Washington, DC—A los hechos históricos se los juzga mejor a la distancia, cuando el ojo puede apreciar el lienzo completo. Pero teniendo en cuenta la confusión que rodea a la caída del Muro de Berlín, lo que llama la atención del vigésimo aniversario de los sucesos del 9 de noviembre de 1989 no es cuánto sino qué poco tiempo ha pasado para países que aún sufren el totalitarismo.
Muchas personas, jóvenes o venerables, adoptan frente a aquellas jornadas una actitud displicente. Se oyen expresiones como «destinada a suceder», «aplastada por su propio peso», «implosión» o «insostenible» en referencia al fin del imperio soviético, simbolizado en el anuncio, aquel fatídico día, de Günter Schabowski, burócrata germano oriental encargado de la propaganda, de que los berlineses del Este eran libres de cruzar al otro lado. Si gran parte de la “intelligentsia” mundial pensaba que el triunfo del socialismo era indetenible antes de que fuera detenido, hoy sus pares desestiman por “predecible” la importancia de aquellos eventos para concentrar la mente, qué conveniente, en el verdadero enemigo: el capitalismo.
Pero no había nada inevitable respecto del Muro de Berlín. En ese momento, la línea dura todavía controlaba Checoslovaquia, Rumanía y, por supuesto, la propia Alemania Oriental, donde Egon Krenz, quien había destituido a Erich Honecker, había asumido el poder con el fin de sofocar las protestas. Es cierto: Mijail Gorbachov había generado una onda expansiva a lo largo del imperio con su “perestroika” y su «glasnost», y había emitido señales a los gobiernos comunistas de que ya no podían depender de la intervención de Moscú. Pero las fuerzas reaccionarias eran poderosas incluso dentro de la URSS, como lo demostró el golpe de Estado contra Gorbachov dos años más tarde. Una asonada que probablemente habría tenido éxito si Boris Yeltsin no lo hubiese desafiado con tanta pugnacidad.
Es cierto que el imperio soviético era un fracaso económico. Pero siempre lo había sido: la Unión Soviética había sobrevivido gracias a un Estado policial casi perfecto y una maquinaria militar que absorbía la cuarta parte de la producción económica. Esas estructuras podrían haber seguido suprimiendo cualquier forma de descontento popular si no fuera porque ciertos actores se negaron a actuar de ese modo en los momentos clave. Por otra parte, Alemania Oriental era menos atrasada que la Unión Soviética. Como lo sugiere Michael Meyer en un reciente libro (“The Year That Changed the World”), lo que eventualmente suscitó en muchos alemanes del Este el deseo de actuar no fue tanto la privación económica sino las desesperantes imágenes de la cornucopia capitalista irradiadas por la televisión de Alemania Occidental cada noche.
Los responsables del 9 de noviembre de 1989 fueron personas comunes y no tan comunes que tomaron decisiones conscientes y aprovecharon circunstancias que ciertos dirigentes contribuyeron a moldear. La historia no los hizo a ellos, son ellos los que hicieron historia. A propósito: que Margaret Thatcher, inspiración de tantos ciudadanos detrás del Telón de Acero, fuera apenas mencionada en una reciente conmemoración con presencia de Mikhail Gorbachov, George H.W. Bush y Helmut Kohl en Berlín nos dice que el mundo da por sentado y natural lo sucedido hace veinte años.
El aniversario nos recuerda que las grandes lecciones de 1989 han eludido a los rusos. En un abrir y cerrar los ojos, ese país pasó del totalitarismo a una autocracia nostálgica de los Romanov. Como escribió hace poco Tony Brenton, antiguo embajador británico en Moscú, en el “Times” de Londres, el fracaso de la transición rusa al Estado de Derecho y la economía de mercado se debió a que «no existían instituciones, normas, hábitos para evitar que los inescrupulosos se apoderasen de todo lo que podían». Se podría añadir que una serie de humillaciones en materia de política exterior –ver a una OTAN ampliada y a Kosovo alejada del control serbio, entre otras— alimentaron a la frustración nacionalista que abrió las puertas a Putin y sus compinches.
¿Cómo ha reaccionado el mundo? Irónicamente, Alemania, cuya reunificación era tan temida por Thatcher y Francois Mitterrand (el segundo la aceptó tardíamente, la primera nunca lo hizo), no sólo ha evitado pisar fuerte en la escena internacional: ha apoyado con firmeza la nueva proyección autoritaria de Rusia en política exterior pese a que el Kremlin ha utilizado el terror estatal contra Chechenia, aplastado a Georgia y chantajeado a Ucrania (y la Unión Europea), cerrando el suministro de gas para obtener concesiones políticas.
La caída del Muro de Berlín encuentra a millones de seres humanos bajo tiranías comunistas recalcitrantes que han desafiado la «inevitabilidad» histórica de la desaparición del totalitarismo. A los habitantes de Cuba, Corea del Norte, Laos y Camboya, para no hablar de China y Vietnam, donde la nomenclatura sigue siendo comunista pero la bestia es de naturaleza muy diferente, les debemos, por lo menos, echar una mirada fresca al 9 de noviembre de 1989.
