A medida que amanece el siglo 21, los estadounidenses han definido al patriotismo como el apoyo no crítico a la guerra y a las fuerzas armadas. En la campaña presidencial de este año, John Kerry revende sus hazañas de guerra en Vietnam, y aquellos con conexiones con George W. Bush intentan rescribir esta historia décadas más tarde. El presidente se viste de garbo militar y aterriza sobre un portaviones, pretendiendo ser un héroe de guerra para hacer que la gente se olvide de que eludió los peligros del conflicto años antes. Tanto Bush como Kerry favorecieron la no provocada invasión estadounidense de una nación soberana (Irak)—lo mismo que hiciera Saddam Hussein para convertirse en un paria mundial en 1990. Y tanto el presidente como su retador afirmaron que la hubiesen invadido incluso de haber sabido de antemano que Irak no poseía armas de destrucción masiva. Tal militarización de la sociedad estadounidense y de la política exterior hubiesen provocado que los padres fundadores de esta gran nación se revolcasen en sus tumbas.
El libertino empleo de la metáfora de la guerra en asuntos no relacionados demuestra que la glorificación de la guerra se ubica profundamente en los Estados Unidos contemporáneos. La palabra “guerra” es tan eficaz para elevar las pasiones que la misma es empleada como un instrumento de propaganda para la causa del día. Por ejemplo, existe una guerra contra la pobreza, una guerra contra las drogas, y una guerra contra el terrorismo. (Los ataques terroristas son comúnmente aislados en el tiempo y en el espacio y a menudo pueden ser mejor contrarrestados cuando son considerados como un crimen). Ninguna de estas “campañas” ha sido muy exitosa, y a menudo el término “guerra” es usado solamente como un instrumento de comercialización para obtener el apoyo de parte de un público estadounidense demasiado anhelante. El empleo de dicha terminología podría ser descartado como una retórica no perjudicial antes que como un deseo subconsciente intrínsico por la guerra. La realidad, sin embargo, es la de que el entremetimiento de los gobiernos estadounidenses tras la Segunda Guerra Mundial, en los asuntos de países extranjeros ha involucrado a los Estados Unidos, ya sea directamente o a través de terceros, en numerosos conflictos. Algunos académicos de la política exterior tanto de la derecha como de la izquierda—Chalmers Johnson del Japan Policy Research Institute y Andrew Bacevich de la Boston University, respectivamente—han criticado la militarización de la política exterior de los EE.UU.. Esta política exterior intervensionista era una aberración en la historia estadounidense y ahora parece ser la regla. Durante los más de 170 años previos a la Guerra Fría, los Estados Unidos siguieron, aunque de manera imperfecta, una política de moderación militar en ultramar y de evitar alianzas permanentes y enredos que pudiesen empantanar a la nación en una guerra innecesaria.
Algunos sostendrán que gran parte del periodo posterior a la Segunda Guerra Mundial fue empleado en el loable combate contra las fuerzas del comunismo totalitario. Pero esa justa contra un enemigo de segunda clase (el disfuncional sistema económico de los soviéticos lo convertían en un “Alto Volta con misiles”) enmascaraba el esfuerzo estadounidense por rehacer al mundo a su propia imagen. Los Estados Unidos establecieron alianzas y bases militares alrededor del mundo e intervinieron regularmente en los asuntos de otras naciones a través de la coerción, la acción encubierta y el empleo de la fuerza armada. La mejor evidencia de que este “imperio” estadounidense de ultramar no fue creado principalmente para combatir al comunismo es la de su retención—e incluso expansión—después de que el rival soviético colapsara en el cubo de basura de la historia.
Tras la desaparición de la superpotencia rival, sin embargo, las ventajas de la desenfrenada intervención global estadounidense han declinado precipitadamente. Y las consecuencias indeseadas del entremetimiento en el exterior—por ejemplo, los ataques terroristas del 11 de septiembre—han demostrado que los peligros de tal política se han incrementado de manera exponencial, especialmente si los terroristas hostiles pudiesen adquirir armas nucleares.
Es el momento de reconsiderar la política exterior original de los padres fundadores de restricción en ultramar—posibilitada por la bendita posición geográfica de los Estados Unidos a océanos de distancia de los centros de conflicto del mundo. Hoy día, con el arsenal nuclear más poderoso del planeta, los Estados Unidos permanecen seguros de la basta preponderancia de amenazas, a excepción del terrorismo catastrófico.
En el corto plazo, los Estados Unidos precisan neutralizar a al Qaeda, pero en el más largo término necesitan preguntarse por qué el grupo atacó objetivos de los EE.UU..Si los Estados Unidos abandonasen tranquilamente su política exterior intervensionista, reducirían enormemente el odio en el ámbito mundial contra el país y las consecuencias no deseadas de los ataques terroristas. El General Anthony Zinni, el recio Infante de Marina que comandó a las fuerzas estadounidenses en el Medio Oriente, aconsejó perceptivamente que los Estados Unidos deberían evitar hacerse de enemigos pero que amenazaran enérgicamente a sus intratables adversarios.
Como los fundadores astutamente se percataron, cuando los líderes de las naciones inician guerras de engrandecimiento, los costos—en vidas perdidas, impuestos y en libertades disminuidas—recaen por lo general sobre la gente común. Incluso el General George Washington era suspicaz de que las guerras exteriores innecesarias y unas fuerzas armadas enormes, conducían a la opresión del gobierno grande dentro del país. Su forma de patriotismo es más válida para el espíritu estadounidense que su contraparte militarista de la actualidad, la cual trata a la guerra como a un divertido juego de video y tiene más en común con el estilo alemán y soviético del patriotismo del siglo 20.
