Washington, DC—Pasé buena parte del último año y medio realizando un documental sobre la historia contemporánea de América Latina para el National Geographic Channel. Se ha comenzado a difundir en los países de habla española y portuguesa, y pronto será difundido en todos los demás idiomas. Me han preguntado a menudo que aprendí de esa experiencia.
La lección más importante fue que los latinoamericanos no se consideran latinoamericanos. A pesar de la migración, el comercio y las conexiones políticas entre sus países, la mayor parte de los ciudadanos desconocen la historia reciente y no tan reciente de sus vecinos.
A eso se debe que tantas naciones sigan repitiendo los errores del pasado……y que en los países que parecen estar en la buena senda las fuerzas que empujan en la dirección opuesta sean tan poderosas.
Venezuela no estaría en las garras de un populista megalómano si sus ciudadanos tuviesen una noción de lo que el populismo les hizo a Argentina o Perú. Los bolivianos no estarían perennemente al borde de la guerra civil si supieran en qué se convirtió la revolución mexicana cuando sus caudillos que agitaron el sentimiento étnico y clasista desplazaron al espíritu liberal: en una dictadura de siete décadas. Los argentinos no habrían edificado un modelo económico basado en la exportación de “commodities” si conocieran lo que les ocurrió a países vecinos tras el fin del auge exportador de las décadas de 1920, 1950 y 1970, cuando los Estados se quedaron con abrumadores compromisos de gasto.
Al escaso conocimiento de la historia de unos y otros se añade una falta de información de parte de los jóvenes latinoamericanos sobre los padecimientos de las generaciones anteriores. Los viejos demonios —el abuso de poder, el resentimiento social y étnico, el constante cambio de constituciones, la inflación, las nacionalizaciones— han regresado porque las viejas generaciones no han sabido transmitirles las duras verdades a los más jóvenes. En mis conversaciones con campesinos de Bolivia y México, con profesionales de Brasil y Argentina, con pequeños empresarios de Panamá, con estudiantes de Venezuela o Perú, y con Presidentes de todas partes, saqué la conclusión de que los latinoamericanos preservan mucho mejor la memoria política cuando migran que cuando permanecen en sus países.
Nadie que siga el caso de los cubanos o los mexicanos en los Estados Unidos, cualquiera sea su condición, puede dejar de percatarse cómo las viejas generaciones inculcan a las nuevas un amor por las cosas que les fue difícil obtener o practicar en su país. A ello se debe probablemente que los cubano-estadounidenses estén tan profundamente comprometidos con la libertad de Cuba aun cuando no tengan ningún recuerdo personal de la isla. Y a eso se debe probablemente que los mexicanos en los Estados Unidos estén más interesados en trabajar que en vivir del Estado de bienestar, mientras que en su país de origen los movimientos enamorados de la redistribución de la riqueza cuentan con apoyo masivo.
Ha habido una evidente mejora en la región, de México a la Argentina y del Perú a Colombia. Entre 2002 y 2006, unos 15 millones de hogares dejaron de ser pobres y se volvieron de clase media. A diferencia de la clase media que surgió entre 1940 y 1970 y estuvo vinculada a la burocracia, la nueva clase media surge de la empresa: por ejemplo, las pequeñas empresas que sirven a los consumidores o suministran servicios a corporaciones más grandes. Pero esto, que en gran medida se debe a la renuente e impopular aceptación por parte de algunos gobiernos de la necesidad de abrir sus economías, no implica aún un cambio cultural.
Mis viajes confirmaron que, a diferencia de otras regiones del mundo, América Latina está partida entre quienes consideran que su identidad sólo puede proyectarse por oposición al mundo exterior y quienes están ansiosos por jugar en las grandes ligas del desarrollo económico. Los latinoamericanos se encuentran atrapados entre dos fuerzas diametralmente opuestas que rivalizan por marcarle el rumbo por las próximas generaciones: una pugna trascendental entre modernizadores y reaccionarios.
Para que los modernizadores triunfen y llevan al continente a un punto de no retorno, los defectos que mencioné deben ser superados. Los brasileños, los mexicanos, los argentinos, los colombianos, los peruanos, los venezolanos, los uruguayos y los demás pueblos de la región deben aprender las lecciones de sus vecinos y la necesidad de transmitir su propia experiencia a los que vienen detrás. América Latina debe redescubrirse a sí misma.
