Washington, DC—Los extranjeros que han seguido el via crucis del presidente Obama tienen dificultad para entender lo profundo de la ira de los votantes y al Tea Party.
En una reciente conversación con periodistas franceses y españoles, escuché que carecía de sentido percibir a Obama como un caballo de Troya del socialismo europeo cuando ha mantenido a los soldados en Irak y Afganistán; dedicó parte de su discurso de recepción del Premio Nobel de la Paz a justificar la guerra; no ha desmantelado la prisión de Guantánamo; promulgó una reforma sanitaria que no incluye un sistema estatal; ha prolongado las políticas de estímulo fiscal que fueron iniciadas por su antecesor y ha apoyado una política monetaria de la Reserva Federal que fue vivamente alentada por el gobierno de Bush en 2008.
La semana pasada en Argentina, durante una discusión sobre el estado del Hemisferio Occidental con un grupo de líderes de centro-derecha, oí decir que el “socialismo” ya estaba en vigor en Estados Unidos mucho antes de que Obama asumiera el cargo y que ningún Tea Party objetó la duplicación de la deuda bajo la administración republicana. Eran todos críticos de Obama genuinamente desconcertados por la ira que inspira el Presidente y la insurgencia popular contra una administración que en su opinión se ha limitado a impulsar la tendencia estatista secular.
Lo interesante de estos comentarios es lo que dicen acerca de las diferencias entre Estados Unidos y el resto del mundo. Con excepciones, cada vez que hubo una repulsa contra el exceso de Estado en Europa y América Latina, fueron los dirigentes quienes arrastraron, y eventualmente persuadieron, a la población; en Estados Unidos, por lo general fue al revés: un sentimiento libertario en las bases fue aprovechado más tarde por ciertos dirigentes. El error que muchos extranjeros cometen es fijarse en algunos de los líderes que dan voz al sentimiento anti-Washington, muchos de los cuales pueden con justicia ser acusados de hipocresía o duplicidad, antes que en el temor genuino que el estadounidense común está sintiendo y que ha sido el dinamo de estas elecciones.
El surgimiento de Barry Goldwater como un icono liberal-conservador en la década de 1960, el triunfo de Ronald Reagan en los años 80 y el ascenso del Tea Party en la actualidad nos hablan de un rechazo surgido en la base social contra la herencia estatista —el New Deal, la Gran Sociedad, la respuesta de Bush/Obama a la explosión de la burbuja inmobiliaria— que luego encontró a sus líderes.
En cambio, la británica Margaret Thatcher fue un caso de liderazgo de arriba hacia abajo que debió hacer frente a un gran escepticismo en todos los niveles, incluida la base de su Partido Conservador. Las privatizaciones de Carlos Menem en Argentina, en la década de 1990, fueron el resultado de una traición a su mandato peronista. Las reformas radicales de Mart Laar en Estonia fueron el resultado de su aprovechamiento del “momento” anti-comunista justo después de la caída del imperio soviético. El desmantelamiento parcial de la burocracia por parte de Manmohan Singh, a partir de 1991, en la India no se originó en una insurgencia popular contra el legado socialista del Partido del Congreso, que obtuvo el mayor número de escaños parlamentarios ese año; se debió al hecho de que el Primer Ministro, Narasimha Rao, a quien por casualidad se le pidió que formase un gobierno minoritario, designó a Singh como ministro de Finanzas en tiempos de dificultad financiera.
Ningún pueblo siente la conexión entre el crecimiento del Estado y sus bolsillos de la manera en que lo hacen los estadounidenses. Esto no quiere decir que repudian el exceso de Estado de manera consistente. Si así fuera, ¿cómo explicar el hecho de que el Estado haya crecido tanto bajo los demócratas y los republicanos que si el presupuesto fuese reducido en un 10 por ciento cada año, los números en 2030 lucirían similares a aquellos que fueron blanco de la revolución conservadora en 1981? Tal vez esto sólo demuestre que en Estados Unidos usualmente es el pueblo quien primero se rebela contra el exceso de injerencia estatal….y luego todo se echa a perder por líderes que defienden el Estado pequeño pero no cumplen su palabra. Debido a que en Europa y América Latina el movimiento anti-estatista rara vez se inicia en la base popular, la reforma liberal suele ser una sorpresa impopular infligida desde arriba. Los corajudos (aunque tímidos) intentos de Nicolás Sarkozy por reformar el sistema de pensiones, que han provocado una feroz respuesta popular, son un ejemplo de ello.
Incluso si Estados Unidos no experimenta recortes reales del presupuesto, una disminución de los beneficios sociales y una drástica reducción de la deuda en el corto plazo, el rechazo ciudadano contra el estatismo es la mejor esperanza de mantener a raya a la bestia estatista.
