Derechos humanos

20 de octubre, 2005

La reciente Cumbre Iberoamericana en España (una reunión de los líderes de habla española y portuguesa) ha estado dominada por las discusiones acerca de Cuba y, más ampliamente, por el tema de los derechos humanos. Una declaración oficial fue emitida condenando el “bloqueo” estadounidense de Cuba. Los críticos de Cuba han reaccionado furiosamente, denunciando las violaciones a los derechos humanos de Castro y el hecho de que la cumbre eludiera esta cuestión.

No es inusual que el tema de los derechos humanos polarice a los líderes de opinión y los políticos. La Comisión de Derechos Humanos de la ONU, controlada por exquisitos violadores de los derechos humanos, es uno de esos casos. En el hemisferio occidental, sabemos muy bien cómo el problema de los derechos humanos suele quedar atrapado en un fuego cruzado ideológico que resulta de poca ayuda para aquellos que padecen agresiones a manos de los brutales aparatos de seguridad estatal o incluso de algunos gobiernos democráticos para los cuales el mayoritismo es una conveniente dispensa bajo la cual persiguen, encarcelan, mutilan, o matan a las minorías y a los críticos.

Con notables excepciones, la izquierda y la derecha han tendido a adoptar una idea “hemipléjica” de los derechos humanos (para tomar prestado el adecuado adjetivo del escritor francés Jean-Francois Revel). La izquierda denunció a Augusto Pinochet en Chile y a Alfredo Stroessner en el Paraguay, pero no hace lo mismo con Fidel Castro. La derecha apunta con el dedo a las pasmosas violaciones de los derechos humanos por parte de Castro pero hizo la vista gorda ante la eliminación de miles de personas a manos de la junta militar argentina a finales de los años 70 y comienzos de los 80, y respaldó a Alberto Fujimori en el Perú mientras el escuadrón de la muerte “Colina” mataba estudiantes y heladeros por supuestos vínculos con Sendero Luminoso que resultaron ser falsos.

Para colmo, el tema de los derechos humanos usualmente se confunde con la cuestión de la política exterior de cara el país acusado de violarlos. Nuevamente, la inconsistencia es la norma. A la derecha, la mayor parte de los líderes de opinión y de los políticos respalda el embargo estadounidense contra Cuba pero apoyaban la negativa de Margaret Thatcher a aplicar sanciones contra el apartheid con el argumento de que el capitalismo es un mejor camino que el aislamiento para generar aquellas clases medias que eventualmente presionarán a los regímenes despóticos para que permitan la participación cívica y política. La izquierda, tal como lo hemos visto en la cumbre de España, continúa criticando el embargo contra Cuba y lo denomina “un bloqueo”, y no obstante ello esa misma izquierda estuvo a la vanguardia de los reclamos para que se aplicara sanciones contra Pinochet.

La consecuencia de todo esto es la relativización y el oscurecimiento del tema de los derechos humanos—y de la verdad a secas—en detrimento de esos individuos para quienes la violencia del estado no es un asunto académico. Sin embargo, no deberíamos sorprendernos de que personas inteligentes no puedan ponerse de acuerdo sobre la cuestión aparentemente simple de qué constituye una violación de los derechos humanos con independencia de los colores políticos de los autores. Y la razón es que el tema de los derechos humanos no difiere del tema de la libertad, quizás el tema fundamental y más debatido de nuestra civilización.

El concepto de derechos humanos surgió en épocas de la Revolución Francesa y aún entonces dividió amargamente a la opinión pública en virtud de que en varios sentidos ese acontecimiento político sustituyó una forma de autoritarismo por otra. Los propios líderes de la Revolución violaban los derechos humanos, incitando a críticos como Edmund Burke a despreciar la “doctrina armada” que era utilizada como una justificación para invadir países (una especie de intervensionismo humanitario avant la leerte). El estado de bienestar alemán (la derecha) introdujo más tarde la idea de la “justicia social” y el New Deal de Roosevelt (la izquierda) diluyó adicionalmente la idea de los derechos individuales y de la justicia al enarbolar el estandarte de los derechos “económicos” y “sociales” (por oposición a las nociones liberales clásicas de los derechos individuales y de la justicia).

La discusión respecto de los derechos humanos, por lo tanto, es una discusión entre aquellos, a la izquierda y a la derecha, para quienes el fin justifica los medios y de esa manera legitima el empleo de la fuerza estatal contra individuos pacíficos, y aquellos para quienes los derechos de un individuo tienen prioridad sobre los objetivos e intereses del gobierno. Si usted considera que la libertad individual es suprema, usted no justifica las violaciones de los derechos humanos de Castro sobre la base de que la política exterior de los Estados Unidos contra la Havana es injusta, y usted no justifica la eliminación de Pinochet de 3.000 chilenos sobre la base de que sus políticas de libre mercado fueron en definitiva beneficiosas para el país.

Un problema esencial con el tema de los derechos humanos ha sido la dificultad, de parte de la izquierda, para entender que los derechos de propiedad anidan en el corazón de esa misma noción. En última instancia, el “derecho” que una persona tiene a no ser violada es la propiedad que él o ella ejercita sobre su cuerpo (por extensión, una persona debería disfrutar del “derecho” a no que no le sean expropiadas sus posesiones mediante la violencia abierta o la coacción distributiva). Y la derecha ha tenido dificultades para comprender que nociones como “mercados libres” y “libre empresa” carecen de sentido si el gobierno concentra poder a su alrededor hasta el punto en el que la sociedad ya no es más un “orden espontáneo” (según la famosa frase del economista austriaco Friedrich Hayek) sino un sistema autocrático en el cual los derechos humanos son condicionales a los planes del gobierno.

Por desgracia, los líderes iberoamericanos en la cumbre parecían totalmente indiferentes a estas importantes realidades.

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