Washington, DC—La mayoría de los estadounidenses parece rechazar el embargo comercial contra Cuba. Según un sondeo del Washington Post/ABC, el 57 por ciento de los norteamericanos se opone. Una encuesta de Bendixen & Associates muestra que sólo el 42 por ciento de los cubano-americanos lo sigue respaldando.
Esta cuestión me desgarró, intelectualmente hablando, durante años. Hasta hace poco, estaba a favor del embargo. Como partidario del libre comercio, sabía que era intolerable la restricción a la libertad de las personas de comerciar con quien les plazca, pero me decía a mí mismo que, con el fin de las sanciones, el capitalismo estadounidense preservaría a un régimen que había asesinado, encarcelado, enviado al exilio o amordazado a incontables personas durante décadas. Cualquier transacción con Cuba beneficiaría al gobierno. Después de todo, sus jefazos ya birlaban el 20 por ciento de las remesas de los cubano-americanos y el 90 por ciento del salario que los inversores extranjeros les pagan a los cubanos.
Pero, al cabo de los años, acepté que mi posición entrañaba una inconsistencia intolerable. Ninguna democracia liberal debe decirles a sus ciudadanos qué país visitar o con quién comerciar sea cual sea su gobierno. Aún cuando los hermanos Castro obtendrían con su levantamiento una victoria política en el muy corto plazo, siento que no puedo seguir justificando el embargo.
Este no es, por cierto, el razonamiento que hacen por estos días los críticos más vocingleros de las sanciones comerciales norteamericanas. Muchos de ellos omiten mencionar siquiera lo fraudulento de un sistema que basa su legitimidad en el odio al capitalismo y al mismo tiempo implora que el capitalismo acuda en su ayuda. Incurren también en una desopilante hipocresía quienes condenan el embargo y no denuncian a la oligarquía de los Castro, que desde hace medio siglo tiraniza a los habitantes de la isla.
Otro risible subterfugio atribuye esa catástrofe que es la economía cubana a la decisión de Washington de suprimir las relaciones económicas en 1962 tras una ola de expropiaciones contra intereses estadounidenses. Los amnésicos olvidan –qué conveniente— que en 1958 las condiciones socioeconómicas de Cuba eran similares a las de España y Portugal, y que el nivel de vida de sus ciudadanos se situaba apenas por detrás del de los argentinos y uruguayos en América Latina. Muchos de los críticos también padecen de lo que el escritor francés Jean-Francois Revel llamaba “hemiplejia moral”: una tendencia a ver los defectos de un solo lado: jamás oí a los defensores de Cuba quejarse de las sanciones contra las dictaduras de derechas.
A veces las sanciones funcionan, a veces no. Un trabajo de Gary Hufbauer, Jeffrey Schott, Kimberly Elliot y Barbara Oegg titulado “Economic Sanctions Reconsidered” analiza docenas de casos desde la Primera Guerra Mundial. En un tercio de los casos, las sanciones funcionaron ya sea porque ayudaron a derribar al régimen (Sudáfrica) o porque lo obligaron a efectuar concesiones importantes (Libia). El arzobispo Desmond Tutu me dijo hace unos meses en San Francisco que estaba convencido de que las sanciones internacionales —que, a diferencia del embargo estadounidense contra Cuba, estuvieron respaldadas por la mayoría de las potencias capitalistas— fue un factor crucial en la derrota del “apartheid” en su país. En los casos en los que el embargo funcionó, las sanciones fueron aplicadas por varios países y los regímenes afectados se encontraban severamente desacreditados o debilitados.
En los casos en los que las sanciones no funcionaron —Sadam Hussein entre 1990 y 2003, y Corea del norte en la actualidad—, las dictaduras fueron capaces de protegerse de sus efectos y concentrarlos en la población. En algunos países, un cierto sentido de orgullo ayudó a defender al gobierno contra las sanciones extranjeras. Por eso, las medidas aplicadas por la Unión Soviética contra Yugoslavia en 1948, China en 1960 y Albania en 1961 fueron casi inútiles.
En el caso de Cuba, el régimen de Castro fue capaz de generar un sentimiento nacionalista contra el embargo estadounidense. Y, lo que es más importante, logró contrarrestar muchos de los efectos del embargo a través de los años debido a que los soviéticos subvencionaron a la isla durante tres décadas. Tras el colapso del Muro de Berlín, el régimen dio la bienvenida al capital canadiense, mexicano y europeo, y, ahora, Venezuela hace las veces de patrón.
Pero estos argumentos contra del embargo estadounidense son en su mayoría prácticos. El argumento contra las sanciones, para mí, es sólo moral. No es aceptable que un gobierno suprima la elección individual en asuntos de viaje o comercio. El único embargo económico aceptable ocurre cuando los ciudadanos, no los gobiernos, deciden no hacer negocios con una dictadura, sea la de Myanmar, Zimbabue o Cuba.
(c) 2009, The Washington Post Writers Group
¿Debe levantarse el embargo a Cuba?
