WASHINGTON—Escribo estas líneas con una pizca de melancolía, así que disculpen el toque personal.
Me disponía a llevar a mi hijo y mi hija al juego de béisbol de los Yankees contra los Orioles en Baltimore el fin de semana pasado, cuando recibí una llamada urgente desde el Perú contándome que mi abuelo agonizaba.
Volé a Lima el sábado por un día, en un viaje que resultó más emotivo de lo esperado. Mi abuelo, que murió antes de que yo aterrizara, fue un hombre noble que me enseñó la tabla de multiplicar, las movidas de apertura del legendario ajedrecista José Raúl Capablanca, la belleza filosófica de un paseo vespertino y algunas pistas para explorar mejor los deliciosos misterios del sexo opuesto.
Por coincidencia, ese domingo tocaba votar a los peruanos en la segunda vuelta de unas elecciones presidenciales delicadas–elecciones en las que no tenía pensado votar porque no confiaba en ninguno de los candidatos.
Uno de ellos, el ex presidente Alan García, llevó al Perú a la ruina en los años 80»: hiperinflación, corrupción, abuso de poder. Mi familia, que en ese entonces vivía en Lima, hizo activa oposición a su gobierno y mi padre fue candidato a sucederlo. En un momento dado inclusive alguien en la Marina nos trajo información (que luego se hizo pública) según la cual matones vinculados a García planeaban un atentado contra mi familia, incluyéndome a mi, en una reunión celebrada en el sótano del Museo de la Nación (García niega cualquier vinculación con los hechos).
El otro candidato, Ollanta Humala, es un ex oficial del ejército acusado de violaciones contra los derechos humanos que se alzó contra el dictador Alberto Fujimori en 2000. Ahora está en la órbita de Hugo Chávez y le proponía reemplazar a las frágiles instituciones republicanas por un régimen caudillista de estirpe nacionalista.
Mientras acompañaba a mi madre en el digno proceso de cremación de mi abuelo, volví a pensar en los comicios, situando su significado en el cuadro más amplio de un hemisferio que afronta definiciones importantes. Muchos países experimentan hoy un renacimiento de ideologías perniciosas que tratan de enfrentar a la población indígena con lo que consideran los falsos valores de la civilización occidental a la que este hemisferio pertenece desde el siglo 16. En ninguna parte se vive dicha definición de un modo más combustible que en los Andes, con sus fuertes raíces indígenas, y en cierta medida en México. Venezuela y Bolivia han tomado ya el sendero equivocado, Ecuador podría seguir el ejemplo y el Perú está desgarrado entre aquellos que quieren pertenecer a la democracia liberal y la economía de mercado, enriqueciéndolas, y aquellos que albergan resentimientos contra ella. En Colombia, Alvaro Uribe es un dique solitario contra esa tendencia andina.
La fractura étnica encierra una estafa ideológica. Cualquiera que haya viajado por los Andes comprende que los indios y mestizos desean ser propietarios, comerciar, cooperar pacíficamente y, sí, practicar sus muchas y ricas costumbres—como cualquier otro pueblo. No desean un caudillo autoritario que expropie cada aspecto de sus vidas en nombre de la liberación. Pero el “indigenismo”, ideología fraudulenta cuyas raíces residen en decrépitas utopías sociales europeas, ha manipulado astutamente a personas que sienten una justificada frustración con una democracia liberal que no ha traído beneficios inmediatos. Por tanto, caudillos como Humala se han convertido en poderosos símbolos sociales.
El domingo por la mañana fui a votar en Barranco, mi antiguo vecindario. Voté por García, el mal menor, porque la abstención o el voto nulo favorecía a Humala. García, convertido hoy en un populista moderado que dice no querer romper con la globalización, ganó con un 53 de los votos contra el 47 por ciento de Humala.
En los años 60, el historiador estadounidense Carroll Quigley explicó en “The Evolution of Civilizations” que la decadencia comienza cuando las normas sociales surgidas para atender necesidades sociales se convierten en instituciones que atienden sus propias necesidades. Esa es, precisamente, parte de la falla de América Latina. La desconexión entre las instituciones oficiales y las necesidades sociales—hija de tanto caudillo y tan poco Estado de Derecho—ha arrojado a muchos en manos de líderes que propugnan una ruptura con los valores occidentales (que, por supuesto, no son “occidentales” sino humanistas). El desafío es sanar la fisura, no ampliarla como lo proponía Humala.
La víspera de las elecciones, un pequeñísimo grupo de parientes fuimos a una playa tranquila cerca de Lima. Mientras esparcíamos las cenizas de mi abuelo en el Pacífico, me pregunté con remordimiento que hubiese pensado él de la decisión que había tomado de votar por García en lugar de abstenerme. Observando su existencia disolverse en la libertad del mar, pensé —con una leve punzada—que la hubiese aprobado.
