Washington, DC—Un grupo de lectores europeos de esta columna me escribe, afirmando que, desde el punto de vista económico, las dictaduras llevan muchos años superando a las democracias y que, de persistir la tendencia, en el futuro habrá pocos incentivos para reemplazar a los autócratas con Estados de Derecho.
Es una antigua discusión que asoma la cabeza cada tanto. El éxito del que gozan las autocracias henchidas de recursos naturales en estos tiempos ha vuelto a ponerla en el candelero. Un reciente artículo publicado en “American.com” mide el desempeño económico de varios países con distinto grado de libertad política y civil. La conclusión es que, en los últimos quince años, las economías de las naciones gobernadas por déspotas han crecido a una tasa anual del 6,8 por ciento en promedio, ritmo dos veces y medio superior al de los países con libertad política. Aquellos países que abrieron sus mercados en las últimas décadas pero continuaron restringiendo o impidiendo la democracia —como China, Rusia, Malasia y Singapur— se han desempeñado mejor que la mayoría de los países desarrollados o subdesarrollados que gozan de un considerable grado de libertad política y civil.
Sería infantil negar que una dictadura puede obtener buenas notas en economía. Cualquier sistema político, libre o no, que remueva ciertos obstáculos al espíritu emprendedor, la inversión y el comercio, y se comprometa de manera creíble a salvaguardar hasta cierto punto los derechos de propiedad, dará pie a un círculo económico virtuoso. La España de Franco y el Singapur de Lee Kuan Yew descubrieron eso en la década de 1960, como lo hicieron la China de Deng Xiaoping a fines de los años 70, el Chile de Pinochet en los 80 y muchos otros en distintos momentos.
Pero allí no acaba la historia. De los 15 países más ricos del mundo, 13 son democracias liberales. Los otros dos son Hong Kong, un territorio que disfruta de libertades civiles mucho mayores que las de China continental, y Qatar, donde la abundancia de petróleo y gas natural y la existencia de una ínfima población se traducen en un alto ingreso promedio por habitante.
Lo que este cuadro nos dice, en realidad, es que, para la prosperidad de largo plazo, la estabilidad y la confiabilidad son más importantes que la velocidad. España, un caso exitoso contemporáneo, ha visto su riqueza duplicarse desde 1985 y, sin embargo, en ningún momento del último cuarto de siglo alcanzó cifras anuales de crecimiento comparables a las de China. Del mismo modo, el tamaño de la economía de los Estados Unidos se ha multiplicado por trece desde 1940 a pesar de que ese país nunca experimentó cifras de crecimiento “asiáticas” en dicho período.
Cuando el ambiente en el que respira la actividad económica depende de las instituciones y no del compromiso de un autócrata o un partido, la estabilidad y la confiabilidad logran los resultados de largo plazo que traen consigo lo que llamamos “desarrollo”. A eso, probablemente, se deba que el desempeño económico de Chile después de Pinochet haya superado al de los años en que las charreteras monopolizaban el poder. Para no mencionar el hecho de que las dictaduras que gozan de éxito económico dependen de la tecnología inventada en países en los que ejercitar una imaginación creativa no lo lleva a uno a la cárcel.
Otra razón por la cual las dictaduras parecen superar a las democracias liberales tiene que ver con el hecho de que muchas de éstas están plenamente desarrolladas. Un país con mucha capacidad ociosa y potencial no realizado tenderá a crecer, a la hora de ponerse en marcha, más rápido que una nación desarrollada. Además, sí consideramos que China es un integrante desproporcionado del grupo de naciones gobernadas por regímenes autoritarios que está superando a las democracias liberales, la brecha en el desempeño no sorprende.
Las democracias liberales también pueden competir favorablemente con las dictaduras en el corto plazo. India, una de las economías más vertiginosas del mundo, es una democracia. También lo es el Perú, cuya economía exhibe hoy un crecimiento anual del 7 por ciento. Estas son democracias muy imperfectas, es cierto, y en el caso del Perú ha habido escasa reducción de la pobreza. Pero el éxito reciente indica que los comicios, la libertad de prensa y la libertad de asociación pueden coexistir con un rendimiento económico interesante.
Desde la perspectiva moral, la prosperidad relativa que una dictadura puede desencadenar es una espada de doble filo: trae alivio a gente que está oprimida en otros sentidos pero sirve como argumento a favor de la postergación indefinida de la libertad política y civil.
Dos cosas, sin embargo, son inapelables. Primero: la historia indica que la combinación de libertad política, civil y económica es una mejor garantía para el aumento perpetuo de la prosperidad que una dictadura capitalista. Segundo: existen ejemplos suficientes de países atrasados que han creado ambientes estables y fiables por medio de la libertad política –como Portugal o los países bálticos— como para invalidar la idea de que un país debe chapotear en la infancia política y civil hasta alcanzar la madurez económica.
(c) 2007, The Washington Post Writers Group
¿Rinden más las dictaduras que las democracias?
