas, para fundar y mantener a tal imperio.”
La Guerra Hispano-Estadounidense lanzó a los Estados Unidos hacia un sendero: el de un moderno imperio no aristocrático cimentado en el poder del estado, pero orientado hacia la ganancia comercial en favor de los amigos y asociados bien conectados. Al expandir los horizontes de la política exterior de los EE.UU. en la búsqueda de mercados hacia donde exportar a través del imperio formal (las Filipinas) y del imperio informal (América Latina y, eventualmente, todas partes), la Guerra Hispano-Estadounidense amplió el papel del gobierno en la vida estadounidense y el rol de la presidencia en el gobierno estadounidense. El sociólogo y liberal clásico William Graham Sumner, un ferviente antiimperialista, tenía esto para decir, no mucho después de la guerra:
Se nos dijo que precisábamos de Hawai a efectos de asegurar a California. ¿Qué deberíamos tomar ahora a fin de asegurar a las Filipinas? No sorprende que algunos expansionistas no deseen ‘escabullirse de China.’ Necesitaríamos tomar a China, a Japón, y a las Indias Orientales, de acuerdo con la doctrina, a fin de ‘asegurar’ lo que tenemos. Por supuesto, esto significa que, según la doctrina, debemos tomar a la totalidad de la tierra a efectos de hallarnos seguros en cualquier parte de ella, y la falacia permanece expuesta. Si, entonces, la seguridad y la prosperidad no yacen en esta dirección, el lugar en el cual debemos buscarlas está en otra dirección: en el desarrollo interno, en la paz, en la industria, en el libre comercio con todos, en los impuestos bajos, en el poderío industrial.”
La reductio ad absurdum intentada por Sumner explica la verdadera política exterior estadounidense en el siglo 20, mucho mejor que un montón de libros y de panfletos del Concejo de Relaciones Exteriores.
Sumner remarcaba en 1900 que “la historia política de los Estados Unidos para los próximos 50 años datará de la guerra española de 1898.” En efecto. Esa espléndida guerra pequeña fue un punto de inflexión. Cien años más tarde, precisamos seguir dándole la espalda a su legado.
Reimpreso con autorización de The Future of Freedom Foundation. © Copyright, 1998.
Traducido por Gabriel Gasave
La Guerra Hispano-Estadounidense: El salto hacia el imperio de ultramar
La Guerra Hispano-Estadounidense, cuyo centenario conmemoramos este año [1998], fue una guerra corta, una guerra popular, y una guerra bastante barata, tanto en vidas como en dinero. Fue, como lo expresara John Hay, presto a ser secretario de estado, “una espléndida guerra pequeña.” Sin embargo, la misma estuvo repleta de consecuencias de largo alcance. Como una guerra fácil y exitosa, librada por soldados profesionales y voluntarios (no por conscriptos), la guerra rápidamente ingresó en los libros de historia como una especie de juerga juvenil, una expresión exuberante de unos jóvenes Estados Unidos que se despertaban a su potencial como una potencia mundial y a sus (supuestas) responsabilidades globales. Un resultado inmediato de la guerra fue la Guerra Estadounidense-Filipina (o como los Estados Unidos la denominaron, la “Insurrección” filipina), la cual fue mucho menos feliz y que desapareció de la memoria nacional hasta la malograda Guerra de Vietnam, con la cual guardaba una cierta resemblanza.
Las fuerzas detrás de la Guerra Hispano-Estadounidense fueron numerosas. El Pánico de 1893 y la depresión económica resultante energizaron a los populistas y socialistas críticos del orden existente. A su vez, los críticos alarmaron a los intereses empresariales del noroeste quienes, recordando a la Comuna de Paris de 1870, veían a sus oponentes de las áreas rurales o de la clase trabajadora como precursores de la revolución. Pero una alternativa a las soluciones radicales de los granjeros y de los trabajadores para los percibidos problemas del país, había estado confluyendo desde hacía algún tiempo antes de 1893. Desde la década de 1880, los políticos, los empresarios, los académicos, y los misioneros iniciaron la formulación de un nuevo y global “Destino Manifiesto,” una doctrina de la necesidad y de la bondad de la afirmación del poder estadounidense en el mundo más amplio.