Traducido por Gabriel Gasave
Apoyar la guerra no es necesariamente algo patriótico
A medida que amanece el siglo 21, los estadounidenses han definido al patriotismo como el apoyo no crítico a la guerra y a las fuerzas armadas. En la campaña presidencial de este año, John Kerry revende sus hazañas de guerra en Vietnam, y aquellos con conexiones con George W. Bush intentan rescribir esta historia décadas más tarde. El presidente se viste de garbo militar y aterriza sobre un portaviones, pretendiendo ser un héroe de guerra para hacer que la gente se olvide de que eludió los peligros del conflicto años antes. Tanto Bush como Kerry favorecieron la no provocada invasión estadounidense de una nación soberana (Irak)—lo mismo que hiciera Saddam Hussein para convertirse en un paria mundial en 1990. Y tanto el presidente como su retador afirmaron que la hubiesen invadido incluso de haber sabido de antemano que Irak no poseía armas de destrucción masiva. Tal militarización de la sociedad estadounidense y de la política exterior hubiesen provocado que los padres fundadores de esta gran nación se revolcasen en sus tumbas.
El libertino empleo de la metáfora de la guerra en asuntos no relacionados demuestra que la glorificación de la guerra se ubica profundamente en los Estados Unidos contemporáneos. La palabra “guerra” es tan eficaz para elevar las pasiones que la misma es empleada como un instrumento de propaganda para la causa del día. Por ejemplo, existe una guerra contra la pobreza, una guerra contra las drogas, y una guerra contra el terrorismo. (Los ataques terroristas son comúnmente aislados en el tiempo y en el espacio y a menudo pueden ser mejor contrarrestados cuando son considerados como un crimen). Ninguna de estas “campañas” ha sido muy exitosa, y a menudo el término “guerra” es usado solamente como un instrumento de comercialización para obtener el apoyo de parte de un público estadounidense demasiado anhelante. El empleo de dicha terminología podría ser descartado como una retórica no perjudicial antes que como un deseo subconsciente intrínsico por la guerra. La realidad, sin embargo, es la de que el entremetimiento de los gobiernos estadounidenses tras la Segunda Guerra Mundial, en los asuntos de países extranjeros ha involucrado a los Estados Unidos, ya sea directamente o a través de terceros, en numerosos conflictos. Algunos académicos de la política exterior tanto de la derecha como de la izquierda—Chalmers Johnson del Japan Policy Research Institute y Andrew Bacevich de la Boston University, respectivamente—han criticado la militarización de la política exterior de los EE.UU.. Esta política exterior intervensionista era una aberración en la historia estadounidense y ahora parece ser la regla. Durante los más de 170 años previos a la Guerra Fría, los Estados Unidos siguieron, aunque de manera imperfecta, una política de moderación militar en ultramar y de evitar alianzas permanentes y enredos que pudiesen empantanar a la nación en una guerra innecesaria.
Algunos sostendrán que gran parte del periodo posterior a la Segunda Guerra Mundial fue empleado en el loable combate contra las fuerzas del comunismo totalitario. Pero esa justa contra un enemigo de segunda clase (el disfuncional sistema económico de los soviéticos lo convertían en un “Alto Volta con misiles”) enmascaraba el esfuerzo estadounidense por rehacer al mundo a su propia imagen. Los Estados Unidos establecieron alianzas y bases militares alrededor del mundo e intervinieron regularmente en los asuntos de otras naciones a través de la coerción, la acción encubierta y el empleo de la fuerza armada. La mejor evidencia de que este “imperio” estadounidense de ultramar no fue creado principalmente para combatir al comunismo es la de su retención—e incluso expansión—después de que el rival soviético colapsara en el cubo de basura de la historia.
Tras la desaparición de la superpotencia rival, sin embargo, las ventajas de la desenfrenada intervención global estadounidense han declinado precipitadamente. Y las consecuencias indeseadas del entremetimiento en el exterior—por ejemplo, los ataques terroristas del 11 de septiembre—han demostrado que los peligros de tal política se han incrementado de manera exponencial, especialmente si los terroristas hostiles pudiesen adquirir armas nucleares.
Es el momento de reconsiderar la política exterior original de los padres fundadores de restricción en ultramar—posibilitada por la bendita posición geográfica de los Estados Unidos a océanos de distancia de los centros de conflicto del mundo. Hoy día, con el arsenal nuclear más poderoso del planeta, los Estados Unidos permanecen seguros de la basta preponderancia de amenazas, a excepción del terrorismo catastrófico.
En el corto plazo, los Estados Unidos precisan neutralizar a al Qaeda, pero en el más largo término necesitan preguntarse por qué el grupo atacó objetivos de los EE.UU..Si los Estados Unidos abandonasen tranquilamente su política exterior intervensionista, reducirían enormemente el odio en el ámbito mundial contra el país y las consecuencias no deseadas de los ataques terroristas. El General Anthony Zinni, el recio Infante de Marina que comandó a las fuerzas estadounidenses en el Medio Oriente, aconsejó perceptivamente que los Estados Unidos deberían evitar hacerse de enemigos pero que amenazaran enérgicamente a sus intratables adversarios.
Como los fundadores astutamente se percataron, cuando los líderes de las naciones inician guerras de engrandecimiento, los costos—en vidas perdidas, impuestos y en libertades disminuidas—recaen por lo general sobre la gente común. Incluso el General George Washington era suspicaz de que las guerras exteriores innecesarias y unas fuerzas armadas enormes, conducían a la opresión del gobierno grande dentro del país. Su forma de patriotismo es más válida para el espíritu estadounidense que su contraparte militarista de la actualidad, la cual trata a la guerra como a un divertido juego de video y tiene más en común con el estilo alemán y soviético del patriotismo del siglo 20.
Traducido por Gabriel Gasave
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