Washington, DC—El problema no es Nicolás Sarkozy, flamante Presidente electo de Francia. El problema es el país que lo ha elegido. Sarkozy sabe lo que hay que hacer para rescatar a Francia de la ilusión socialista en la cual lleva viviendo demasiado tiempo bajo gobiernos tanto de izquierda como de derecha, y de la mentalidad nacionalista que explica gran parte de su declive. Pero la pregunta es: ¿están los franceses dispuestos a hacer lo necesario para revertir esa decadencia o harán de Sarkozy otra oportunidad perdida?
Matthew Parris, uno de los mejores analistas británicos, piensa que Francia no está preparada para Sarkozy. En un reciente artículo publicado en el “Times” de Londres, escribió que, a pesar de su frustración por el estancamiento económico, el desempleo, los ghettos sociales que bullen alrededor de las grandes ciudades y la proliferación de bandas juveniles, los franceses no están listos para el “salto emocional” que supone reformar un sistema bajo el cual los ciudadanos están acostumbrados a depender del Estado antes que de sí mismos.
“No creo que Francia esté preparada”, sostiene Parris. “No olfateo en el ambiente de la Francia profunda (aunque sí empiezo a hacerlo en el urbano París) ese sensación palpable de haber llegado al final del camino. Los cambios que Francia deberá abrazar serán traumáticos. El dolor será intenso…Nosotros, los británicos, lo descubrimos con la llegada del thatcherismo. Pero aun en la hora más baja del primer mandato de Thatcher…casi nunca se oyó que alguien propusiera regresar al pasado. En 1979, teníamos la sensación de haber quemado las naves detrás nuestro, y de haberlo querido así”.
¿Por qué debe importar al resto del mundo el que Francia esté o no preparada para dar un bandazo? Porque la Unión Europea no alcanzará la madurez política mientras Francia, su símbolo, no revierta el declive. En una generación, ese país ha pasado de ser uno de los ocho más prósperos del mundo a ocupar el puesto diecisiete; su deuda pública se ha quintuplicado desde 1980. Es cierto: muchos países europeos han modernizado sus instituciones sin esperar a Francia. Pero, junto con Alemania, Francia ha impedido que la Unión Europea juegue el papel internacional que estaba llamada a jugar. El resultado ha sido el rol desproporcionado que ha jugado Estados Unidos entre las naciones libres del Occidente tanto desde el punto de vista político como desde el económico, algo que empieza a notarse más ahora que la primera potencia parece entrar en un período de desaceleración.
En la Francia de hoy, Sarkozy es un líder más promisorio que cualquier otro de la derecha o la izquierda. A pesar de sus sombras –delata algunas tentaciones populistas de tanto en tanto—, este hijo de inmigrante húngaro es lo bastante joven y cosmopolita como para entender que Francia debe poner punto final a la mentalidad que la ha gobernado en décadas recientes. Es una mentalidad que se compone esencialmente de dos cosas: el nacionalismo “gaullista” con el que Giscard d’ Estaing y Jacques Chirac, antecesores de Sarkozy en el mando de la derecha, se sintieron tan a gusto, y el socialismo que desvirtuó la revuelta estudiantil de mayo de 1968, convirtiendo lo que empezó como una explosión de sentimiento libertario en una dependencia conformista con respecto al Estado protector para la solución de los padecimientos sociales.
¿Ha sido una elección antes de tiempo, como piensa Parris? No lo sé, pero las probabilidades apuntan en dirección a su pesimismo.
Es difícil adivinar si un país está preparado para el cambio porque mucho depende de la capacidad del líder para transformar la mentalidad prevaleciente y de si los resultados iniciales logran generar una masa crítica de apoyo a la continuidad de las reformas. En 1970, Ted Heath, el nuevo Primer Ministro británico, intentó una reforma y fracasó. Nueve años más tarde, Thatcher intentó otra vez de un modo más enérgico e integral, y lo logró. En 1995, Chirac prometió despertar a los franceses de su autocomplacencia. Ensayó unas muy tímidas reformas pero pronto dio marcha atrás porque su país no estaba preparado. Lo intentó de nuevo once años más tarde a través de su Primer Ministro, Dominique de Villepin, y de nuevo fracasó.
Es difícil saber cuántos de los votantes de Sarkozy—53 por ciento del electorado en la segunda vuelta—votaron por una reforma estructural y cuántos votaron simplemente por la “ley y el orden”, o en contra de la permisividad con la que tienden a asociar al socialismo. Sospecho que el segundo grupo supera al primero.
Lo que ese segundo grupo ignora todavía es que, en la Francia de hoy, la reforma estructural es la condición previa para el imperio de la ley y el orden. Lo que ha causado la decadencia moral que tanto parece asustar a los votantes franceses es, precisamente, el sistema sofocante que, a despecho del éxito que han tenido algunas grandes empresas galas, hace que los franceses trabajen muy poco y se quejen demasiado.
©2007, The Washington Post Writers Group.