(c) 2009, The Washington Post Writers Group
20 años después
Washington, DC—A los hechos históricos se los juzga mejor a la distancia, cuando el ojo puede apreciar el lienzo completo. Pero teniendo en cuenta la confusión que rodea a la caída del Muro de Berlín, lo que llama la atención del vigésimo aniversario de los sucesos del 9 de noviembre de 1989 no es cuánto sino qué poco tiempo ha pasado para países que aún sufren el totalitarismo.
Muchas personas, jóvenes o venerables, adoptan frente a aquellas jornadas una actitud displicente. Se oyen expresiones como «destinada a suceder», «aplastada por su propio peso», «implosión» o «insostenible» en referencia al fin del imperio soviético, simbolizado en el anuncio, aquel fatídico día, de Günter Schabowski, burócrata germano oriental encargado de la propaganda, de que los berlineses del Este eran libres de cruzar al otro lado. Si gran parte de la “intelligentsia” mundial pensaba que el triunfo del socialismo era indetenible antes de que fuera detenido, hoy sus pares desestiman por “predecible” la importancia de aquellos eventos para concentrar la mente, qué conveniente, en el verdadero enemigo: el capitalismo.
Pero no había nada inevitable respecto del Muro de Berlín. En ese momento, la línea dura todavía controlaba Checoslovaquia, Rumanía y, por supuesto, la propia Alemania Oriental, donde Egon Krenz, quien había destituido a Erich Honecker, había asumido el poder con el fin de sofocar las protestas. Es cierto: Mijail Gorbachov había generado una onda expansiva a lo largo del imperio con su “perestroika” y su «glasnost», y había emitido señales a los gobiernos comunistas de que ya no podían depender de la intervención de Moscú. Pero las fuerzas reaccionarias eran poderosas incluso dentro de la URSS, como lo demostró el golpe de Estado contra Gorbachov dos años más tarde. Una asonada que probablemente habría tenido éxito si Boris Yeltsin no lo hubiese desafiado con tanta pugnacidad.
Es cierto que el imperio soviético era un fracaso económico. Pero siempre lo había sido: la Unión Soviética había sobrevivido gracias a un Estado policial casi perfecto y una maquinaria militar que absorbía la cuarta parte de la producción económica. Esas estructuras podrían haber seguido suprimiendo cualquier forma de descontento popular si no fuera porque ciertos actores se negaron a actuar de ese modo en los momentos clave. Por otra parte, Alemania Oriental era menos atrasada que la Unión Soviética. Como lo sugiere Michael Meyer en un reciente libro (“The Year That Changed the World”), lo que eventualmente suscitó en muchos alemanes del Este el deseo de actuar no fue tanto la privación económica sino las desesperantes imágenes de la cornucopia capitalista irradiadas por la televisión de Alemania Occidental cada noche.
Los responsables del 9 de noviembre de 1989 fueron personas comunes y no tan comunes que tomaron decisiones conscientes y aprovecharon circunstancias que ciertos dirigentes contribuyeron a moldear. La historia no los hizo a ellos, son ellos los que hicieron historia. A propósito: que Margaret Thatcher, inspiración de tantos ciudadanos detrás del Telón de Acero, fuera apenas mencionada en una reciente conmemoración con presencia de Mikhail Gorbachov, George H.W. Bush y Helmut Kohl en Berlín nos dice que el mundo da por sentado y natural lo sucedido hace veinte años.
El aniversario nos recuerda que las grandes lecciones de 1989 han eludido a los rusos. En un abrir y cerrar los ojos, ese país pasó del totalitarismo a una autocracia nostálgica de los Romanov. Como escribió hace poco Tony Brenton, antiguo embajador británico en Moscú, en el “Times” de Londres, el fracaso de la transición rusa al Estado de Derecho y la economía de mercado se debió a que «no existían instituciones, normas, hábitos para evitar que los inescrupulosos se apoderasen de todo lo que podían». Se podría añadir que una serie de humillaciones en materia de política exterior –ver a una OTAN ampliada y a Kosovo alejada del control serbio, entre otras— alimentaron a la frustración nacionalista que abrió las puertas a Putin y sus compinches.
¿Cómo ha reaccionado el mundo? Irónicamente, Alemania, cuya reunificación era tan temida por Thatcher y Francois Mitterrand (el segundo la aceptó tardíamente, la primera nunca lo hizo), no sólo ha evitado pisar fuerte en la escena internacional: ha apoyado con firmeza la nueva proyección autoritaria de Rusia en política exterior pese a que el Kremlin ha utilizado el terror estatal contra Chechenia, aplastado a Georgia y chantajeado a Ucrania (y la Unión Europea), cerrando el suministro de gas para obtener concesiones políticas.
La caída del Muro de Berlín encuentra a millones de seres humanos bajo tiranías comunistas recalcitrantes que han desafiado la «inevitabilidad» histórica de la desaparición del totalitarismo. A los habitantes de Cuba, Corea del Norte, Laos y Camboya, para no hablar de China y Vietnam, donde la nomenclatura sigue siendo comunista pero la bestia es de naturaleza muy diferente, les debemos, por lo menos, echar una mirada fresca al 9 de noviembre de 1989.
(c) 2009, The Washington Post Writers Group
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