Washington, DC—Las corridas de toros han sido debatidas durante siglos, y prohibidas por Papas y gobiernos. Incluso Hemingway admitió en “El verano peligroso” que “cualquier cosa capaz de despertar pasiones a favor despertará sin duda pasiones semejantes en contra”.
Pero la decisión del Parlamento de Cataluña de prohibir las corridas de toros a partir de 2012 es la mayor victoria lograda hasta ahora por sus detractores. Fue tomada en una comunidad importante de España, cuna de la lidia, en un momento en el que grupos de presión globales demonizan diversas tradiciones con subterfugios políticamente correctos.
Para los nacionalistas catalanes, la prohibición del toreo es un arma contra España. Vino a remolque de la decisión del Tribunal Constitucional de dejar sin efecto la disposición del Estatuto de Autonomía que define a Cataluña como una “nación”. Conscientes de que las corridas vienen declinando en su comunidad desde hace algún tiempo, los nacionalistas sabían que tenían una oportunidad para disparar una bala perfecta en el corazón de la cultura española.
El argumento moral de los políticos catalanes hubiese sido creíble si la carne y el “foie gras” también hubieran sido prohibidos, y si no hubieran hecho una excepción con el correbous, ritual del sur de Cataluña que consiste en prender fuego a los cuernos de un toro y tirar de su rabo. Nadie podrá acusar de coherencia moral al nacionalismo catalán, cuyos ataques contra las libertades locales son desvergonzados. La mitad de los habitantes de esa región considera al español su lengua materna pero las leyes dictan que la educación primaria sea recibida en catalán y que los comercios presenten rótulos e información en ese idioma.
Los detractores de las corridas tienen todo el derecho de no asistir a una plaza, de vituperarlas desde los medios de comunicación y de manifestarse en su contra. Pero prohibirlo es un acto totalitario. Los españoles en general lo han entendido así. Una encuesta reciente mostró que al 60 por ciento de los ciudadanos no les gustan las corridas, pero el 57 por ciento está en desacuerdo con la prohibición catalana.
Es posible que las corridas de toros dejen de ser una tradición cultural extendida. Las encuestas muestran que a los menores de 35 años no les interesan. Un efecto de la globalización es el ritmo acelerado del mestizaje cultural, por lo que las viejas costumbres tienen más dificultades para atraer a las generaciones más jóvenes, expuestas como están a las influencias internacionales. Pero, ¿tengo acaso derecho, como simpatizante del toreo, a proteger por la fuerza a los jóvenes de las influencias externas para preservar esta tradición cultural, que en su versión moderna se remonta al siglo 18? No tengo más derecho a hacer eso que el que tiene el Parlamento catalán de decretar la extinción de la tradición.
Muchas formas del trato a los animales son crueles. Según el Departamento de Agricultura de Estados Unidos, 8,600 millones de pollos, 570,000 vacas y toros, 839,000 de cabras y 113,7 millones de cerdos fueron sacrificados en este país el año pasado. El peso total de los bovinos y cerdos sacrificados en Europa en 2008, según la Comisión Europea, fue de 8 millones de toneladas y 22,5 millones de toneladas respectivamente. Cualquiera familiarizado con algunos de los métodos empleados consideraría a las corridas de toros, donde el matador arriesga mucho más que los matarifes, una confrontación menos sangrienta y desigual.
Llevado a su extremo lógico, el argumento contra la lidia privaría a los seres humanos de cualquier alimento relacionado con los animales. Desaparecerían las vacas de pastoreo que degradan los ecosistemas. Dado que la agricultura amenaza la ecología, tendríamos que suprimirla también. Si revocar todo dominio del hombre sobre la naturaleza es lo que los taurófobos desean, que aboguen sin complejos por eso mismo. Es más honesto reconocer el verdadero objetivo que comportarse de la manera hipócrita y falaz en que el Parlamento catalán ha prohibido las corridas a pesar de que apenas el 5 por ciento de los toros de lidia son utilizados en las festividades españolas cada año.
La fiesta española ha preservado toda una raza de ganado en los últimos tres siglos. El toro de lidia probablemente se habría extinguido —como ocurrió con sus ancestros, los urus, en el siglo 17— si no fuera por la cría selectiva y el cuidado con el cual se prepara a estos toros en las dehesas y haciendas españolas y latinoamericanas. ¿Es la protección de animales el nombre apropiado para una campaña que acabaría con toda esta raza?
Un aspecto de la tauromaquia merece ser condenado: los subsidios del gobierno. La Unión Europea y los tres niveles del Estado español gastan unos 500 millones de euros anualmente. ¿Correrían peligro las corridas de toros sin esas subvenciones? Tal vez. Pero esa es una decisión que corresponde a individuos libres. La cultura que vive de los úcases deja de ser cultura.
(c) 2010, The Washington Post Writers Group
Las corridas de toros: ¿Principio del fin?
