Frente a la oposición mundial y la creciente desaprobación interna respecto de la prisa de la administración Bush por ir a la guerra, el Presidente ha lanzado una nueva ofensiva de relaciones públicas para convencer al mundo exterior y al pueblo estadounidense de que nada puede detener a los Estados Unidos de realizar su inminente conquista militar de Irak. En las apariciones públicas, el Comandante en Jefe ha exhibido siempre mucha impaciencia no sólo con las acciones del régimen Iraquí sino también con cualquiera que cuestione su política sobre la guerra. Repitiendo meramente las trilladas declaraciones de que Saddam ha tratado con brutalidad a su propio pueblo y “no se ha desarmado,” el Presidente Bush no ha añadido nada sustancial al argumento de su administración para ir a la guerra. En cambio, se ha vuelto petulante cuando se le solicita que explique, por ejemplo, por qué esta tan furiosamente empeñado en la acción militar contra Irak, mientras se encuentra tan serenamente satisfecho de permitirle a la diplomacia continuar indefinidamente resolviendo la más seria amenaza planteada por el régimen bárbaro de Corea del Norte.
Ningunos de los principales países europeos, salvo Gran Bretaña, desean tener algo que ver en una guerra de EE.UU. contra Irak, e incluso el gobierno de Tony Blair, habitualmente servil a los deseos de los EE.UU., ha expresado recientemente su preferencia de permitirle continuar a las inspecciones en Irak, quizás por meses, antes de decidir si lanzar una invasión. El pueblo británico, continúa oponiéndose de forma aplastante a la guerra, lo que debería darles a los caciques laboristas razones para meditar mientras contemplan las repercusiones que su actual belicosidad puede tener sobre sus candidatos en las próximas elecciones.
En el Oriente Medio, la oposición es, de manera similar, casi unánime. Incluso los turcos, que normalmente se dejan comprar por poco, esta vez se están manteniendo en sus trece, temerosos no solamente del daño que una guerra provocará sino también de la espina kurda en su blando bajo vientre sureño, a la cual una guerra puede activar substancialmente. Los emiratos del Golfo toman al dinero de EE.UU. y corren, por supuesto, conscientes de que, en vista de la armada estadounidense apostada costa afuera, no tienen ninguna buena alternativa. Los sauditas continúan intentando evitar una guerra pero, colocados en una posición insostenible por las presiones diplomáticas y económicas de los EE.UU., han concedido renuentemente un mínimo de cooperación. Solamente Israel respalda el “Dios te bendiga” de los Estados Unidos en su ataque contra Irak.
Esta pauta puede otorgar a los estadounidenses una razón para repensar la política de la administración Bush. El Presidente sostiene que el régimen de Irak plantea una amenaza grave e inminente. Sí es así, ¿por qué los países que enfrentan la supuesta amenaza en un nivel más próximo no exteriorizan ningún temor a la acción iraquí en su contra? Y si sólo Israel está alentando esta guerra, ¿qué puede ese hecho sugerir? Bien podríamos suponer que la actual política de guerra de EE.UU. constituye otro caso del perro estadounidense que es meneado por la cola de su protectorado israelí. De ser así, ¿el pueblo estadounidense realmente lo desea?
Por muchos meses, los funcionarios de la administración han continuado efectuando los mismos reclamos sobre los programas iraquíes para producir y desplegar supuestas armas de destrucción masiva, pero pese a ello han rechazado constantemente acreditar evidencia concreta para mantener sus acusaciones. Incluso, después de que los inspectores de la ONU retornaran a Irak, los Estados Unidos rehusaron poner a su disposición su información de inteligencia. ¿Es realmente más importante preservar los detalles de las fuentes de inteligencia gubernamental que evitar la guerra asistiendo a los inspectores en la localización y destrucción de las supuestas armas iraquíes, de las materias primas, y de las instalaciones de producción? Si el gobierno de EE.UU. en verdad sabe que tales cosas existen en Irak, ¿qué es tan complicado respecto de simplemente decirles a los inspectores dónde encontrarlas? No todas las armas señaladas pueden ser trasladadas lejos en camiones mientras los inspectores se aproximan. En una consideración más cercana, una empieza a sospechar que de hecho los fantasmas del gobierno de EE.UU. no tienen la información que demandan poseer. Tal vez su conocimiento consiste en poco más que dispersos y no confiables informes e inferencias cuestionables, ligadas por un pegamento de prejuicios. Su inteligencia es quizás tan mala como ahora se ve que ha sido la inteligencia de EE.UU. sobre la URSS durante la Guerra Fría.