Uno podría pensar que habiendo dominado a tantas fuerzas en el siglo 19—a los mejicanos, a los confederados, a los mormones, y a los indios—dentro de su extenso dominio continental, el gobierno estadounidense se hubiese contentado con meramente vigilar a este enorme dominio y con permitirle a las fuerzas de su (internamente) mercado libre generar prosperidad para la ciudadanía. Tal política tenía un atractivo insuficiente para muchos individuos bien posicionados quienes tal vez la hallaban demasiado pacífica, demasiado aburrida, demasiado burguesa, demasiado económica.
Los aspirantes a geoestrategas, tales como el Capitán Alfred Mahan, sostenían que ninguna nación había sido jamás grande sin una poder naval superior, pese a que no explicó porqué los estadounidenses precisaban ser grandes en ese sentido. Mahan y otros “navalistas” exigían—y estaban empezando a obtenerla—una adecuada armada moderna de “aguas azules.“ Los visionarios deseaban que el poderío estadounidense estuviese disponible para promover sus actividades en ultramar. Los teóricos novedosos combinaban a la autosatisfacción con el darwinismo a fin de probar que los anglosajones—los estadounidenses y los británicos—se encontraban calificados de una manera única para dominar y para inspirar a la totalidad de planeta. (Los estadounidenses tenían, sin embargo, que aprender su parte.)
Otra justificación para lo que se dio en llamar el “expansionismo” reposaba sobre un análisis económico defectuoso o interesado. Esta era la idea de que la economía de los EE.UU. estaba sufriendo a causa de la “superproducción” (y posiblemente de su dolencia gemela la “falta de consumo”), y de que solamente los mercados extranjeros podrían proporcionar una cura. El gobierno estadounidense tendría que aplicar su poder político y militar y presionar en el exterior a efectos de garantizar el acceso de los productos estadounidenses y de la inversión de capitales en todos los mercados posibles.
Una aliada de este análisis, era la tesis de Frederick Jackson Turner de que la libertad republicana y el individualismo habían de alguna manera dependido de la existencia de una frontera dinámica hacia los territorios contiguos. Con el “desvanecimiento” de la frontera en la década de 1890, una frontera sustituta se había vuelto necesaria para preservar la forma de vida estadounidense. Aquellos que deseaban encontrar y proteger a los mercados, combinaban el argumento de Turner con el propio, definiendo a la frontera sustituta como aquella consistente en los mercados extranjeros.
El gobernador de Ohio, William McKinley, emergió como el líder de un sofisticado grupo de estadistas republicanos que respaldaban un programa integrado de neomercantilismo tendiente a restaurar y a sostener a la prosperidad. Este programa incluía los tratados de reciprocidad para adquirir el ingreso a mercados extranjeros específicos (en lugar del sacrificio al por mayor de los aranceles proteccionistas tan caros al alma republicana); los subsidios a la navegación; un mayor poderío naval; un canal ístmico a ser construido en Nicaragua o en Panamá; y cualquier otra cosa que pudiese fomentar la penetración económica estadounidense de nuevos mercados, especialmente aquellos de Asia, y por sobre todo, China. Los principales líderes republicanos tales como McKinley, Theodore Roosevelt, el Senador Henry Cabot Lodge de Massachusetts, y John Hay concordaban acerca de esta “política a lo grande.”