Washington, DC—Las corridas de toros han sido debatidas durante siglos, y prohibidas por Papas y gobiernos. Incluso Hemingway admitió en “El verano peligroso” que “cualquier cosa capaz de despertar pasiones a favor despertará sin duda pasiones semejantes en contra”.
Pero la decisión del Parlamento de Cataluña de prohibir las corridas de toros a partir de 2012 es la mayor victoria lograda hasta ahora por sus detractores. Fue tomada en una comunidad importante de España, cuna de la lidia, en un momento en el que grupos de presión globales demonizan diversas tradiciones con subterfugios políticamente correctos.
Para los nacionalistas catalanes, la prohibición del toreo es un arma contra España. Vino a remolque de la decisión del Tribunal Constitucional de dejar sin efecto la disposición del Estatuto de Autonomía que define a Cataluña como una “nación”. Conscientes de que las corridas vienen declinando en su comunidad desde hace algún tiempo, los nacionalistas sabían que tenían una oportunidad para disparar una bala perfecta en el corazón de la cultura española.
El argumento moral de los políticos catalanes hubiese sido creíble si la carne y el “foie gras” también hubieran sido prohibidos, y si no hubieran hecho una excepción con el correbous, ritual del sur de Cataluña que consiste en prender fuego a los cuernos de un toro y tirar de su rabo. Nadie podrá acusar de coherencia moral al nacionalismo catalán, cuyos ataques contra las libertades locales son desvergonzados. La mitad de los habitantes de esa región considera al español su lengua materna pero las leyes dictan que la educación primaria sea recibida en catalán y que los comercios presenten rótulos e información en ese idioma.
Los detractores de las corridas tienen todo el derecho de no asistir a una plaza, de vituperarlas desde los medios de comunicación y de manifestarse en su contra. Pero prohibirlo es un acto totalitario. Los españoles en general lo han entendido así. Una encuesta reciente mostró que al 60 por ciento de los ciudadanos no les gustan las corridas, pero el 57 por ciento está en desacuerdo con la prohibición catalana.
Es posible que las corridas de toros dejen de ser una tradición cultural extendida. Las encuestas muestran que a los menores de 35 años no les interesan. Un efecto de la globalización es el ritmo acelerado del mestizaje cultural, por lo que las viejas costumbres tienen más dificultades para atraer a las generaciones más jóvenes, expuestas como están a las influencias internacionales. Pero, ¿tengo acaso derecho, como simpatizante del toreo, a proteger por la fuerza a los jóvenes de las influencias externas para preservar esta tradición cultural, que en su versión moderna se remonta al siglo 18? No tengo más derecho a hacer eso que el que tiene el Parlamento catalán de decretar la extinción de la tradición.
Muchas formas del trato a los animales son crueles. Según el Departamento de Agricultura de Estados Unidos, 8,600 millones de pollos, 570,000 vacas y toros, 839,000 de cabras y 113,7 millones de cerdos fueron sacrificados en este país el año pasado. El peso total de los bovinos y cerdos sacrificados en Europa en 2008, según la Comisión Europea, fue de 8 millones de toneladas y 22,5 millones de toneladas respectivamente. Cualquiera familiarizado con algunos de los métodos empleados consideraría a las corridas de toros, donde el matador arriesga mucho más que los matarifes, una confrontación menos sangrienta y desigual.
Llevado a su extremo lógico, el argumento contra la lidia privaría a los seres humanos de cualquier alimento relacionado con los animales. Desaparecerían las vacas de pastoreo que degradan los ecosistemas. Dado que la agricultura amenaza la ecología, tendríamos que suprimirla también. Si revocar todo dominio del hombre sobre la naturaleza es lo que los taurófobos desean, que aboguen sin complejos por eso mismo. Es más honesto reconocer el verdadero objetivo que comportarse de la manera hipócrita y falaz en que el Parlamento catalán ha prohibido las corridas a pesar de que apenas el 5 por ciento de los toros de lidia son utilizados en las festividades españolas cada año.
La fiesta española ha preservado toda una raza de ganado en los últimos tres siglos. El toro de lidia probablemente se habría extinguido —como ocurrió con sus ancestros, los urus, en el siglo 17— si no fuera por la cría selectiva y el cuidado con el cual se prepara a estos toros en las dehesas y haciendas españolas y latinoamericanas. ¿Es la protección de animales el nombre apropiado para una campaña que acabaría con toda esta raza?
Un aspecto de la tauromaquia merece ser condenado: los subsidios del gobierno. La Unión Europea y los tres niveles del Estado español gastan unos 500 millones de euros anualmente. ¿Correrían peligro las corridas de toros sin esas subvenciones? Tal vez. Pero esa es una decisión que corresponde a individuos libres. La cultura que vive de los úcases deja de ser cultura.
(c) 2010, The Washington Post Writers Group
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