En cualquier caso, la recientemente exhibida impaciencia y no disimulada hostilidad por parte del Presidente le sienta mal a un líder que, gracias a la abdicación del Congreso, detenta la facultad de hacer la guerra y la paz. La guerra es una cuestión demasiado seria para ser decidida por alguien que carece de la inteligencia aguda y del juicio maduro para comprender completamente la situación y para sopesar sabiamente los pros y los contras de las políticas alternativas. George Bush no está haciendo nada para tranquilizar al público mostrando que posee lo que se precisa para ser un responsable conductor de política exterior.
Peor aun, parece estar actuando bajo la más grande influencia de los consejeros –Cheney, Rumsfeld, Wolfowitz, Perle, y su clase– que han estado largamente obsesionados con atacar a Irak, sin importar lo que Saddam pueda hacer para apaciguarlos y los cuales manifiestan una megalomanía por rehacer al Oriente Medio a su imagen y semejanza. Sus fantasías de transformar a Irak en una democracia liberal habitan a muchos años de distancia de cualquier realidad realizable: Irak carece de todos los ingredientes para hornear esa torta. Si los estadounidenses se permiten permanecer en Irak, gobernándolo directamente o con un régimen títere, pronto lamentarán el día en el que se hundieron en el atolladero rico en petróleo pero políticamente desesperanzado. Si los conquistadores de EE.UU. no pueden lidiar exitosamente siquiera con los clanes harapientos de Afganistán, no tendrán una oportunidad en la traicionera caldera étnica, religiosa, y política conocida como Irak.
En última instancia, el aspecto más preocupante del apuro actual de la administración a la guerra es su fracaso para tratar al asunto de la guerra y de la paz como la grave cuestión que es. La guerra consiste en muchos horrores, la mayoría de los cuales se derraman sobre partes totalmente inocentes. Nunca debe ser tomada a la ligera. De hecho, debe ser siempre emprendida solamente después que se haya agotado cada alternativa decente. Estamos lejos de agotar cada alternativa buena. Consentir más tiempo para que procedan las inspecciones, promete una relación costo-beneficio mucho mejor que yendo directamente a la guerra.
Que los Estados Unidos hayan desplegado ya veintenas de miles de tropas cerca de Irak, listas para lanzar un ataque, de ninguna manera justifica el proceder con ese ataque. El actuar sobre una asunción de “usémoslas o perdámoslas” no tiene ningún sentido. Mejor retirar a esas fuerzas que confiarlas a una guerra que podría haberse evitado fácilmente. Los hombres y mujeres en las fuerzas armadas de EE.UU. merecen ciertamente ser mantenidos lejos de la posibilidad de ser lastimados, a menos que exista un motivo totalmente convincente para poner sus vidas en riesgo. Ni los incontables civiles iraquíes que sufrirán en cualquier guerra merecen el daño que un ataque de EE.UU. les traerá. El ciudadano iraquí común no es el régimen iraquí. Ningún cálculo moralmente defendible puede justificar el matar a esas desgraciadas personas—conscriptos militares así como civiles—sólo porque la administración del Bush abriga una animosidad hacia Saddam Hussein y sus subalternos.
Pese a lo que el Presidente Bush alega, el tiempo está de nuestra parte, no de la de Saddam. Tenemos el dominio en cada alternativa. No es una respuesta catalogar en qué medida, bajo una multitud de condiciones no observadas aun y no proclives a ser observadas pronto, el régimen Iraquí podría dañar algún día seriamente al pueblo estadounidense aquí en nuestro propio territorio. La justificación de la guerra requiere que hagamos frente a una amenaza definida, inmediata y grave, y la administración no ha adelantado ninguna evidencia de que Irak represente tal amenaza para nosotros. En las actuales circunstancias, entonces, un ataque de EE.UU. en Irak constituiría un claro y completamente injustificado acto de agresión. No debemos tolerar a un gobierno que comete tales actos en nuestro nombre.
Traducido por Gabriel Gasave
¿Por qué el apuro por la guerra?
