Sao Paulo—Muchos latinoamericanos lamentan que el viaje del Presidente Obama a la región fuese opacado por los acontecimientos en Libia y Japón, y que el visitante no hiciera ningún anuncio grandioso. Se equivocan.
Las relaciones entre los países son mejores cuando son serias, están lejos de los titulares y parecen menos urgentes que los asuntos que excitan a los periodistas. Señales, todos ellos, de madurez y previsibilidad. En el caso de América Latina, es también un síntoma de lo poco que el ostensible despegue político y económico de la región (con algunas excepciones) debe a las políticas de potencias extranjeras. El progreso ha ocurrido fuera de los radares de un mundo que no le ha puesto mucho interés a América Latina.
Había rumores de que Obama lanzaría una gran iniciativa hemisférica, remedando el Programa de Cuatro Puntos de Harry Truman o la Alianza Para el Progreso de John Kennedy. Cualquier cosa que se pareciera a eso habría sido contraproducente, en el caso surrealista de que Estados Unidos, abrumado por los déficits y la deuda, hubiese encontrado el dinero. Ya es para Washington una odisea conseguir los 15 mil millones de dólares destinados cada año al aspecto represivo de la guerra contra las drogas, que, según confesión del zar antidrogas norteamericano el año pasado, “no ha sido exitosa”. En cualquier caso, la ayuda exterior y la cooperación internacional han tenido poco que ver con la efusión emprendedora que está detrás de la reducción de la pobreza latinoamericana a un tercio de la población en esta última década. Los recientes progresos del hemisferio occidental no han necesitado iniciativa paternalista alguna.
Las cosas que realmente importan se están produciendo en la base social y en las clases medias. Los latinoamericanos están comerciando como nunca antes, algo que los exportadores estadounidenses conocen muy bien ya que sus exportaciones a esa región están creciendo más rápido que el comercio de Estados Unidos con cualquier otra parte del mundo. Y aunque Estados Unidos exporta algo menos de tres veces más a América Latina que a China, la verdadera noticia es que la globalización ha ampliado inmensamente el espectro de socios comerciales y fuentes de capital de América Latina. China ya es el socio número uno de Brasil y Chile, mientras que Colombia, abandonando la esperanza de que Washington ratifique el Tratado de Libre Comercio suscrito entre ambos países hace cinco años, se ha abrazado a la economía china con tanta fuerza que ya se elaboran planes para una alternativa ferroviaria al Canal de Panamá (para horror de Washington.)
Nada de esto significa que América Latina puede darse el lujo de ignorar a Estados Unidos como Estados Unidos ha tendido a ignorarla a ella, salvo en cuestiones de seguridad. Por ello, los esfuerzos de Dilma Rousseff en Brasil para revertir la infantil política exterior antiamericana de su predecesor son bienvenidos. Mientras que Lula da Silva se las arregló otra vez para quedar como mezquino (boicoteó un almuerzo con Obama), Rousseff ordenó a sus diplomáticos votar en contra de Irán en el Consejo de Derechos Humanos de la ONU. Si Brasil realmente pretende tener un asiento permanente en el Consejo de Seguridad, este tipo de comportamiento responsable le servirá mucho más que cortejar a Mahmoud Ahmadinejad y a bufones semejantes. Fue también alentador ver al Presidente salvadoreño Mauricio Funes enviar a Hugo Chávez un claro mensaje de que existe una nueva centro-izquierda en América Central para la cual las democracias liberales desarrolladas son socios más atractivos que la exangüe camarilla de populistas de izquierdas que él representa.
Fue apropiado que Obama diera su discurso a la región desde Chile. No sólo es Chile —política, económicamente— el país que está más cerca del desarrollo. Sebastián Piñera es además un buen intérprete de las tendencias actuales en América Latina y buen juez de los instintos de los actores principales de la zona. El peso relativamente pequeño de Chile por su tamaño no debería impedir a los líderes en Washington recurrir a él cuando necesiten entender mejor lo que está pasando. Su insistencia en que Estados Unidos ratifique los Tratados de Libre Comercio con Colombia y Panamá no debería caer en saco roto.
Los Presidentes estadounidenses deberían escoger siempre un mal momento para ir a América Latina, cuando algún suceso dramático al otro lado del planeta concentra su atención y la de los medios de comunicación en otro lugar. De esta manera, sólo tendrán tiempo para atender lo esencial durante sus visitas y renunciar a la tentación de lo grandioso. El cementerio de las relaciones entre Estados Unidos y América Latina está repleto de huesos grandiosos.