Washington, DC—Un grupo de lectores europeos de esta columna me escribe, afirmando que, desde el punto de vista económico, las dictaduras llevan muchos años superando a las democracias y que, de persistir la tendencia, en el futuro habrá pocos incentivos para reemplazar a los autócratas con Estados de Derecho.
Es una antigua discusión que asoma la cabeza cada tanto. El éxito del que gozan las autocracias henchidas de recursos naturales en estos tiempos ha vuelto a ponerla en el candelero. Un reciente artículo publicado en “American.com” mide el desempeño económico de varios países con distinto grado de libertad política y civil. La conclusión es que, en los últimos quince años, las economías de las naciones gobernadas por déspotas han crecido a una tasa anual del 6,8 por ciento en promedio, ritmo dos veces y medio superior al de los países con libertad política. Aquellos países que abrieron sus mercados en las últimas décadas pero continuaron restringiendo o impidiendo la democracia —como China, Rusia, Malasia y Singapur— se han desempeñado mejor que la mayoría de los países desarrollados o subdesarrollados que gozan de un considerable grado de libertad política y civil.
Sería infantil negar que una dictadura puede obtener buenas notas en economía. Cualquier sistema político, libre o no, que remueva ciertos obstáculos al espíritu emprendedor, la inversión y el comercio, y se comprometa de manera creíble a salvaguardar hasta cierto punto los derechos de propiedad, dará pie a un círculo económico virtuoso. La España de Franco y el Singapur de Lee Kuan Yew descubrieron eso en la década de 1960, como lo hicieron la China de Deng Xiaoping a fines de los años 70, el Chile de Pinochet en los 80 y muchos otros en distintos momentos.
Pero allí no acaba la historia. De los 15 países más ricos del mundo, 13 son democracias liberales. Los otros dos son Hong Kong, un territorio que disfruta de libertades civiles mucho mayores que las de China continental, y Qatar, donde la abundancia de petróleo y gas natural y la existencia de una ínfima población se traducen en un alto ingreso promedio por habitante.
Lo que este cuadro nos dice, en realidad, es que, para la prosperidad de largo plazo, la estabilidad y la confiabilidad son más importantes que la velocidad. España, un caso exitoso contemporáneo, ha visto su riqueza duplicarse desde 1985 y, sin embargo, en ningún momento del último cuarto de siglo alcanzó cifras anuales de crecimiento comparables a las de China. Del mismo modo, el tamaño de la economía de los Estados Unidos se ha multiplicado por trece desde 1940 a pesar de que ese país nunca experimentó cifras de crecimiento “asiáticas” en dicho período.
Cuando el ambiente en el que respira la actividad económica depende de las instituciones y no del compromiso de un autócrata o un partido, la estabilidad y la confiabilidad logran los resultados de largo plazo que traen consigo lo que llamamos “desarrollo”. A eso, probablemente, se deba que el desempeño económico de Chile después de Pinochet haya superado al de los años en que las charreteras monopolizaban el poder. Para no mencionar el hecho de que las dictaduras que gozan de éxito económico dependen de la tecnología inventada en países en los que ejercitar una imaginación creativa no lo lleva a uno a la cárcel.
Otra razón por la cual las dictaduras parecen superar a las democracias liberales tiene que ver con el hecho de que muchas de éstas están plenamente desarrolladas. Un país con mucha capacidad ociosa y potencial no realizado tenderá a crecer, a la hora de ponerse en marcha, más rápido que una nación desarrollada. Además, sí consideramos que China es un integrante desproporcionado del grupo de naciones gobernadas por regímenes autoritarios que está superando a las democracias liberales, la brecha en el desempeño no sorprende.
Las democracias liberales también pueden competir favorablemente con las dictaduras en el corto plazo. India, una de las economías más vertiginosas del mundo, es una democracia. También lo es el Perú, cuya economía exhibe hoy un crecimiento anual del 7 por ciento. Estas son democracias muy imperfectas, es cierto, y en el caso del Perú ha habido escasa reducción de la pobreza. Pero el éxito reciente indica que los comicios, la libertad de prensa y la libertad de asociación pueden coexistir con un rendimiento económico interesante.
Desde la perspectiva moral, la prosperidad relativa que una dictadura puede desencadenar es una espada de doble filo: trae alivio a gente que está oprimida en otros sentidos pero sirve como argumento a favor de la postergación indefinida de la libertad política y civil.
Dos cosas, sin embargo, son inapelables. Primero: la historia indica que la combinación de libertad política, civil y económica es una mejor garantía para el aumento perpetuo de la prosperidad que una dictadura capitalista. Segundo: existen ejemplos suficientes de países atrasados que han creado ambientes estables y fiables por medio de la libertad política –como Portugal o los países bálticos— como para invalidar la idea de que un país debe chapotear en la infancia política y civil hasta alcanzar la madurez económica.
(c) 2007, The Washington Post Writers Group
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