Washington, DC—La semana pasada, por invitación del Foro Económico Mundial, un grupo de colegas y yo tuvimos la oportunidad de pasar un día reunidos con los capitostes de la administración Bush. Los encuentros fueron “off the record”, pero comparto con mis lectores mis impresiones generales.
Si los líderes de la administración Bush sonasen en público tan modestos, cosmopolitas y razonables como lo hacen en privado, serían menos impopulares alrededor del mundo. A puertas cerradas, transmiten la impresión de tener muy en cuenta los complejos matices de las relaciones internacionales, de ser conscientes de las sensibilidades nacionales y de estar más interesados en predicar el valor de la democracia liberal y el gobierno limitado a través del ejemplo que mediante su imposición. ¿Por qué?
Se me ocurren tres explicaciones posibles. La cínica me la dio mi colega escandinavo, para quien las reuniones de trabajo con las huestes de Bush equivalieron a un desfile de belleza. La explicación psicológica me la suministró otro colega europeo, para quien este gobierno ha acabado por “interiorizar” su propia impopularidad y se siente compelido, cuando se dirige en privado a una audiencia foránea, a expiar sus faltas comportándose del modo en que el resto del mundo quisiera que lo haga. Y mi propia explicación es esta: varios de los miembros de la administración Bush tienen más fe en los principios de su política exterior que en su ejecución práctica; en su fuero interno, muchas de estas mentes cultivadas comprenden que Irak se ha convertido en la negación del principio básico sobre el cual descansa la ocupación: la universalidad del valor de la libertad.
Esto me lleva a la segunda reflexión. Exceptuando a algunos individuos con fuerte motivación ideológica (muchos de los cuales ya no están en el gobierno), lo que explica las políticas por las que hoy millones de personas aborrecen al gobierno estadounidense no es el hecho de que sus capitostes estén desinformados y actúen como matones de gatillo fácil que disfrutan maltratando a otros países. Lo que ocurre es que se trata de seres humanos que se vieron colocados, un buen día, en una situación de poder excesivo. Los atentados del “11 de septiembre” de 2001 y el trauma resultante provocaron, de hecho, la suspensión de muchas de las salvaguardias que normalmente constriñen a quienes gobiernan los Estados Unidos. En esas circunstancias extraordinarias, en las que legisladores, magistrados, medios de comunicación e instituciones cívicas pusieron sus ansias de seguridad por encima de cualquier otra cuestión, la gente que tomaba las decisiones hizo de la fuerza el centro de su política.
El problema no era que el gobierno Bush estuviese integrado por demonios. No lo son, ni mucho menos. Ocurre que, en un momento crítico para la historia de los EE.UU., se encontraron liberados de algunas de las restricciones del Estado limitado. En un mundo en el que las relaciones internacionales no están supeditadas a los mismos controles y contrapesos que suelen constreñir al gobierno en una democracia liberal, cualquiera que gobierne a una superpotencia tiene, por definición, demasiado poder. Si añadimos a esto la conmoción nacional que Bin Laden fue capaz de provocar en los Estados Unidos, lo que se obtiene es aquello que los Padres Fundadores tanto temían: un gobierno con pocas restricciones.
La lección, entonces, es que las instituciones son más importantes que las cualidades personales de quienes gobiernan y deben ser utilizadas incluso en circunstancias extremas. Unas instituciones adecuadas limitarán el descalabro que las personas equivocadas pueden causar cuando están en el poder, y unas instituciones inadecuadas —o la suspensión, en la práctica, del Estado limitado en circunstancias extraordinarias— puede llevar a individuos brillantes a colocarse a sí mismos contra la pared como se han colocado los dirigentes que traté la semana pasada.
Finalmente, me quedó la impresión de que este gobierno, si bien es consciente de su debilitada posición, no está en absoluto en estado de pánico. Su confianza parecería originarse en el hecho de que sus rivales carecen de superioridad moral frente a ella porque fueron parte integral de la política exterior que ahora recusan.
Puede haber también otro motivo: la polarización de la política estadounidense ha divido el voto en dos bloques casi iguales. A eso se debe que, a despecho de la percepción general, el triunfo de los demócratas en los comicios de mitad de mandato no fuera abrumador —y que los sondeos muestren hoy día que la elección presidencial de 2008 no será una goleada de ninguno de los dos partidos.