(c) 2006, The Washington Post Writers Group
«Blues» andino
WASHINGTON—Escribo estas líneas con una pizca de melancolía, así que disculpen el toque personal.
Me disponía a llevar a mi hijo y mi hija al juego de béisbol de los Yankees contra los Orioles en Baltimore el fin de semana pasado, cuando recibí una llamada urgente desde el Perú contándome que mi abuelo agonizaba.
Volé a Lima el sábado por un día, en un viaje que resultó más emotivo de lo esperado. Mi abuelo, que murió antes de que yo aterrizara, fue un hombre noble que me enseñó la tabla de multiplicar, las movidas de apertura del legendario ajedrecista José Raúl Capablanca, la belleza filosófica de un paseo vespertino y algunas pistas para explorar mejor los deliciosos misterios del sexo opuesto.
Por coincidencia, ese domingo tocaba votar a los peruanos en la segunda vuelta de unas elecciones presidenciales delicadas–elecciones en las que no tenía pensado votar porque no confiaba en ninguno de los candidatos.
Uno de ellos, el ex presidente Alan García, llevó al Perú a la ruina en los años 80»: hiperinflación, corrupción, abuso de poder. Mi familia, que en ese entonces vivía en Lima, hizo activa oposición a su gobierno y mi padre fue candidato a sucederlo. En un momento dado inclusive alguien en la Marina nos trajo información (que luego se hizo pública) según la cual matones vinculados a García planeaban un atentado contra mi familia, incluyéndome a mi, en una reunión celebrada en el sótano del Museo de la Nación (García niega cualquier vinculación con los hechos).
El otro candidato, Ollanta Humala, es un ex oficial del ejército acusado de violaciones contra los derechos humanos que se alzó contra el dictador Alberto Fujimori en 2000. Ahora está en la órbita de Hugo Chávez y le proponía reemplazar a las frágiles instituciones republicanas por un régimen caudillista de estirpe nacionalista.
Mientras acompañaba a mi madre en el digno proceso de cremación de mi abuelo, volví a pensar en los comicios, situando su significado en el cuadro más amplio de un hemisferio que afronta definiciones importantes. Muchos países experimentan hoy un renacimiento de ideologías perniciosas que tratan de enfrentar a la población indígena con lo que consideran los falsos valores de la civilización occidental a la que este hemisferio pertenece desde el siglo 16. En ninguna parte se vive dicha definición de un modo más combustible que en los Andes, con sus fuertes raíces indígenas, y en cierta medida en México. Venezuela y Bolivia han tomado ya el sendero equivocado, Ecuador podría seguir el ejemplo y el Perú está desgarrado entre aquellos que quieren pertenecer a la democracia liberal y la economía de mercado, enriqueciéndolas, y aquellos que albergan resentimientos contra ella. En Colombia, Alvaro Uribe es un dique solitario contra esa tendencia andina.
La fractura étnica encierra una estafa ideológica. Cualquiera que haya viajado por los Andes comprende que los indios y mestizos desean ser propietarios, comerciar, cooperar pacíficamente y, sí, practicar sus muchas y ricas costumbres—como cualquier otro pueblo. No desean un caudillo autoritario que expropie cada aspecto de sus vidas en nombre de la liberación. Pero el “indigenismo”, ideología fraudulenta cuyas raíces residen en decrépitas utopías sociales europeas, ha manipulado astutamente a personas que sienten una justificada frustración con una democracia liberal que no ha traído beneficios inmediatos. Por tanto, caudillos como Humala se han convertido en poderosos símbolos sociales.
El domingo por la mañana fui a votar en Barranco, mi antiguo vecindario. Voté por García, el mal menor, porque la abstención o el voto nulo favorecía a Humala. García, convertido hoy en un populista moderado que dice no querer romper con la globalización, ganó con un 53 de los votos contra el 47 por ciento de Humala.
En los años 60, el historiador estadounidense Carroll Quigley explicó en “The Evolution of Civilizations” que la decadencia comienza cuando las normas sociales surgidas para atender necesidades sociales se convierten en instituciones que atienden sus propias necesidades. Esa es, precisamente, parte de la falla de América Latina. La desconexión entre las instituciones oficiales y las necesidades sociales—hija de tanto caudillo y tan poco Estado de Derecho—ha arrojado a muchos en manos de líderes que propugnan una ruptura con los valores occidentales (que, por supuesto, no son “occidentales” sino humanistas). El desafío es sanar la fisura, no ampliarla como lo proponía Humala.
La víspera de las elecciones, un pequeñísimo grupo de parientes fuimos a una playa tranquila cerca de Lima. Mientras esparcíamos las cenizas de mi abuelo en el Pacífico, me pregunté con remordimiento que hubiese pensado él de la decisión que había tomado de votar por García en lugar de abstenerme. Observando su existencia disolverse en la libertad del mar, pensé —con una leve punzada—que la hubiese aprobado.
(c) 2006, The Washington Post Writers Group
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