Frente a la oposición mundial y la creciente desaprobación interna respecto de la prisa de la administración Bush por ir a la guerra, el Presidente ha lanzado una nueva ofensiva de relaciones públicas para convencer al mundo exterior y al pueblo estadounidense de que nada puede detener a los Estados Unidos de realizar su inminente conquista militar de Irak. En las apariciones públicas, el Comandante en Jefe ha exhibido siempre mucha impaciencia no sólo con las acciones del régimen Iraquí sino también con cualquiera que cuestione su política sobre la guerra. Repitiendo meramente las trilladas declaraciones de que Saddam ha tratado con brutalidad a su propio pueblo y “no se ha desarmado,” el Presidente Bush no ha añadido nada sustancial al argumento de su administración para ir a la guerra. En cambio, se ha vuelto petulante cuando se le solicita que explique, por ejemplo, por qué esta tan furiosamente empeñado en la acción militar contra Irak, mientras se encuentra tan serenamente satisfecho de permitirle a la diplomacia continuar indefinidamente resolviendo la más seria amenaza planteada por el régimen bárbaro de Corea del Norte.
Ningunos de los principales países europeos, salvo Gran Bretaña, desean tener algo que ver en una guerra de EE.UU. contra Irak, e incluso el gobierno de Tony Blair, habitualmente servil a los deseos de los EE.UU., ha expresado recientemente su preferencia de permitirle continuar a las inspecciones en Irak, quizás por meses, antes de decidir si lanzar una invasión. El pueblo británico, continúa oponiéndose de forma aplastante a la guerra, lo que debería darles a los caciques laboristas razones para meditar mientras contemplan las repercusiones que su actual belicosidad puede tener sobre sus candidatos en las próximas elecciones.
En el Oriente Medio, la oposición es, de manera similar, casi unánime. Incluso los turcos, que normalmente se dejan comprar por poco, esta vez se están manteniendo en sus trece, temerosos no solamente del daño que una guerra provocará sino también de la espina kurda en su blando bajo vientre sureño, a la cual una guerra puede activar substancialmente. Los emiratos del Golfo toman al dinero de EE.UU. y corren, por supuesto, conscientes de que, en vista de la armada estadounidense apostada costa afuera, no tienen ninguna buena alternativa. Los sauditas continúan intentando evitar una guerra pero, colocados en una posición insostenible por las presiones diplomáticas y económicas de los EE.UU., han concedido renuentemente un mínimo de cooperación. Solamente Israel respalda el “Dios te bendiga” de los Estados Unidos en su ataque contra Irak.
Esta pauta puede otorgar a los estadounidenses una razón para repensar la política de la administración Bush. El Presidente sostiene que el régimen de Irak plantea una amenaza grave e inminente. Sí es así, ¿por qué los países que enfrentan la supuesta amenaza en un nivel más próximo no exteriorizan ningún temor a la acción iraquí en su contra? Y si sólo Israel está alentando esta guerra, ¿qué puede ese hecho sugerir? Bien podríamos suponer que la actual política de guerra de EE.UU. constituye otro caso del perro estadounidense que es meneado por la cola de su protectorado israelí. De ser así, ¿el pueblo estadounidense realmente lo desea?
Por muchos meses, los funcionarios de la administración han continuado efectuando los mismos reclamos sobre los programas iraquíes para producir y desplegar supuestas armas de destrucción masiva, pero pese a ello han rechazado constantemente acreditar evidencia concreta para mantener sus acusaciones. Incluso, después de que los inspectores de la ONU retornaran a Irak, los Estados Unidos rehusaron poner a su disposición su información de inteligencia. ¿Es realmente más importante preservar los detalles de las fuentes de inteligencia gubernamental que evitar la guerra asistiendo a los inspectores en la localización y destrucción de las supuestas armas iraquíes, de las materias primas, y de las instalaciones de producción? Si el gobierno de EE.UU. en verdad sabe que tales cosas existen en Irak, ¿qué es tan complicado respecto de simplemente decirles a los inspectores dónde encontrarlas? No todas las armas señaladas pueden ser trasladadas lejos en camiones mientras los inspectores se aproximan. En una consideración más cercana, una empieza a sospechar que de hecho los fantasmas del gobierno de EE.UU. no tienen la información que demandan poseer. Tal vez su conocimiento consiste en poco más que dispersos y no confiables informes e inferencias cuestionables, ligadas por un pegamento de prejuicios. Su inteligencia es quizás tan mala como ahora se ve que ha sido la inteligencia de EE.UU. sobre la URSS durante la Guerra Fría.