En las elecciones de 1896, McKinley derrotó fácilmente al demócrata populista William Jennings Bryan, quien bregaba por una acuñación ilimitada e inflacionaria de la plata y por una reducción arancelaria. Al llegar al poder, la nueva administración confrontó a la popular revolución cubana contra el mando español, la cual se había iniciado en 1895. Esta rebelión afectó al comercio y amenazó a las inversiones (e incluso a las vidas) estadounidenses en Cuba. Fue un problema y una oportunidad. McKinley y sus consejeros deseaban sosegar al problema cubano a fin de continuar con la expansión comercial apoyada estatalmente. Al mismo tiempo, una guerra exitosa con España podía conducir a la cesión por parte de España a los Estados Unidos de propiedades claves en el Océano Pacífico, especialmente las Islas Filipinas, las cuales constituirían puntos ideales de lanzamiento—estaciones carboníferas y puestos de avanzada militares—hacia los mercados del Este de Asia. Esta posibilidad no fue desaprovechada por la administración.
Las fuerzas españolas en Cuba recurrieron a la guerra de contrainsurgencia en un intento por retener el control, y aglutinó a la población civil en centros de reconcentración, evitando que apoyaran a los civiles. Miles murieron. Los propagandistas cubanos, de manera comprensible explotaron las verdaderas atrocidades españolas mientras los “periodistas amarillentos” en la prensa estadounidense maquillaban a otras. El clamor popular y parlamentario ejerció presión sobre la administración para que interviniese a favor de la independencia cubana.
No obstante, McKinley tenía su propio cronograma, y condujo negociaciones con España en las cuales nuevas exigencias seguían a cada concesión española, hasta que a España se le dejó la opción de o concederle a Cuba su completa independencia o de combatir contra los estadounidenses en derredor de la diferencia existente entre la “autonomía” y la “independencia” cubana. La Carta DeLôme (las criticas privadas del embajador español sobre McKinley—interceptada y publicada por parte de los pro-cubanos) y la explosión espontánea del navío USS Maine en el puerto de La Habana, empeoraron las relaciones. A comienzos de abril de 1898, con España aún renuente a abandonar Cuba, McKinley le solicitó al Congreso una declaración de guerra. La guerra en sí misma fue breve y por momentos graciosa.
Ejércitos regulares, voluntarios, y provisiones desarticuladas se apilaban en el Puerto de Tampa. Las tropas buscaban esparcimiento en los locales nocturnos de Tampa y los oficiales bebían en el hotel Henry B. Plant. El Departamento de Guerra comenzó a inquietarse acerca de llevar al ejército a Cuba mientras aún se encontrase en condiciones de combatir. En el Lejano Oriente, el Comodoro George Dewey, estableció el curso mediante un telegrama del extremadamente impaciente subsecretario de Marina, Theodore Roosevelt, involucrando a la anticuada flota española en Manila el 1 de mayo, y destruyéndola con poco esfuerzo. Más próximas a casa, las fuerzas estadounidenses desembarcaron en Cuba el 22 de junio. Guardaron distancia respecto de los rebeldes cubanos en armas y condujeron una guerra puramente estadounidense contra las fuerzas española, efectivamente atracando la causa de la independencia cubana. El 17 de julio, la rendición de España le puso fin a los combates en Cuba.
Tras la batalla terrestre de Manila el 13 de agosto (peleada-al igual que la Batalla de Nueva Orleans—después de que las potencias beligerantes acordaran un armisticio), las fuerzas de los Estados Unidos miraron hacia sus alguna vez “aliados,” los insurgentes filipinos, cautelosamente a través de las líneas. (Como en Cuba, España tenía una rebelión en sus manos en las Filipinas antes de que los estadounidenses entraran en escena.) En el ínterin, los Estados Unidos habían anexado a las Islas Hawaianas mediante un vericueto sub-constitucional—la resolución conjunta del Congreso (la cual nos dio la anexión tejana en 1845 y, más recientemente, el “acuerdo” NAFTA o Tratado de Libre Comercio de América del Norte)—y se apoderó de Guam y de la Isla de los Ladrones (Marianas) de España. McKinley le dijo a sus comisionados de paz que los Estados Unidos deben tomar a Manila y a su puerto, pero para mediados de noviembre ya se encontraba insistiendo respecto de todas las Islas Filipinas.
