Washington, DC—Varios lectores chinos de esta columna me contactan desde Hong Kong para expresar su asombro por el coro de voces que culpan a China de la recesión norteamericana: se preguntaban si no es el preámbulo de un contragolpe proteccionista contra Beijing.
Hay motivos para aporrear a China —por ejemplo, su sistema político y su respaldo a Sudán y Zimbabue—, pero la recesión estadounidense no es uno de ellos. Y, aunque veo difícil que esta campaña desemboque en la adopción de medidas proteccionistas cuando Washington necesita ayuda financiera de Beijing, nunca debe subestimarse la capacidad de la gente para infligirse daño a sí misma en tiempos de pánico. La cláusula “patriótica” que prohibe el uso de acero y hierro extranjeros en el paquete de estímulo económico aprobado por la Cámara de Representantes de los EE.UU. nos lo recuerda de manera inquietante.
Quienes culpan a China de los males norteamericanos sostienen que Beijing abarató sus exportaciones mediante la manipulación de su moneda, gatillando con ello un desenfreno importador por parte de los estadounidenses; los chinos invirtieron luego parte de ese dinero y otros ahorros en activos estadounidenses, dando lugar a la caída de las tasas de interés que a su vez hinchó la burbuja inmobiliaria. Con variantes, esta opinión es compartida por el Secretario del Tesoro anterior y el actual, el Presidente de la Reserva Federal, algunos miembros del Congreso y ciertos plumíferos. Estos últimos sostienen que los EE.UU. han gastado demasiado porque China ha ahorrado demasiado (¡no estoy bromeando!)
Es cierto: en los últimos diez años, la tasa de ahorro real de los hogares estadounidenses ha sido casi de cero por ciento (aunque ahora, en medio de la recesión, ha vuelto a subir un poco) mientras que la de los hogares chinos se ha ubicado entre el 30 y el 40 por ciento. Si le sumamos los ahorros del gobierno y las empresas, la tasa china ha rozado el 50 por ciento, casi cinco veces la de los Estados Unidos.
Pero China ahorra gran parte de su ingreso desde mucho antes de la burbuja inmobiliaria norteamericana y sigue ahorrando muchísimo dos años y pico después de su estallido. La idea de que el alto nivel de ahorro chino provocó las bajas tasa de interés que inflaron la burbuja inmobiliaria en los Estados Unidos no cuadra con el hecho de que –según “Perspectivas de la Economía Mundial”, el informe del Fondo Monetario Internacional— el ahorro de las naciones subdesarrolladas siguió creciendo entre 2003 y 2007, cuando el crédito hipotecario se encareció de manera sostenida en los EE.UU.. después de unos años en que estuvo ridículamente barato.
Como lo demuestra en un reciente artículo el economista Robert Murphy, autor de “The Politically Incorrect Guide to Capitalism”, cuando los consumidores estadounidenses estaban de parranda porque soñaban que sus hogares se seguirían apreciando para siempre, la tasa de ahorro del mundo estaba por debajo del nivel de los años 80 y gran parte de los años 90.
El desastre financiero estadounidense y la consiguiente recesión tienen, pues, un “copyright” local. Ya sea que uno piense, como yo, que el desenfreno consumista y la insania de Wall Street se originaron en la política de dinero fácil de la Reserva Federal y en la disminución de los requisitos para los préstamos exigida por políticos irresponsables o, como piensan otros, que la culpa la tuvo la desreglamentación financiera, las decisiones clave fueron tomadas por estadounidenses que estaban (o parecían) estar perfectamente despiertos. No fue China quien fijó las tasas de interés estadounidenses, incrementó la oferta de dinero en este país y aplicó normas como la reencauchada Ley de Reinversión Comunitaria o la Ley Federal de Solidez y Seguridad Financiera de las Empresas de Vivienda. Y —si uno subscribe la otra tesis— no fue China quien liberalizó los mercados financieros de los EE.UU. mediante la Ley Gramm-Leach-Billey y otras.
Cuando un gobierno —como lo hizo la Administración Bush— se abandona a costosas políticas exteriores y domésticas que alimentan los déficits y el endeudamiento, y los consumidores imitan el mal ejemplo, tarde o temprano se rompen los platos. El hecho de que otro país decida ahorrar la mitad de su ingreso e invertir en el futuro debería enorgullecer a los estadounidenses: significa que ¡finalmente el evangelio del capitalismo estadounidense se ha propagado a los no creyentes! Si no hubiese sido por los inversores chinos, japoneses y británicos, los Estados Unidos habrían quebrado. Dado el nuevo endeudamiento que Washington requerirá para “rescatar” a los estadounidenses de la cosa más inteligente que han hecho en mucho tiempo —ahorrar por fin algo de dinero y procurar adaptarse a las circunstancias—, los detractores de China deberían percatarse de que necesitarán más que nunca de los ahorristas extranjeros.
Nada de esto implica que la economía de Beijing está exenta de reproche. Por lo pronto, China también aumentó la oferta de dinero de manera irresponsable en los últimos años y enfrenta ahora una desaceleración económica que –como lo indica The Economist esta semana— no se debe principalmente a la caída en las exportaciones chinas a los Estados Unidos. Pero Washington no debería culpar al culpable equivocado de sus propias equivocaciones.
Más bien, los estadounidenses deben aceptar que “la ruta del exceso conduce al palacio de la sabiduría” ùnicamente en la prosa de William Blake. En la vida real, el camino al paraíso es el trabajo arduo, el ahorro prudente y la inversión creadora.