Washington, DC—La mayoría de los estadounidenses parece rechazar el embargo comercial contra Cuba. Según un sondeo del Washington Post/ABC, el 57 por ciento de los norteamericanos se opone. Una encuesta de Bendixen & Associates muestra que sólo el 42 por ciento de los cubano-americanos lo sigue respaldando.
Esta cuestión me desgarró, intelectualmente hablando, durante años. Hasta hace poco, estaba a favor del embargo. Como partidario del libre comercio, sabía que era intolerable la restricción a la libertad de las personas de comerciar con quien les plazca, pero me decía a mí mismo que, con el fin de las sanciones, el capitalismo estadounidense preservaría a un régimen que había asesinado, encarcelado, enviado al exilio o amordazado a incontables personas durante décadas. Cualquier transacción con Cuba beneficiaría al gobierno. Después de todo, sus jefazos ya birlaban el 20 por ciento de las remesas de los cubano-americanos y el 90 por ciento del salario que los inversores extranjeros les pagan a los cubanos.
Pero, al cabo de los años, acepté que mi posición entrañaba una inconsistencia intolerable. Ninguna democracia liberal debe decirles a sus ciudadanos qué país visitar o con quién comerciar sea cual sea su gobierno. Aún cuando los hermanos Castro obtendrían con su levantamiento una victoria política en el muy corto plazo, siento que no puedo seguir justificando el embargo.
Este no es, por cierto, el razonamiento que hacen por estos días los críticos más vocingleros de las sanciones comerciales norteamericanas. Muchos de ellos omiten mencionar siquiera lo fraudulento de un sistema que basa su legitimidad en el odio al capitalismo y al mismo tiempo implora que el capitalismo acuda en su ayuda. Incurren también en una desopilante hipocresía quienes condenan el embargo y no denuncian a la oligarquía de los Castro, que desde hace medio siglo tiraniza a los habitantes de la isla.
Otro risible subterfugio atribuye esa catástrofe que es la economía cubana a la decisión de Washington de suprimir las relaciones económicas en 1962 tras una ola de expropiaciones contra intereses estadounidenses. Los amnésicos olvidan –qué conveniente— que en 1958 las condiciones socioeconómicas de Cuba eran similares a las de España y Portugal, y que el nivel de vida de sus ciudadanos se situaba apenas por detrás del de los argentinos y uruguayos en América Latina. Muchos de los críticos también padecen de lo que el escritor francés Jean-Francois Revel llamaba “hemiplejia moral”: una tendencia a ver los defectos de un solo lado: jamás oí a los defensores de Cuba quejarse de las sanciones contra las dictaduras de derechas.
A veces las sanciones funcionan, a veces no. Un trabajo de Gary Hufbauer, Jeffrey Schott, Kimberly Elliot y Barbara Oegg titulado “Economic Sanctions Reconsidered” analiza docenas de casos desde la Primera Guerra Mundial. En un tercio de los casos, las sanciones funcionaron ya sea porque ayudaron a derribar al régimen (Sudáfrica) o porque lo obligaron a efectuar concesiones importantes (Libia). El arzobispo Desmond Tutu me dijo hace unos meses en San Francisco que estaba convencido de que las sanciones internacionales —que, a diferencia del embargo estadounidense contra Cuba, estuvieron respaldadas por la mayoría de las potencias capitalistas— fue un factor crucial en la derrota del “apartheid” en su país. En los casos en los que el embargo funcionó, las sanciones fueron aplicadas por varios países y los regímenes afectados se encontraban severamente desacreditados o debilitados.
En los casos en los que las sanciones no funcionaron —Sadam Hussein entre 1990 y 2003, y Corea del norte en la actualidad—, las dictaduras fueron capaces de protegerse de sus efectos y concentrarlos en la población. En algunos países, un cierto sentido de orgullo ayudó a defender al gobierno contra las sanciones extranjeras. Por eso, las medidas aplicadas por la Unión Soviética contra Yugoslavia en 1948, China en 1960 y Albania en 1961 fueron casi inútiles.
En el caso de Cuba, el régimen de Castro fue capaz de generar un sentimiento nacionalista contra el embargo estadounidense. Y, lo que es más importante, logró contrarrestar muchos de los efectos del embargo a través de los años debido a que los soviéticos subvencionaron a la isla durante tres décadas. Tras el colapso del Muro de Berlín, el régimen dio la bienvenida al capital canadiense, mexicano y europeo, y, ahora, Venezuela hace las veces de patrón.
Pero estos argumentos contra del embargo estadounidense son en su mayoría prácticos. El argumento contra las sanciones, para mí, es sólo moral. No es aceptable que un gobierno suprima la elección individual en asuntos de viaje o comercio. El único embargo económico aceptable ocurre cuando los ciudadanos, no los gobiernos, deciden no hacer negocios con una dictadura, sea la de Myanmar, Zimbabue o Cuba.
(c) 2009, The Washington Post Writers Group
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