El presidente Bush ha fustigado a la presidenta de la Cámara de Representantes Nancy Pelosi por visitar Siria. En la opinión del presidente, compartida por otros, el gobierno de los EE.UU. debería hablar con una sola voz en el exterior. No obstante, esa opinión va en contra tanto del texto como del espíritu de la Constitución.
Antes del surgimiento de la presidencia imperial con posterioridad a la Segunda Guerra Mundial, las facultades entre las ramas del gobierno de los Estados Unidos se encontraban mucho más equilibradas—tal como la Constitución originalmente lo pretendía. En verdad, desconfiados de la propensión a librar guerras de los monarcas europeos con la sangre y tesoros de sus ciudadanos, los arquitectos de la Constitución en verdad otorgaron más facultades en materia de asuntos exteriores al Congreso que al presidente. Al Congreso le fue otorgado el poder de reglamentar el comercio con las naciones extranjeras, declarar la guerra, reclutar y sostener ejércitos, habilitar y mantener una armada, reglamentar a las fuerzas armadas, organizar, armar y disciplinar a la milicia, y convocarla para resistir invasiones.
En contraste, la Constitución otorgó al presidente tan solo dos facultades unilaterales en materia de asuntos exteriores: el jefe del ejecutivo era designado comandante en jefe de las fuerzas armadas y la milicia (estrechamente definido de modo tal de no implicar que el jefe del ejecutivo era el comandante en jefe de la nación), y le estaba permitido recibir a los embajadores y ministros extranjeros. Al presidente se le permitía celebrar tratados con las naciones extranjeras y nominar a los embajadores y a los altos funcionarios de la política exterior estadounidense, pero estas acciones estaban ambas sujetas a la aprobación parlamentaria con una mayoría abrumadoramente grande de dos tercios de los votos. Claramente, los creadores de la Constitución deseaban que el Congreso fuese la rama dominante en la política exterior, así como con la mayor parte de los demás aspectos del gobierno.
Hoy día, todos los políticos rinden culto a la Constitución de manera retórica, mientras consienten su permanente distorsión. Recaen en los comentarios no–vinculantes o “dichos al pasar” del Juez de la Corte Suprema George Sutherland, quien sostuvo en su opinión mayoritaria en el caso de 1936 United States c. Curtiss–Wright que el presidente posee “la facultad plenaria y exclusiva…como el único órgano del gobierno federal en el campo de las relaciones internacionales”. Este punto de vista expansivo del poder presidencial durante las épocas de guerra no podría estar más alejado de la intención de los artífices de la Constitución.
De hecho, los padres fundadores sin duda alguna habían advertido que los belicosos monarcas europeos de esa época eran los únicos proveedores de la política exterior de sus naciones—el mismo problema que los diseñadores de la Constitución intentaron resolver con la separación constitucional de los poderes.
Curiosamente, no obstante que la expansión del poder ejecutivo en materia de política exterior no ha servido bien a la nación, a menudo tiene el efecto nada lógico de servir a los intereses del Congreso. Si el presidente se encuentra siempre a cargo de la política exterior de los Estados Unidos, los miembros del Congreso pueden eludir la responsabilidad por los temas difíciles que podrían plantear riesgos a su objetivo supremo—conseguir ser reelectos. Por ejemplo, al permitir a los presidentes pelear incluso en conflictos importantes sin las declaraciones de guerra constitucionalmente exigidas—un fenómeno que comenzó cuando Harry Truman olvidó, con un guiño y asentimiento parlamentario, obtener la aprobación para la Guerra de Corea—el Congreso convenientemente arroja a la responsabilidad por la guerra al regazo del presidente. Los fundadores estarían horrorizados ante la erosión de un pilar fundamental de su sistema de controles y equilibrios.
Para cumplir con su responsabilidad constitucional como un contralor del presidente, los miembros del Congreso tienen la responsabilidad de estar fuertemente involucrados en la política exterior de los Estados Unidos. En vez de condenar públicamente a la presidenta de la Cámara Pelosi por poner en práctica a la hasta ahora languideciente recomendación del bipartidista Grupo de Estudio sobre Irak (ISG es su sigla en inglés) de realmente conversar con Siria para resolver cuestiones bilaterales, el presidente debería alegrarse de que alguien en el gobierno estadounidense esté deseoso de asumir riesgos con uno de los principales adversarios de los Estados Unidos en la región.
En verdad, mientras se encontraba allí, Pelosi debería haber pasado por Teherán para ver sí una negociación podría haber ayudado también con la problemática relación estadounidense-iraní.