(c) 2009, The Washington Post Writers Group
Aporrear a los chinos
Washington, DC—Varios lectores chinos de esta columna me contactan desde Hong Kong para expresar su asombro por el coro de voces que culpan a China de la recesión norteamericana: se preguntaban si no es el preámbulo de un contragolpe proteccionista contra Beijing.
Hay motivos para aporrear a China —por ejemplo, su sistema político y su respaldo a Sudán y Zimbabue—, pero la recesión estadounidense no es uno de ellos. Y, aunque veo difícil que esta campaña desemboque en la adopción de medidas proteccionistas cuando Washington necesita ayuda financiera de Beijing, nunca debe subestimarse la capacidad de la gente para infligirse daño a sí misma en tiempos de pánico. La cláusula “patriótica” que prohibe el uso de acero y hierro extranjeros en el paquete de estímulo económico aprobado por la Cámara de Representantes de los EE.UU. nos lo recuerda de manera inquietante.
Quienes culpan a China de los males norteamericanos sostienen que Beijing abarató sus exportaciones mediante la manipulación de su moneda, gatillando con ello un desenfreno importador por parte de los estadounidenses; los chinos invirtieron luego parte de ese dinero y otros ahorros en activos estadounidenses, dando lugar a la caída de las tasas de interés que a su vez hinchó la burbuja inmobiliaria. Con variantes, esta opinión es compartida por el Secretario del Tesoro anterior y el actual, el Presidente de la Reserva Federal, algunos miembros del Congreso y ciertos plumíferos. Estos últimos sostienen que los EE.UU. han gastado demasiado porque China ha ahorrado demasiado (¡no estoy bromeando!)
Es cierto: en los últimos diez años, la tasa de ahorro real de los hogares estadounidenses ha sido casi de cero por ciento (aunque ahora, en medio de la recesión, ha vuelto a subir un poco) mientras que la de los hogares chinos se ha ubicado entre el 30 y el 40 por ciento. Si le sumamos los ahorros del gobierno y las empresas, la tasa china ha rozado el 50 por ciento, casi cinco veces la de los Estados Unidos.
Pero China ahorra gran parte de su ingreso desde mucho antes de la burbuja inmobiliaria norteamericana y sigue ahorrando muchísimo dos años y pico después de su estallido. La idea de que el alto nivel de ahorro chino provocó las bajas tasa de interés que inflaron la burbuja inmobiliaria en los Estados Unidos no cuadra con el hecho de que –según “Perspectivas de la Economía Mundial”, el informe del Fondo Monetario Internacional— el ahorro de las naciones subdesarrolladas siguió creciendo entre 2003 y 2007, cuando el crédito hipotecario se encareció de manera sostenida en los EE.UU.. después de unos años en que estuvo ridículamente barato.
Como lo demuestra en un reciente artículo el economista Robert Murphy, autor de “The Politically Incorrect Guide to Capitalism”, cuando los consumidores estadounidenses estaban de parranda porque soñaban que sus hogares se seguirían apreciando para siempre, la tasa de ahorro del mundo estaba por debajo del nivel de los años 80 y gran parte de los años 90.
El desastre financiero estadounidense y la consiguiente recesión tienen, pues, un “copyright” local. Ya sea que uno piense, como yo, que el desenfreno consumista y la insania de Wall Street se originaron en la política de dinero fácil de la Reserva Federal y en la disminución de los requisitos para los préstamos exigida por políticos irresponsables o, como piensan otros, que la culpa la tuvo la desreglamentación financiera, las decisiones clave fueron tomadas por estadounidenses que estaban (o parecían) estar perfectamente despiertos. No fue China quien fijó las tasas de interés estadounidenses, incrementó la oferta de dinero en este país y aplicó normas como la reencauchada Ley de Reinversión Comunitaria o la Ley Federal de Solidez y Seguridad Financiera de las Empresas de Vivienda. Y —si uno subscribe la otra tesis— no fue China quien liberalizó los mercados financieros de los EE.UU. mediante la Ley Gramm-Leach-Billey y otras.
Cuando un gobierno —como lo hizo la Administración Bush— se abandona a costosas políticas exteriores y domésticas que alimentan los déficits y el endeudamiento, y los consumidores imitan el mal ejemplo, tarde o temprano se rompen los platos. El hecho de que otro país decida ahorrar la mitad de su ingreso e invertir en el futuro debería enorgullecer a los estadounidenses: significa que ¡finalmente el evangelio del capitalismo estadounidense se ha propagado a los no creyentes! Si no hubiese sido por los inversores chinos, japoneses y británicos, los Estados Unidos habrían quebrado. Dado el nuevo endeudamiento que Washington requerirá para “rescatar” a los estadounidenses de la cosa más inteligente que han hecho en mucho tiempo —ahorrar por fin algo de dinero y procurar adaptarse a las circunstancias—, los detractores de China deberían percatarse de que necesitarán más que nunca de los ahorristas extranjeros.
Nada de esto implica que la economía de Beijing está exenta de reproche. Por lo pronto, China también aumentó la oferta de dinero de manera irresponsable en los últimos años y enfrenta ahora una desaceleración económica que –como lo indica The Economist esta semana— no se debe principalmente a la caída en las exportaciones chinas a los Estados Unidos. Pero Washington no debería culpar al culpable equivocado de sus propias equivocaciones.
Más bien, los estadounidenses deben aceptar que “la ruta del exceso conduce al palacio de la sabiduría” ùnicamente en la prosa de William Blake. En la vida real, el camino al paraíso es el trabajo arduo, el ahorro prudente y la inversión creadora.
(c) 2009, The Washington Post Writers Group
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