(c) 2011, The Washington Post Writers Group
América Latina: Obama sin drama
Sao Paulo—Muchos latinoamericanos lamentan que el viaje del Presidente Obama a la región fuese opacado por los acontecimientos en Libia y Japón, y que el visitante no hiciera ningún anuncio grandioso. Se equivocan.
Las relaciones entre los países son mejores cuando son serias, están lejos de los titulares y parecen menos urgentes que los asuntos que excitan a los periodistas. Señales, todos ellos, de madurez y previsibilidad. En el caso de América Latina, es también un síntoma de lo poco que el ostensible despegue político y económico de la región (con algunas excepciones) debe a las políticas de potencias extranjeras. El progreso ha ocurrido fuera de los radares de un mundo que no le ha puesto mucho interés a América Latina.
Había rumores de que Obama lanzaría una gran iniciativa hemisférica, remedando el Programa de Cuatro Puntos de Harry Truman o la Alianza Para el Progreso de John Kennedy. Cualquier cosa que se pareciera a eso habría sido contraproducente, en el caso surrealista de que Estados Unidos, abrumado por los déficits y la deuda, hubiese encontrado el dinero. Ya es para Washington una odisea conseguir los 15 mil millones de dólares destinados cada año al aspecto represivo de la guerra contra las drogas, que, según confesión del zar antidrogas norteamericano el año pasado, “no ha sido exitosa”. En cualquier caso, la ayuda exterior y la cooperación internacional han tenido poco que ver con la efusión emprendedora que está detrás de la reducción de la pobreza latinoamericana a un tercio de la población en esta última década. Los recientes progresos del hemisferio occidental no han necesitado iniciativa paternalista alguna.
Las cosas que realmente importan se están produciendo en la base social y en las clases medias. Los latinoamericanos están comerciando como nunca antes, algo que los exportadores estadounidenses conocen muy bien ya que sus exportaciones a esa región están creciendo más rápido que el comercio de Estados Unidos con cualquier otra parte del mundo. Y aunque Estados Unidos exporta algo menos de tres veces más a América Latina que a China, la verdadera noticia es que la globalización ha ampliado inmensamente el espectro de socios comerciales y fuentes de capital de América Latina. China ya es el socio número uno de Brasil y Chile, mientras que Colombia, abandonando la esperanza de que Washington ratifique el Tratado de Libre Comercio suscrito entre ambos países hace cinco años, se ha abrazado a la economía china con tanta fuerza que ya se elaboran planes para una alternativa ferroviaria al Canal de Panamá (para horror de Washington.)
Nada de esto significa que América Latina puede darse el lujo de ignorar a Estados Unidos como Estados Unidos ha tendido a ignorarla a ella, salvo en cuestiones de seguridad. Por ello, los esfuerzos de Dilma Rousseff en Brasil para revertir la infantil política exterior antiamericana de su predecesor son bienvenidos. Mientras que Lula da Silva se las arregló otra vez para quedar como mezquino (boicoteó un almuerzo con Obama), Rousseff ordenó a sus diplomáticos votar en contra de Irán en el Consejo de Derechos Humanos de la ONU. Si Brasil realmente pretende tener un asiento permanente en el Consejo de Seguridad, este tipo de comportamiento responsable le servirá mucho más que cortejar a Mahmoud Ahmadinejad y a bufones semejantes. Fue también alentador ver al Presidente salvadoreño Mauricio Funes enviar a Hugo Chávez un claro mensaje de que existe una nueva centro-izquierda en América Central para la cual las democracias liberales desarrolladas son socios más atractivos que la exangüe camarilla de populistas de izquierdas que él representa.
Fue apropiado que Obama diera su discurso a la región desde Chile. No sólo es Chile —política, económicamente— el país que está más cerca del desarrollo. Sebastián Piñera es además un buen intérprete de las tendencias actuales en América Latina y buen juez de los instintos de los actores principales de la zona. El peso relativamente pequeño de Chile por su tamaño no debería impedir a los líderes en Washington recurrir a él cuando necesiten entender mejor lo que está pasando. Su insistencia en que Estados Unidos ratifique los Tratados de Libre Comercio con Colombia y Panamá no debería caer en saco roto.
Los Presidentes estadounidenses deberían escoger siempre un mal momento para ir a América Latina, cuando algún suceso dramático al otro lado del planeta concentra su atención y la de los medios de comunicación en otro lugar. De esta manera, sólo tendrán tiempo para atender lo esencial durante sus visitas y renunciar a la tentación de lo grandioso. El cementerio de las relaciones entre Estados Unidos y América Latina está repleto de huesos grandiosos.
(c) 2011, The Washington Post Writers Group
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