Al final, Los Estados Unidos tomaron Guam, las Islas Marianas, las Filipinas, y Puerto Rico, y la dieron a España $20 millones por todo el lote. Cuba se convirtió en un protectorado estadounidense—y en el modelo que funcionaba del control imperial informal. El presidente había utilizado todo este impulso para lograr que el Senado ratificase el tratado final (el 10 de diciembre) por sobre los reclamos de aquellos que no deseaban la nueva carga que las posesiones de ultramar representaban—posesiones no contempladas exactamente por la Constitución original. Como lo afirmaron muchos en ese momento, los Estados Unidos tenían ahora su “India.” Rudyard Kipling, la gran fuente de la payada pro-imperialista, escribió incluso un poema sobre “la Carga del Hombre Blanco” para darle la bienvenida a los Estados Unidos al club de las verdaderas potencias.
En febrero de 1899, las desasosegadas relaciones entre las fuerzas de los EE.UU. y los insurgentes filipinos derivaron en una confrontación efectiva. Los Estados Unidos estaban ahora por aprender las aflicciones del imperio junto con sus alegrías. Marchando bajo el eslogan “No hay derecho a vender un pueblo como se vende un saco de patatas”, los Filipinos congregaron a las fuerzas de Aguinaldo y de Mabini a fin de oponerse a los nuevos amos coloniales.
Al poco tiempo, los estadounidenses se encontraron llevando a cabo una contrainsurgencia en cada aspecto tan brutal como cualquier cosa que los españoles habían hecho en Cuba. (McKinley, por supuesto, no hacía esta analogía.) Los soldados del ejército regular, muchos de ellos veteranos de las guerras estadounidenses contra los indios, cometieron “marcados rigores“ (tal como uno de ellos lo denominara) contra estos nuevos “indios.“ Un oficial escribió: “No debemos tener escrúpulo alguno acerca de examinar a esta otra raza que se yergue en el camino del progreso, de ser necesario.“ Para julio del año 1902, cuando los Estados Unidos declararon terminada la insurrección filipina, de 200.000 a 220.000 filipinos habían muerto, de los cuales solamente 15.000 eran en verdad combatientes, los cual sugiere que las fuerzas estadounidenses de manera consciente le hicieron la guerra a la totalidad de la sociedad del enemigo (Ej., habían librado una guerra total).
En el ínterin, los críticos del expansionismo comenzaron a hablar. Algunos simplemente no deseaban a las dependencias extranjeras. Otros, quizás veían más profundamente dentro de las cosas, y advertían que el hecho de mandar sobre las dependencias de ultramar violaba las premisas del gobierno republicano y los valores del liberalismo clásico. Postulándose nuevamente como el oponente de McKinley en los comicios presidenciales de 1900, William Jennings Bryan apeló poco al imperialismo como un tema de su campaña; como resultado de ello, la elección no proporcionó un mandato claro a favor o en contra del imperio en el exterior.
Los oponentes del imperio que eran más fervientes que Bryan organizaron la Anti-Imperialist League (Liga Antiimperialista) en Boston para oponerse a la Guerra Filipina y al colonialismo. Erving Winslow, Edward Atkinson, Moorfield Storey, William James, Andrew Carnegie, y el ex Presidente Cleveland aportaron sus voces al coro antiimperialista (tal como lo hiciera el liberal inglés Goldwin Smith, quien escribía desde la relativamente segura Ontario). Tal vez debido a su estrecha base en la clase social alta, los “anti” eran incapaces de generar mucho apoyo para sus puntos de vista. (Algunos años más tarde, V.I. Lenin los ridiculizaba como “los últimos de los mohicanos de la democracia burguesa.”) Después de todo, la economía estaba avanzando otra vez, la guerra había sido un gran éxito, y—en ese momento, al menos—la obtención de posesiones de ultramar era vista como algo que las naciones maduras se suponía que tenían que hacer. Un director de periódico comentó que era “una extravagancia pecaminosa desperdiciar nuestra influencia civilizadora con los desagradecidos filipinos cuando la misma era tan azarosamente precisada aquí mismo en Arkansas.” Tales comentarios estaban fuera de moda con los tiempos que corrían.
