Washington, DC—Por haber pasado parte de mi vida en el subdesarrollo, sé que una nacionalización es un robo perpetrado bajo pretextos altruistas (un cerdo con lápiz de labio) y que su consecuencia es la pobreza. Por eso, miles de personas salimos a las calles en el Perú en 1987 a protestar contra la nacionalización del sistema financiero. Ganamos aquel pulso y el país pudo tiempo después empezar su tortuosa marcha hacia la modernización.
Cuando impugno una nacionalización, suelo apuntar a los Estados Unidos como ejemplo de prosperidad gracias a un sistema de empresa privada en el que el éxito y fracaso no están socializados. Ahora que el gobierno estadounidense ha tomado el control de grandes instituciones financieras y anunciado que le intenta comprar a Wall Street más de $700 mil millones de su deuda inservible, tendré que comerme mis palabras.
A partir de hoy, cualquier tiranuelo, en cualquier parte del mundo, que capture una industria callará a sus críticos diciendo que una Administración norteamericana dirigida por el partido de la libre empresa ha nacionalizado de facto un trozo enorme del capitalismo norteamericano.
Nada justifica saquear a los contribuyentes y a las futuras generaciones porque un grupo de banqueros irresponsables bajo el incentivo de instituciones diseñadas por políticos irresponsables prestaron dinero a ciudadanos irresponsables. El sistema de libre empresa es un referéndum permanente sobre las empresas privadas, algunas de las cuales son aprobadas por el mercado y otras no: ciclo constante de asignación de capital determinado por la oferta y la demanda, y por los precios que fluyen de allí. Cuando un gobierno interrumpe ese proceso a lo bestia, no atenúa el fracaso económico: lo perpetúa.
El desplome financiero tiene dos componentes. Uno es inmediato: el colapso del mercado de las hipotecas basura. El otro, más profundo, es el hábito de vivir de lo que no se tiene.
El desplome del mercado hipotecario se debe a muchos factores, pero quizá el principal sea la política inflacionaria. Así como la inflación ayudó a propiciar la burbuja de las “punto com” en los años 90, la política de dinero barato hizo que una cantidad desproporcionada de capital fuera a parar al mercado inmobiliario: un capital que de otro modo habría sido destinado a usos más productivos.
La otra falla, más fundamental, de la economía –el consumo respaldado por deudas en lugar de ahorros— también se originó en buena medida en políticas del gobierno. Tiene que ver con déficits y deudas que nos dijeron que no importaban, prestaciones “sociales” que nos dijeron que estaban financiadas, y garantías crediticias que nos dijeron que serían sólo un “último recurso”. La ironía de los últimos recursos es que siempre ríen últimos.
Cuando en un país se pierde la conexión entre consumo y producción, ahorro y gasto, esfuerzo y recompensa, la hora de la verdad llega tarde o temprano, sea cual sea su riqueza.
El vínculo entre el desplome financiero y el problema de fondo —que millones de norteamericanos vivieron de lo que no tenían— es el estatismo. Por eso, la solución de la Administración Bush está aplicando con apoyo del Partido Demócrata—más Estado—está garrafalmente equivocada.
Es comprensible que el gobierno quiera proteger los ahorros y pensiones de numerosos estadounidenses. El argumento, sin embargo, presupone que hay una solución indolora y otra dolorosa: la indolora sería el rescate gubernamental del sistema financiero y la dolorosa sería dejar que estas instituciones quiebren. Pero ¿de qué manera constituye la transferencia masiva de riqueza de los contribuyentes comunes y corrientes y de las futuras generaciones a la banca de Wall Street una solución indolora?
Es cierto: si el gobierno dejara que estas instituciones quiebren, la pérdida de valor afectaría a mucha gente. Pero ¿no es eso mismo lo que ya está ocurriendo? La diferencia es que el proceso de purga empezaría pronto, el capital volvería a dirigirse a tareas productivas y Wall Street cambiaría su conducta. En el futuro, veríamos mayor prudencia por parte de la Reservas Federal, el Tesoro y los reguladores que ahora comparten cama con aquellos cuyas acciones supervisan.
Sólo entonces los “fundamentos de la economía”, en el creativo significado que el candidato presidencial John McCain dio a esta frase para corregir una metida de pata, probarán su “fortaleza” y los ciudadanos trabajadores, ahorrativos y responsables demostrarán que este gran país sigue siendo el mejor argumento contra los tiranos tercermundistas que nacionalizan las economías de sus países.
