Buenos Aires—Hace algunas semanas, Hilda Molina, neurocirujana delicada y de voz suave, consiguió una improbable victoria contra el titánico régimen de Cuba cuando pudo abandonar La Habana para reunirse con su hijo y sus nietos en Argentina. Escuchando su historia en un restaurante de Buenos Aires, se me ocurre que la medida de la satrapía caribeña no está en cómo trata a sus enemigos sino a sus hijos.
Hilda fue la primera neurocirujana de su país. En 1989, fundó el Centro Internacional de Restauración Neurológica. La institución llamó la atención; a comienzos de los 90, era lo suficientemente prestigiosa en la comunidad científica como para que Fidel Castro decidiera utilizarla políticamente. El partido presionó a Hilda sin tregua para que se convirtiera en diputada de la Asamblea Nacional, actividad que encontraba “extremadamente aburrida” porque de ella y sus colegas “lo único que se esperaba era que aplaudiéramos” las decisiones tomadas “arriba”. Colaboró, afirma, en aras de su “vocación científica”.
Castro se volvió un visitante frecuente de su institución…hasta que en 1991 el Ministerio de Salud comunicó a Hilda que el centro tendría que dedicar sus esfuerzos a los extranjeros con dólares a expensas de los pacientes cubanos. Cuando se quejó, le recordaron que tenía una madre anciana y un hijo, el neurocirujano Roberto Quiñones. Comprendiendo la amenaza, Hilda aconsejó a Roberto que aprovechara un viaje profesional al exterior para exiliarse. El hizo exactamente eso, afincándose con su esposa, que es argentina, en Buenos Aires, donde tuvo dos hijos.
Cuando Roberto partió de Cuba, Hilda renunció a su cargo en el centro y a su escaño en la Asamblea Nacional, y devolvió sus medallas. Fue el inicio de un calvario de quince años. Le montaron varios “actos de repudio” —agresiones al estilo pogrom contra los disidentes— y las autoridades la vilipendiaron. Cuando sus nietos nacieron en Argentina, rogó en vano que se le permitiese visitar y a su familia para conocerlos.
“Mi único consuelo”, sostiene, “además de mi madre, fueron algunos amigos valientes, críticos del gobierno, que me ayudaron en las peores circunstancias”. Estuvo muy cerca de figuras como Dagoberto Valdés, Martha Beatriz Roque y las Damas de Blanco, como se conoce a las esposas y madres de los 75 periodistas y activistas encarcelados en 2003.
Hace algunos años, cuando Néstor Kirchner solicitó a Castro que le permitiera visitar Buenos Aires, el dictador bramó: “¡Nunca!” En el prólogo a un libro titulado “Fidel, Bolivia y algo más”, Castro acusó a Hilda de ser un “excelente material para el chantaje”. Para entonces ella era una “causa célebre” internacional.
Castro inventó que a lo que Hilda aspiraba era a volverse propietaria del centro para su “explotación capitalista”, acusación que suscita la pregunta: ¿cincuenta años de comunismo no han erradicado la codicia capitalista de la isla? Luego la acusó de encubrir una controversia sobre la investigación con células madre bajo atuendos políticos, lo que plantea la pregunta: ¿cincuenta años de gobierno comunista no han erradicado la moral burguesa?
Ha sido criticada asimismo por un pequeña minoría de Miami debido a que su centro participó en algunos estudios relacionados con el trasplante de tejido nervioso embrionario en la búsqueda de una cura para el Parkinson. Pero es un tipo de investigación realizado también en los Estados Unidos, el Reino Unido, Suecia, Polonia, España y México y, como ella explica, bajo un estricto protocolo internacional.
En 2008, su madre, ya nonagenaria, pudo marcharse. Hilda pensó que nunca la volvería a ver. Pero a la neurocirujana, que recobró su fe católica hace algunos años, le fue finalmente concedida la autorización para viajar en parte gracias a la gestión de la Iglesia (no, cincuenta años tampoco han erradicado eso). Llegó a Buenos Aires hace algunas semanas.
Hay que reconocer que la Presidenta Cristina Kirchner y su esposo, aliados de la izquierda carnívora y empeñados por estos días en coartar la libertad de expresión, no le han puesto límites o condiciones —excepto que una turba castrista la agredió durante una reciente visita al Congreso.
Mientras escucho a Hilda, pienso que su historia no revela la tragedia sino la perfecta farsa que es el comunismo de Cuba. ¿Qué otra cosa puede decirse de un régimen que reserva sus instituciones médicas para los dólares capitalistas en nombre de la abolición del capitalismo y que durante quince años, en nombre del anti-imperialismo, impide que una dama traspase las fronteras para reunirse con su hijo? Sí, una farsa perfecta.