En cualquier caso, la recientemente exhibida impaciencia y no disimulada hostilidad por parte del Presidente le sienta mal a un líder que, gracias a la abdicación del Congreso, detenta la facultad de hacer la guerra y la paz. La guerra es una cuestión demasiado seria para ser decidida por alguien que carece de la inteligencia aguda y del juicio maduro para comprender completamente la situación y para sopesar sabiamente los pros y los contras de las políticas alternativas. George Bush no está haciendo nada para tranquilizar al público mostrando que posee lo que se precisa para ser un responsable conductor de política exterior.
Peor aun, parece estar actuando bajo la más grande influencia de los consejeros –Cheney, Rumsfeld, Wolfowitz, Perle, y su clase– que han estado largamente obsesionados con atacar a Irak, sin importar lo que Saddam pueda hacer para apaciguarlos y los cuales manifiestan una megalomanía por rehacer al Oriente Medio a su imagen y semejanza. Sus fantasías de transformar a Irak en una democracia liberal habitan a muchos años de distancia de cualquier realidad realizable: Irak carece de todos los ingredientes para hornear esa torta. Si los estadounidenses se permiten permanecer en Irak, gobernándolo directamente o con un régimen títere, pronto lamentarán el día en el que se hundieron en el atolladero rico en petróleo pero políticamente desesperanzado. Si los conquistadores de EE.UU. no pueden lidiar exitosamente siquiera con los clanes harapientos de Afganistán, no tendrán una oportunidad en la traicionera caldera étnica, religiosa, y política conocida como Irak.
En última instancia, el aspecto más preocupante del apuro actual de la administración a la guerra es su fracaso para tratar al asunto de la guerra y de la paz como la grave cuestión que es. La guerra consiste en muchos horrores, la mayoría de los cuales se derraman sobre partes totalmente inocentes. Nunca debe ser tomada a la ligera. De hecho, debe ser siempre emprendida solamente después que se haya agotado cada alternativa decente. Estamos lejos de agotar cada alternativa buena. Consentir más tiempo para que procedan las inspecciones, promete una relación costo-beneficio mucho mejor que yendo directamente a la guerra.
Que los Estados Unidos hayan desplegado ya veintenas de miles de tropas cerca de Irak, listas para lanzar un ataque, de ninguna manera justifica el proceder con ese ataque. El actuar sobre una asunción de “usémoslas o perdámoslas” no tiene ningún sentido. Mejor retirar a esas fuerzas que confiarlas a una guerra que podría haberse evitado fácilmente. Los hombres y mujeres en las fuerzas armadas de EE.UU. merecen ciertamente ser mantenidos lejos de la posibilidad de ser lastimados, a menos que exista un motivo totalmente convincente para poner sus vidas en riesgo. Ni los incontables civiles iraquíes que sufrirán en cualquier guerra merecen el daño que un ataque de EE.UU. les traerá. El ciudadano iraquí común no es el régimen iraquí. Ningún cálculo moralmente defendible puede justificar el matar a esas desgraciadas personas—conscriptos militares así como civiles—sólo porque la administración del Bush abriga una animosidad hacia Saddam Hussein y sus subalternos.
Pese a lo que el Presidente Bush alega, el tiempo está de nuestra parte, no de la de Saddam. Tenemos el dominio en cada alternativa. No es una respuesta catalogar en qué medida, bajo una multitud de condiciones no observadas aun y no proclives a ser observadas pronto, el régimen Iraquí podría dañar algún día seriamente al pueblo estadounidense aquí en nuestro propio territorio. La justificación de la guerra requiere que hagamos frente a una amenaza definida, inmediata y grave, y la administración no ha adelantado ninguna evidencia de que Irak represente tal amenaza para nosotros. En las actuales circunstancias, entonces, un ataque de EE.UU. en Irak constituiría un claro y completamente injustificado acto de agresión. No debemos tolerar a un gobierno que comete tales actos en nuestro nombre.
Traducido por Gabriel Gasave
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