(c) 2008, The Washington Post Writers Group
Socialismo gringo
Washington, DC—Por haber pasado parte de mi vida en el subdesarrollo, sé que una nacionalización es un robo perpetrado bajo pretextos altruistas (un cerdo con lápiz de labio) y que su consecuencia es la pobreza. Por eso, miles de personas salimos a las calles en el Perú en 1987 a protestar contra la nacionalización del sistema financiero. Ganamos aquel pulso y el país pudo tiempo después empezar su tortuosa marcha hacia la modernización.
Cuando impugno una nacionalización, suelo apuntar a los Estados Unidos como ejemplo de prosperidad gracias a un sistema de empresa privada en el que el éxito y fracaso no están socializados. Ahora que el gobierno estadounidense ha tomado el control de grandes instituciones financieras y anunciado que le intenta comprar a Wall Street más de $700 mil millones de su deuda inservible, tendré que comerme mis palabras.
A partir de hoy, cualquier tiranuelo, en cualquier parte del mundo, que capture una industria callará a sus críticos diciendo que una Administración norteamericana dirigida por el partido de la libre empresa ha nacionalizado de facto un trozo enorme del capitalismo norteamericano.
Nada justifica saquear a los contribuyentes y a las futuras generaciones porque un grupo de banqueros irresponsables bajo el incentivo de instituciones diseñadas por políticos irresponsables prestaron dinero a ciudadanos irresponsables. El sistema de libre empresa es un referéndum permanente sobre las empresas privadas, algunas de las cuales son aprobadas por el mercado y otras no: ciclo constante de asignación de capital determinado por la oferta y la demanda, y por los precios que fluyen de allí. Cuando un gobierno interrumpe ese proceso a lo bestia, no atenúa el fracaso económico: lo perpetúa.
El desplome financiero tiene dos componentes. Uno es inmediato: el colapso del mercado de las hipotecas basura. El otro, más profundo, es el hábito de vivir de lo que no se tiene.
El desplome del mercado hipotecario se debe a muchos factores, pero quizá el principal sea la política inflacionaria. Así como la inflación ayudó a propiciar la burbuja de las “punto com” en los años 90, la política de dinero barato hizo que una cantidad desproporcionada de capital fuera a parar al mercado inmobiliario: un capital que de otro modo habría sido destinado a usos más productivos.
La otra falla, más fundamental, de la economía –el consumo respaldado por deudas en lugar de ahorros— también se originó en buena medida en políticas del gobierno. Tiene que ver con déficits y deudas que nos dijeron que no importaban, prestaciones “sociales” que nos dijeron que estaban financiadas, y garantías crediticias que nos dijeron que serían sólo un “último recurso”. La ironía de los últimos recursos es que siempre ríen últimos.
Cuando en un país se pierde la conexión entre consumo y producción, ahorro y gasto, esfuerzo y recompensa, la hora de la verdad llega tarde o temprano, sea cual sea su riqueza.
El vínculo entre el desplome financiero y el problema de fondo —que millones de norteamericanos vivieron de lo que no tenían— es el estatismo. Por eso, la solución de la Administración Bush está aplicando con apoyo del Partido Demócrata—más Estado—está garrafalmente equivocada.
Es comprensible que el gobierno quiera proteger los ahorros y pensiones de numerosos estadounidenses. El argumento, sin embargo, presupone que hay una solución indolora y otra dolorosa: la indolora sería el rescate gubernamental del sistema financiero y la dolorosa sería dejar que estas instituciones quiebren. Pero ¿de qué manera constituye la transferencia masiva de riqueza de los contribuyentes comunes y corrientes y de las futuras generaciones a la banca de Wall Street una solución indolora?
Es cierto: si el gobierno dejara que estas instituciones quiebren, la pérdida de valor afectaría a mucha gente. Pero ¿no es eso mismo lo que ya está ocurriendo? La diferencia es que el proceso de purga empezaría pronto, el capital volvería a dirigirse a tareas productivas y Wall Street cambiaría su conducta. En el futuro, veríamos mayor prudencia por parte de la Reservas Federal, el Tesoro y los reguladores que ahora comparten cama con aquellos cuyas acciones supervisan.
Sólo entonces los “fundamentos de la economía”, en el creativo significado que el candidato presidencial John McCain dio a esta frase para corregir una metida de pata, probarán su “fortaleza” y los ciudadanos trabajadores, ahorrativos y responsables demostrarán que este gran país sigue siendo el mejor argumento contra los tiranos tercermundistas que nacionalizan las economías de sus países.
(c) 2008, The Washington Post Writers Group
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