Washington, DC—John McCain ganó el primer debate presidencial, pero Barack Obama probablemente ganó las elecciones. McCain fue un táctico impaciente, Obama un paciente estratega. Obama no debatió contra McCain sino contra la percepción de que es un neófito, un musulmán radical encubierto o un extranjero. Sus suaves modales fueron pensados para que la gente se sintiese cómoda con él. En una selva, el lobo hambriento siempre engulle a la elegante gacela. En el debate, y quizás en estos comicios, lo contrario parece ser cierto.
Pero he aquí mi problema. Todas las elecciones deberían girar en torno a un gran asunto: el poder del Estado, que los candidatos presidenciales aspiran a hacer suyo. Y todos los comicios, hasta que se alcance un consenso cultural en uno u otro sentido, deberían tener al menos a un candidato importante defendiendo a la sociedad civil en contra del poder estatal excesivo y a un candidato importante esgrimiendo el argumento opuesto. Si terminan o no haciendo lo que predican es harina de otro costal.
Todos los temas de los actuales comicios estadounidenses se prestan para un profundo debate entre el intervencionismo gubernamental y la responsabilidad individual: la propuesta de rescate del sistema financiero por 700 mil millones de dólares, los impuestos, la deuda, la viabilidad de la Seguridad Social y el Medicare, el comercio y, por supuesto, el papel de las fuerzas armadas.
El debate presidencial confirmó que ninguno de los dos candidatos principales posee una convicción profunda acerca del rol del Estado. Barack Obama tiende hacia el Estado grande, pero es demasiado inteligente como político para jugarse a fondo por él. Y algo más que lo contiene. El personifica el sueño americano: su propia vida contradice su formación intelectual de izquierda y las políticas revanchistas que algunos de sus seguidores quisieran que adoptase. Todo lo cual hace de él un pragmático, como él mismo se describe, y nos priva, en estos comicios, de un visionario que argumente de manera consistente a favor del estatismo. En el caso de McCain, hay una contradicción raigal entre su fe neoconservadora en las fuerzas armadas de los EE.UU. como agentes del bien en el mundo y sus posiciones liberales en temas como las erogaciones fiscales. Y es tan tímido a la hora de encarar los impuestos, las prestaciones sociales y el aumento de la competencia en materia de educación que resulta ser otro pragmático. Los cual nos priva de un verdadero defensor del Estado liberal en estas elecciones.
McCain perdió una oportunidad dorada de hacer realidad sus supuestas convicciones liberales oponiéndose al rescate del sistema financiero y alzándose contra el mercantilismo de Wall Street en nombre de los contribuyentes (incluso algunos neoconservadores como Bill Kristol se lo sugirieron). Existían varias alternativas a la compra por parte del Tesoro de las obligaciones negociables de Wall Street basadas en hipotecas. Un candidato liberal debería haberse opuesto al mayor aumento del poder del Estado desde el “New Deal”, explicando por qué.
Ha habido muchas elecciones memorables en las que los candidatos expresaron visiones opuestas de la tensión entre lo que Albert Jay Nock solía llamar “poder estatal” y “poder social”: Barry Goldwater contra Lyndon B. Johnson, Margaret Thatcher contra Neil Kinnock, Ronald Reagan contra Jimmy Carter, o Vaklav Klaus contra una coalición de ex comunistas en la Checoslovaquia de 1992. Independientemente de dónde se sitúe uno en ese debate capital y de lo que los consiguientes gobiernos terminaron haciendo, aquellos comicios fueron memorables porque los participantes entendieron cuál es el gran asunto de toda elección presidencial.
Muchos factores —entre ellos el colapso del imperio soviético, la globalización y la masiva migración— han arraigado en las mentes de la gente la noción de que profesar una gran idea equivale a la intolerancia ideológica, incluso al fanatismo. El resultado es el triunfo de la forma sobre la sustancia.
Y no es que la forma carezca de importancia. Es un verdadero placer observar la templanza y la gracia con que Barack Obama afronta las mayores calamidades. La plasticidad de su candidatura —esa intuición para calzar con los tiempos que corren— es parte del motivo por el cual muchos jóvenes ven en él al hombre del futuro. Y también McCain nos ha dado momentos de gran emoción: particularmente cuando este hombre de 72 años asumió riesgos que eran juveniles en su audacia, como colocar a Sara Palin en su “ticket”, con total irrespeto por lo que el “establishment” pudiera pensar.
Pero, al final del día, ¿dónde está la gran idea?
(c) 2008, The Washington Post Writers Group
¿Dónde está la gran idea?