(c) 2009, The Washington Post Writers Group
Hilda Molina en Buenos Aires
Buenos Aires—Hace algunas semanas, Hilda Molina, neurocirujana delicada y de voz suave, consiguió una improbable victoria contra el titánico régimen de Cuba cuando pudo abandonar La Habana para reunirse con su hijo y sus nietos en Argentina. Escuchando su historia en un restaurante de Buenos Aires, se me ocurre que la medida de la satrapía caribeña no está en cómo trata a sus enemigos sino a sus hijos.
Hilda fue la primera neurocirujana de su país. En 1989, fundó el Centro Internacional de Restauración Neurológica. La institución llamó la atención; a comienzos de los 90, era lo suficientemente prestigiosa en la comunidad científica como para que Fidel Castro decidiera utilizarla políticamente. El partido presionó a Hilda sin tregua para que se convirtiera en diputada de la Asamblea Nacional, actividad que encontraba “extremadamente aburrida” porque de ella y sus colegas “lo único que se esperaba era que aplaudiéramos” las decisiones tomadas “arriba”. Colaboró, afirma, en aras de su “vocación científica”.
Castro se volvió un visitante frecuente de su institución…hasta que en 1991 el Ministerio de Salud comunicó a Hilda que el centro tendría que dedicar sus esfuerzos a los extranjeros con dólares a expensas de los pacientes cubanos. Cuando se quejó, le recordaron que tenía una madre anciana y un hijo, el neurocirujano Roberto Quiñones. Comprendiendo la amenaza, Hilda aconsejó a Roberto que aprovechara un viaje profesional al exterior para exiliarse. El hizo exactamente eso, afincándose con su esposa, que es argentina, en Buenos Aires, donde tuvo dos hijos.
Cuando Roberto partió de Cuba, Hilda renunció a su cargo en el centro y a su escaño en la Asamblea Nacional, y devolvió sus medallas. Fue el inicio de un calvario de quince años. Le montaron varios “actos de repudio” —agresiones al estilo pogrom contra los disidentes— y las autoridades la vilipendiaron. Cuando sus nietos nacieron en Argentina, rogó en vano que se le permitiese visitar y a su familia para conocerlos.
“Mi único consuelo”, sostiene, “además de mi madre, fueron algunos amigos valientes, críticos del gobierno, que me ayudaron en las peores circunstancias”. Estuvo muy cerca de figuras como Dagoberto Valdés, Martha Beatriz Roque y las Damas de Blanco, como se conoce a las esposas y madres de los 75 periodistas y activistas encarcelados en 2003.
Hace algunos años, cuando Néstor Kirchner solicitó a Castro que le permitiera visitar Buenos Aires, el dictador bramó: “¡Nunca!” En el prólogo a un libro titulado “Fidel, Bolivia y algo más”, Castro acusó a Hilda de ser un “excelente material para el chantaje”. Para entonces ella era una “causa célebre” internacional.
Castro inventó que a lo que Hilda aspiraba era a volverse propietaria del centro para su “explotación capitalista”, acusación que suscita la pregunta: ¿cincuenta años de comunismo no han erradicado la codicia capitalista de la isla? Luego la acusó de encubrir una controversia sobre la investigación con células madre bajo atuendos políticos, lo que plantea la pregunta: ¿cincuenta años de gobierno comunista no han erradicado la moral burguesa?
Ha sido criticada asimismo por un pequeña minoría de Miami debido a que su centro participó en algunos estudios relacionados con el trasplante de tejido nervioso embrionario en la búsqueda de una cura para el Parkinson. Pero es un tipo de investigación realizado también en los Estados Unidos, el Reino Unido, Suecia, Polonia, España y México y, como ella explica, bajo un estricto protocolo internacional.
En 2008, su madre, ya nonagenaria, pudo marcharse. Hilda pensó que nunca la volvería a ver. Pero a la neurocirujana, que recobró su fe católica hace algunos años, le fue finalmente concedida la autorización para viajar en parte gracias a la gestión de la Iglesia (no, cincuenta años tampoco han erradicado eso). Llegó a Buenos Aires hace algunas semanas.
Hay que reconocer que la Presidenta Cristina Kirchner y su esposo, aliados de la izquierda carnívora y empeñados por estos días en coartar la libertad de expresión, no le han puesto límites o condiciones —excepto que una turba castrista la agredió durante una reciente visita al Congreso.
Mientras escucho a Hilda, pienso que su historia no revela la tragedia sino la perfecta farsa que es el comunismo de Cuba. ¿Qué otra cosa puede decirse de un régimen que reserva sus instituciones médicas para los dólares capitalistas en nombre de la abolición del capitalismo y que durante quince años, en nombre del anti-imperialismo, impide que una dama traspase las fronteras para reunirse con su hijo? Sí, una farsa perfecta.
(c) 2009, The Washington Post Writers Group
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