No obstante, existía un precio por hacer que la “grandeza se impusiese sobre” nosotros (tal como lo graficara un historiador). El asesinato de McKinley en septiembre de 1901 llevó a la Casa Blanca a un expansionista aún más estridente, Theodore Roosevelt, quién procedió a separar a Panamá de Colombia, a construir el canal a través del istmo, y a intervenir en América Latina rápida y cómodamente.
Mientras que la experiencia filipina agrió a los estadounidenses tomadores de decisiones acerca del imperio colonial, no abandonaron la utilización del poder político y militar estadounidense para impulsar al comercio de los EE.UU. en los mercados extranjeros, generalmente antes de que los propios empresarios tuviesen algún interés real en ellos. El mercado de China fue siempre una trampa y un engaño, excepto para unos pocos empresarios que verdaderamente hicieron dinero en él y para los tomadores de decisiones que basaban sus carreras en ello. El hecho de que la totalidad de la teoría de la superproducción y de la falta de consumo fuese incorrecta, no precisa ser demostrado aquí. Los Estados Unidos estaban repletos de mercados, principalmente en los países desarrollados de Europa, y podrían haber tenido otros en otras partes, si aquellos en el poder hubiesen deseado adoptar el libre comercio.
En la búsqueda del equivocado o del interesado engrosamiento político de los mercados en ultramar, los encargados de decidir en los EE.UU. se comprometieron a una “puerta abierta” en China y a la protección de la integridad territorial de China. Esto sonaba bien en los papeles pero no era exactamente algo que pudiese auto-cumplirse. Si otras potencias se interponían en el ingreso de los EE.UU. al legendario mercado de China—y a la eventual dominación del mismo—solamente la guerra podía sostener esa política. Para empeorar las cosas, Teddy Roosevelt, quien veía a la Rusia zarista como a la mayor amenaza para la política estadounidense sobre China, de manera deliberada favoreció a la naciente potencia del Japón como un contrapeso. Cuando, en la década de 1930, los japoneses declinaron ser el caballo escogido para la Puerta Abierta de los estadounidenses, Franklin Roosevelt debe haberse arrepentido de la línea de ataque de su primo.
Ya a fines del siglo 18, el gran liberal clásico anglo-estadounidense Thomas Paine había caracterizado a la futilidad de tales aventuras cuando escribió: “El menos rentable de todos los comercios es aquel que está vinculado al dominio exterior. Para unos pocos individuos puede ser benéfico, meramente porque se trata de comercio; pero para la nación es una pérdida. El gasto de mantenimiento de la dominación sobrepasa a la ganancia de cualquier comercio.” O como Adam Smith escribiera (extrañamente en 1776):
La Guerra Hispano-Estadounidense lanzó a los Estados Unidos hacia un sendero: el de un moderno imperio no aristocrático cimentado en el poder del estado, pero orientado hacia la ganancia comercial en favor de los amigos y asociados bien conectados. Al expandir los horizontes de la política exterior de los EE.UU. en la búsqueda de mercados hacia donde exportar a través del imperio formal (las Filipinas) y del imperio informal (América Latina y, eventualmente, todas partes), la Guerra Hispano-Estadounidense amplió el papel del gobierno en la vida estadounidense y el rol de la presidencia en el gobierno estadounidense. El sociólogo y liberal clásico William Graham Sumner, un ferviente antiimperialista, tenía esto para decir, no mucho después de la guerra:
La reductio ad absurdum intentada por Sumner explica la verdadera política exterior estadounidense en el siglo 20, mucho mejor que un montón de libros y de panfletos del Concejo de Relaciones Exteriores.
Sumner remarcaba en 1900 que “la historia política de los Estados Unidos para los próximos 50 años datará de la guerra española de 1898.” En efecto. Esa espléndida guerra pequeña fue un punto de inflexión. Cien años más tarde, precisamos seguir dándole la espalda a su legado.
Reimpreso con autorización de The Future of Freedom Foundation. © Copyright, 1998.
Traducido por Gabriel Gasave
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