Washington, DC—John McCain ganó el primer debate presidencial, pero Barack Obama probablemente ganó las elecciones. McCain fue un táctico impaciente, Obama un paciente estratega. Obama no debatió contra McCain sino contra la percepción de que es un neófito, un musulmán radical encubierto o un extranjero. Sus suaves modales fueron pensados para que la gente se sintiese cómoda con él. En una selva, el lobo hambriento siempre engulle a la elegante gacela. En el debate, y quizás en estos comicios, lo contrario parece ser cierto.
Pero he aquí mi problema. Todas las elecciones deberían girar en torno a un gran asunto: el poder del Estado, que los candidatos presidenciales aspiran a hacer suyo. Y todos los comicios, hasta que se alcance un consenso cultural en uno u otro sentido, deberían tener al menos a un candidato importante defendiendo a la sociedad civil en contra del poder estatal excesivo y a un candidato importante esgrimiendo el argumento opuesto. Si terminan o no haciendo lo que predican es harina de otro costal.
Todos los temas de los actuales comicios estadounidenses se prestan para un profundo debate entre el intervencionismo gubernamental y la responsabilidad individual: la propuesta de rescate del sistema financiero por 700 mil millones de dólares, los impuestos, la deuda, la viabilidad de la Seguridad Social y el Medicare, el comercio y, por supuesto, el papel de las fuerzas armadas.
El debate presidencial confirmó que ninguno de los dos candidatos principales posee una convicción profunda acerca del rol del Estado. Barack Obama tiende hacia el Estado grande, pero es demasiado inteligente como político para jugarse a fondo por él. Y algo más que lo contiene. El personifica el sueño americano: su propia vida contradice su formación intelectual de izquierda y las políticas revanchistas que algunos de sus seguidores quisieran que adoptase. Todo lo cual hace de él un pragmático, como él mismo se describe, y nos priva, en estos comicios, de un visionario que argumente de manera consistente a favor del estatismo. En el caso de McCain, hay una contradicción raigal entre su fe neoconservadora en las fuerzas armadas de los EE.UU. como agentes del bien en el mundo y sus posiciones liberales en temas como las erogaciones fiscales. Y es tan tímido a la hora de encarar los impuestos, las prestaciones sociales y el aumento de la competencia en materia de educación que resulta ser otro pragmático. Los cual nos priva de un verdadero defensor del Estado liberal en estas elecciones.
McCain perdió una oportunidad dorada de hacer realidad sus supuestas convicciones liberales oponiéndose al rescate del sistema financiero y alzándose contra el mercantilismo de Wall Street en nombre de los contribuyentes (incluso algunos neoconservadores como Bill Kristol se lo sugirieron). Existían varias alternativas a la compra por parte del Tesoro de las obligaciones negociables de Wall Street basadas en hipotecas. Un candidato liberal debería haberse opuesto al mayor aumento del poder del Estado desde el “New Deal”, explicando por qué.
Ha habido muchas elecciones memorables en las que los candidatos expresaron visiones opuestas de la tensión entre lo que Albert Jay Nock solía llamar “poder estatal” y “poder social”: Barry Goldwater contra Lyndon B. Johnson, Margaret Thatcher contra Neil Kinnock, Ronald Reagan contra Jimmy Carter, o Vaklav Klaus contra una coalición de ex comunistas en la Checoslovaquia de 1992. Independientemente de dónde se sitúe uno en ese debate capital y de lo que los consiguientes gobiernos terminaron haciendo, aquellos comicios fueron memorables porque los participantes entendieron cuál es el gran asunto de toda elección presidencial.
Muchos factores —entre ellos el colapso del imperio soviético, la globalización y la masiva migración— han arraigado en las mentes de la gente la noción de que profesar una gran idea equivale a la intolerancia ideológica, incluso al fanatismo. El resultado es el triunfo de la forma sobre la sustancia.
Y no es que la forma carezca de importancia. Es un verdadero placer observar la templanza y la gracia con que Barack Obama afronta las mayores calamidades. La plasticidad de su candidatura —esa intuición para calzar con los tiempos que corren— es parte del motivo por el cual muchos jóvenes ven en él al hombre del futuro. Y también McCain nos ha dado momentos de gran emoción: particularmente cuando este hombre de 72 años asumió riesgos que eran juveniles en su audacia, como colocar a Sara Palin en su “ticket”, con total irrespeto por lo que el “establishment” pudiera pensar.
Pero, al final del día, ¿dónde está la gran idea?
(c) 2008, The Washington Post Writers Group
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