(c) 2008, The Washington Post Writers Group
Redescubrir América Latina
Washington, DC—Pasé buena parte del último año y medio realizando un documental sobre la historia contemporánea de América Latina para el National Geographic Channel. Se ha comenzado a difundir en los países de habla española y portuguesa, y pronto será difundido en todos los demás idiomas. Me han preguntado a menudo que aprendí de esa experiencia.
La lección más importante fue que los latinoamericanos no se consideran latinoamericanos. A pesar de la migración, el comercio y las conexiones políticas entre sus países, la mayor parte de los ciudadanos desconocen la historia reciente y no tan reciente de sus vecinos.
A eso se debe que tantas naciones sigan repitiendo los errores del pasado……y que en los países que parecen estar en la buena senda las fuerzas que empujan en la dirección opuesta sean tan poderosas.
Venezuela no estaría en las garras de un populista megalómano si sus ciudadanos tuviesen una noción de lo que el populismo les hizo a Argentina o Perú. Los bolivianos no estarían perennemente al borde de la guerra civil si supieran en qué se convirtió la revolución mexicana cuando sus caudillos que agitaron el sentimiento étnico y clasista desplazaron al espíritu liberal: en una dictadura de siete décadas. Los argentinos no habrían edificado un modelo económico basado en la exportación de “commodities” si conocieran lo que les ocurrió a países vecinos tras el fin del auge exportador de las décadas de 1920, 1950 y 1970, cuando los Estados se quedaron con abrumadores compromisos de gasto.
Al escaso conocimiento de la historia de unos y otros se añade una falta de información de parte de los jóvenes latinoamericanos sobre los padecimientos de las generaciones anteriores. Los viejos demonios —el abuso de poder, el resentimiento social y étnico, el constante cambio de constituciones, la inflación, las nacionalizaciones— han regresado porque las viejas generaciones no han sabido transmitirles las duras verdades a los más jóvenes. En mis conversaciones con campesinos de Bolivia y México, con profesionales de Brasil y Argentina, con pequeños empresarios de Panamá, con estudiantes de Venezuela o Perú, y con Presidentes de todas partes, saqué la conclusión de que los latinoamericanos preservan mucho mejor la memoria política cuando migran que cuando permanecen en sus países.
Nadie que siga el caso de los cubanos o los mexicanos en los Estados Unidos, cualquiera sea su condición, puede dejar de percatarse cómo las viejas generaciones inculcan a las nuevas un amor por las cosas que les fue difícil obtener o practicar en su país. A ello se debe probablemente que los cubano-estadounidenses estén tan profundamente comprometidos con la libertad de Cuba aun cuando no tengan ningún recuerdo personal de la isla. Y a eso se debe probablemente que los mexicanos en los Estados Unidos estén más interesados en trabajar que en vivir del Estado de bienestar, mientras que en su país de origen los movimientos enamorados de la redistribución de la riqueza cuentan con apoyo masivo.
Ha habido una evidente mejora en la región, de México a la Argentina y del Perú a Colombia. Entre 2002 y 2006, unos 15 millones de hogares dejaron de ser pobres y se volvieron de clase media. A diferencia de la clase media que surgió entre 1940 y 1970 y estuvo vinculada a la burocracia, la nueva clase media surge de la empresa: por ejemplo, las pequeñas empresas que sirven a los consumidores o suministran servicios a corporaciones más grandes. Pero esto, que en gran medida se debe a la renuente e impopular aceptación por parte de algunos gobiernos de la necesidad de abrir sus economías, no implica aún un cambio cultural.
Mis viajes confirmaron que, a diferencia de otras regiones del mundo, América Latina está partida entre quienes consideran que su identidad sólo puede proyectarse por oposición al mundo exterior y quienes están ansiosos por jugar en las grandes ligas del desarrollo económico. Los latinoamericanos se encuentran atrapados entre dos fuerzas diametralmente opuestas que rivalizan por marcarle el rumbo por las próximas generaciones: una pugna trascendental entre modernizadores y reaccionarios.
Para que los modernizadores triunfen y llevan al continente a un punto de no retorno, los defectos que mencioné deben ser superados. Los brasileños, los mexicanos, los argentinos, los colombianos, los peruanos, los venezolanos, los uruguayos y los demás pueblos de la región deben aprender las lecciones de sus vecinos y la necesidad de transmitir su propia experiencia a los que vienen detrás. América Latina debe redescubrirse a sí misma.
(c) 2008, The Washington Post Writers Group
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