¿Está Francia preparada para Sarkozy?
Washington, DC—El problema no es Nicolás Sarkozy, flamante Presidente electo de Francia. El problema es el país que lo ha elegido. Sarkozy sabe lo que hay que hacer para rescatar a Francia de la ilusión socialista en la cual lleva viviendo demasiado tiempo bajo gobiernos tanto de izquierda como de derecha, y de la mentalidad nacionalista que explica gran parte de su declive. Pero la pregunta es: ¿están los franceses dispuestos a hacer lo necesario para revertir esa decadencia o harán de Sarkozy otra oportunidad perdida?
Matthew Parris, uno de los mejores analistas británicos, piensa que Francia no está preparada para Sarkozy. En un reciente artículo publicado en el “Times” de Londres, escribió que, a pesar de su frustración por el estancamiento económico, el desempleo, los ghettos sociales que bullen alrededor de las grandes ciudades y la proliferación de bandas juveniles, los franceses no están listos para el “salto emocional” que supone reformar un sistema bajo el cual los ciudadanos están acostumbrados a depender del Estado antes que de sí mismos.
“No creo que Francia esté preparada”, sostiene Parris. “No olfateo en el ambiente de la Francia profunda (aunque sí empiezo a hacerlo en el urbano París) ese sensación palpable de haber llegado al final del camino. Los cambios que Francia deberá abrazar serán traumáticos. El dolor será intenso…Nosotros, los británicos, lo descubrimos con la llegada del thatcherismo. Pero aun en la hora más baja del primer mandato de Thatcher…casi nunca se oyó que alguien propusiera regresar al pasado. En 1979, teníamos la sensación de haber quemado las naves detrás nuestro, y de haberlo querido así”.
¿Por qué debe importar al resto del mundo el que Francia esté o no preparada para dar un bandazo? Porque la Unión Europea no alcanzará la madurez política mientras Francia, su símbolo, no revierta el declive. En una generación, ese país ha pasado de ser uno de los ocho más prósperos del mundo a ocupar el puesto diecisiete; su deuda pública se ha quintuplicado desde 1980. Es cierto: muchos países europeos han modernizado sus instituciones sin esperar a Francia. Pero, junto con Alemania, Francia ha impedido que la Unión Europea juegue el papel internacional que estaba llamada a jugar. El resultado ha sido el rol desproporcionado que ha jugado Estados Unidos entre las naciones libres del Occidente tanto desde el punto de vista político como desde el económico, algo que empieza a notarse más ahora que la primera potencia parece entrar en un período de desaceleración.
En la Francia de hoy, Sarkozy es un líder más promisorio que cualquier otro de la derecha o la izquierda. A pesar de sus sombras –delata algunas tentaciones populistas de tanto en tanto—, este hijo de inmigrante húngaro es lo bastante joven y cosmopolita como para entender que Francia debe poner punto final a la mentalidad que la ha gobernado en décadas recientes. Es una mentalidad que se compone esencialmente de dos cosas: el nacionalismo “gaullista” con el que Giscard d’ Estaing y Jacques Chirac, antecesores de Sarkozy en el mando de la derecha, se sintieron tan a gusto, y el socialismo que desvirtuó la revuelta estudiantil de mayo de 1968, convirtiendo lo que empezó como una explosión de sentimiento libertario en una dependencia conformista con respecto al Estado protector para la solución de los padecimientos sociales.
¿Ha sido una elección antes de tiempo, como piensa Parris? No lo sé, pero las probabilidades apuntan en dirección a su pesimismo.
Es difícil adivinar si un país está preparado para el cambio porque mucho depende de la capacidad del líder para transformar la mentalidad prevaleciente y de si los resultados iniciales logran generar una masa crítica de apoyo a la continuidad de las reformas. En 1970, Ted Heath, el nuevo Primer Ministro británico, intentó una reforma y fracasó. Nueve años más tarde, Thatcher intentó otra vez de un modo más enérgico e integral, y lo logró. En 1995, Chirac prometió despertar a los franceses de su autocomplacencia. Ensayó unas muy tímidas reformas pero pronto dio marcha atrás porque su país no estaba preparado. Lo intentó de nuevo once años más tarde a través de su Primer Ministro, Dominique de Villepin, y de nuevo fracasó.
Es difícil saber cuántos de los votantes de Sarkozy—53 por ciento del electorado en la segunda vuelta—votaron por una reforma estructural y cuántos votaron simplemente por la “ley y el orden”, o en contra de la permisividad con la que tienden a asociar al socialismo. Sospecho que el segundo grupo supera al primero.
Lo que ese segundo grupo ignora todavía es que, en la Francia de hoy, la reforma estructural es la condición previa para el imperio de la ley y el orden. Lo que ha causado la decadencia moral que tanto parece asustar a los votantes franceses es, precisamente, el sistema sofocante que, a despecho del éxito que han tenido algunas grandes empresas galas, hace que los franceses trabajen muy poco y se quejen demasiado.
©2007, The Washington Post Writers Group.
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