Traducido por Gabriel Gasave
Aplausos para la visita de Nancy Pelosi a Siria
El presidente Bush ha fustigado a la presidenta de la Cámara de Representantes Nancy Pelosi por visitar Siria. En la opinión del presidente, compartida por otros, el gobierno de los EE.UU. debería hablar con una sola voz en el exterior. No obstante, esa opinión va en contra tanto del texto como del espíritu de la Constitución.
Antes del surgimiento de la presidencia imperial con posterioridad a la Segunda Guerra Mundial, las facultades entre las ramas del gobierno de los Estados Unidos se encontraban mucho más equilibradas—tal como la Constitución originalmente lo pretendía. En verdad, desconfiados de la propensión a librar guerras de los monarcas europeos con la sangre y tesoros de sus ciudadanos, los arquitectos de la Constitución en verdad otorgaron más facultades en materia de asuntos exteriores al Congreso que al presidente. Al Congreso le fue otorgado el poder de reglamentar el comercio con las naciones extranjeras, declarar la guerra, reclutar y sostener ejércitos, habilitar y mantener una armada, reglamentar a las fuerzas armadas, organizar, armar y disciplinar a la milicia, y convocarla para resistir invasiones.
En contraste, la Constitución otorgó al presidente tan solo dos facultades unilaterales en materia de asuntos exteriores: el jefe del ejecutivo era designado comandante en jefe de las fuerzas armadas y la milicia (estrechamente definido de modo tal de no implicar que el jefe del ejecutivo era el comandante en jefe de la nación), y le estaba permitido recibir a los embajadores y ministros extranjeros. Al presidente se le permitía celebrar tratados con las naciones extranjeras y nominar a los embajadores y a los altos funcionarios de la política exterior estadounidense, pero estas acciones estaban ambas sujetas a la aprobación parlamentaria con una mayoría abrumadoramente grande de dos tercios de los votos. Claramente, los creadores de la Constitución deseaban que el Congreso fuese la rama dominante en la política exterior, así como con la mayor parte de los demás aspectos del gobierno.
Hoy día, todos los políticos rinden culto a la Constitución de manera retórica, mientras consienten su permanente distorsión. Recaen en los comentarios no–vinculantes o “dichos al pasar” del Juez de la Corte Suprema George Sutherland, quien sostuvo en su opinión mayoritaria en el caso de 1936 United States c. Curtiss–Wright que el presidente posee “la facultad plenaria y exclusiva…como el único órgano del gobierno federal en el campo de las relaciones internacionales”. Este punto de vista expansivo del poder presidencial durante las épocas de guerra no podría estar más alejado de la intención de los artífices de la Constitución.
De hecho, los padres fundadores sin duda alguna habían advertido que los belicosos monarcas europeos de esa época eran los únicos proveedores de la política exterior de sus naciones—el mismo problema que los diseñadores de la Constitución intentaron resolver con la separación constitucional de los poderes.
Curiosamente, no obstante que la expansión del poder ejecutivo en materia de política exterior no ha servido bien a la nación, a menudo tiene el efecto nada lógico de servir a los intereses del Congreso. Si el presidente se encuentra siempre a cargo de la política exterior de los Estados Unidos, los miembros del Congreso pueden eludir la responsabilidad por los temas difíciles que podrían plantear riesgos a su objetivo supremo—conseguir ser reelectos. Por ejemplo, al permitir a los presidentes pelear incluso en conflictos importantes sin las declaraciones de guerra constitucionalmente exigidas—un fenómeno que comenzó cuando Harry Truman olvidó, con un guiño y asentimiento parlamentario, obtener la aprobación para la Guerra de Corea—el Congreso convenientemente arroja a la responsabilidad por la guerra al regazo del presidente. Los fundadores estarían horrorizados ante la erosión de un pilar fundamental de su sistema de controles y equilibrios.
Para cumplir con su responsabilidad constitucional como un contralor del presidente, los miembros del Congreso tienen la responsabilidad de estar fuertemente involucrados en la política exterior de los Estados Unidos. En vez de condenar públicamente a la presidenta de la Cámara Pelosi por poner en práctica a la hasta ahora languideciente recomendación del bipartidista Grupo de Estudio sobre Irak (ISG es su sigla en inglés) de realmente conversar con Siria para resolver cuestiones bilaterales, el presidente debería alegrarse de que alguien en el gobierno estadounidense esté deseoso de asumir riesgos con uno de los principales adversarios de los Estados Unidos en la región.
En verdad, mientras se encontraba allí, Pelosi debería haber pasado por Teherán para ver sí una negociación podría haber ayudado también con la problemática relación estadounidense-iraní.
Traducido por Gabriel Gasave
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