(c) 2010, The Washington Post Writers Group
En EE.UU., las cosas son diferentes
Washington, DC—Los extranjeros que han seguido el via crucis del presidente Obama tienen dificultad para entender lo profundo de la ira de los votantes y al Tea Party.
En una reciente conversación con periodistas franceses y españoles, escuché que carecía de sentido percibir a Obama como un caballo de Troya del socialismo europeo cuando ha mantenido a los soldados en Irak y Afganistán; dedicó parte de su discurso de recepción del Premio Nobel de la Paz a justificar la guerra; no ha desmantelado la prisión de Guantánamo; promulgó una reforma sanitaria que no incluye un sistema estatal; ha prolongado las políticas de estímulo fiscal que fueron iniciadas por su antecesor y ha apoyado una política monetaria de la Reserva Federal que fue vivamente alentada por el gobierno de Bush en 2008.
La semana pasada en Argentina, durante una discusión sobre el estado del Hemisferio Occidental con un grupo de líderes de centro-derecha, oí decir que el “socialismo” ya estaba en vigor en Estados Unidos mucho antes de que Obama asumiera el cargo y que ningún Tea Party objetó la duplicación de la deuda bajo la administración republicana. Eran todos críticos de Obama genuinamente desconcertados por la ira que inspira el Presidente y la insurgencia popular contra una administración que en su opinión se ha limitado a impulsar la tendencia estatista secular.
Lo interesante de estos comentarios es lo que dicen acerca de las diferencias entre Estados Unidos y el resto del mundo. Con excepciones, cada vez que hubo una repulsa contra el exceso de Estado en Europa y América Latina, fueron los dirigentes quienes arrastraron, y eventualmente persuadieron, a la población; en Estados Unidos, por lo general fue al revés: un sentimiento libertario en las bases fue aprovechado más tarde por ciertos dirigentes. El error que muchos extranjeros cometen es fijarse en algunos de los líderes que dan voz al sentimiento anti-Washington, muchos de los cuales pueden con justicia ser acusados de hipocresía o duplicidad, antes que en el temor genuino que el estadounidense común está sintiendo y que ha sido el dinamo de estas elecciones.
El surgimiento de Barry Goldwater como un icono liberal-conservador en la década de 1960, el triunfo de Ronald Reagan en los años 80 y el ascenso del Tea Party en la actualidad nos hablan de un rechazo surgido en la base social contra la herencia estatista —el New Deal, la Gran Sociedad, la respuesta de Bush/Obama a la explosión de la burbuja inmobiliaria— que luego encontró a sus líderes.
En cambio, la británica Margaret Thatcher fue un caso de liderazgo de arriba hacia abajo que debió hacer frente a un gran escepticismo en todos los niveles, incluida la base de su Partido Conservador. Las privatizaciones de Carlos Menem en Argentina, en la década de 1990, fueron el resultado de una traición a su mandato peronista. Las reformas radicales de Mart Laar en Estonia fueron el resultado de su aprovechamiento del “momento” anti-comunista justo después de la caída del imperio soviético. El desmantelamiento parcial de la burocracia por parte de Manmohan Singh, a partir de 1991, en la India no se originó en una insurgencia popular contra el legado socialista del Partido del Congreso, que obtuvo el mayor número de escaños parlamentarios ese año; se debió al hecho de que el Primer Ministro, Narasimha Rao, a quien por casualidad se le pidió que formase un gobierno minoritario, designó a Singh como ministro de Finanzas en tiempos de dificultad financiera.
Ningún pueblo siente la conexión entre el crecimiento del Estado y sus bolsillos de la manera en que lo hacen los estadounidenses. Esto no quiere decir que repudian el exceso de Estado de manera consistente. Si así fuera, ¿cómo explicar el hecho de que el Estado haya crecido tanto bajo los demócratas y los republicanos que si el presupuesto fuese reducido en un 10 por ciento cada año, los números en 2030 lucirían similares a aquellos que fueron blanco de la revolución conservadora en 1981? Tal vez esto sólo demuestre que en Estados Unidos usualmente es el pueblo quien primero se rebela contra el exceso de injerencia estatal….y luego todo se echa a perder por líderes que defienden el Estado pequeño pero no cumplen su palabra. Debido a que en Europa y América Latina el movimiento anti-estatista rara vez se inicia en la base popular, la reforma liberal suele ser una sorpresa impopular infligida desde arriba. Los corajudos (aunque tímidos) intentos de Nicolás Sarkozy por reformar el sistema de pensiones, que han provocado una feroz respuesta popular, son un ejemplo de ello.
Incluso si Estados Unidos no experimenta recortes reales del presupuesto, una disminución de los beneficios sociales y una drástica reducción de la deuda en el corto plazo, el rechazo ciudadano contra el estatismo es la mejor esperanza de mantener a raya a la bestia estatista.
(c) 2010, The Washington Post Writers Group
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