(c) 2007, The Washington Post Writers Group
En las entrañas de la administración Bush
Washington, DC—La semana pasada, por invitación del Foro Económico Mundial, un grupo de colegas y yo tuvimos la oportunidad de pasar un día reunidos con los capitostes de la administración Bush. Los encuentros fueron “off the record”, pero comparto con mis lectores mis impresiones generales.
Si los líderes de la administración Bush sonasen en público tan modestos, cosmopolitas y razonables como lo hacen en privado, serían menos impopulares alrededor del mundo. A puertas cerradas, transmiten la impresión de tener muy en cuenta los complejos matices de las relaciones internacionales, de ser conscientes de las sensibilidades nacionales y de estar más interesados en predicar el valor de la democracia liberal y el gobierno limitado a través del ejemplo que mediante su imposición. ¿Por qué?
Se me ocurren tres explicaciones posibles. La cínica me la dio mi colega escandinavo, para quien las reuniones de trabajo con las huestes de Bush equivalieron a un desfile de belleza. La explicación psicológica me la suministró otro colega europeo, para quien este gobierno ha acabado por “interiorizar” su propia impopularidad y se siente compelido, cuando se dirige en privado a una audiencia foránea, a expiar sus faltas comportándose del modo en que el resto del mundo quisiera que lo haga. Y mi propia explicación es esta: varios de los miembros de la administración Bush tienen más fe en los principios de su política exterior que en su ejecución práctica; en su fuero interno, muchas de estas mentes cultivadas comprenden que Irak se ha convertido en la negación del principio básico sobre el cual descansa la ocupación: la universalidad del valor de la libertad.
Esto me lleva a la segunda reflexión. Exceptuando a algunos individuos con fuerte motivación ideológica (muchos de los cuales ya no están en el gobierno), lo que explica las políticas por las que hoy millones de personas aborrecen al gobierno estadounidense no es el hecho de que sus capitostes estén desinformados y actúen como matones de gatillo fácil que disfrutan maltratando a otros países. Lo que ocurre es que se trata de seres humanos que se vieron colocados, un buen día, en una situación de poder excesivo. Los atentados del “11 de septiembre” de 2001 y el trauma resultante provocaron, de hecho, la suspensión de muchas de las salvaguardias que normalmente constriñen a quienes gobiernan los Estados Unidos. En esas circunstancias extraordinarias, en las que legisladores, magistrados, medios de comunicación e instituciones cívicas pusieron sus ansias de seguridad por encima de cualquier otra cuestión, la gente que tomaba las decisiones hizo de la fuerza el centro de su política.
El problema no era que el gobierno Bush estuviese integrado por demonios. No lo son, ni mucho menos. Ocurre que, en un momento crítico para la historia de los EE.UU., se encontraron liberados de algunas de las restricciones del Estado limitado. En un mundo en el que las relaciones internacionales no están supeditadas a los mismos controles y contrapesos que suelen constreñir al gobierno en una democracia liberal, cualquiera que gobierne a una superpotencia tiene, por definición, demasiado poder. Si añadimos a esto la conmoción nacional que Bin Laden fue capaz de provocar en los Estados Unidos, lo que se obtiene es aquello que los Padres Fundadores tanto temían: un gobierno con pocas restricciones.
La lección, entonces, es que las instituciones son más importantes que las cualidades personales de quienes gobiernan y deben ser utilizadas incluso en circunstancias extremas. Unas instituciones adecuadas limitarán el descalabro que las personas equivocadas pueden causar cuando están en el poder, y unas instituciones inadecuadas —o la suspensión, en la práctica, del Estado limitado en circunstancias extraordinarias— puede llevar a individuos brillantes a colocarse a sí mismos contra la pared como se han colocado los dirigentes que traté la semana pasada.
Finalmente, me quedó la impresión de que este gobierno, si bien es consciente de su debilitada posición, no está en absoluto en estado de pánico. Su confianza parecería originarse en el hecho de que sus rivales carecen de superioridad moral frente a ella porque fueron parte integral de la política exterior que ahora recusan.
Puede haber también otro motivo: la polarización de la política estadounidense ha divido el voto en dos bloques casi iguales. A eso se debe que, a despecho de la percepción general, el triunfo de los demócratas en los comicios de mitad de mandato no fuera abrumador —y que los sondeos muestren hoy día que la elección presidencial de 2008 no será una goleada de ninguno de los dos partidos.
(c) 2007, The Washington Post Writers Group
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