La corporación Enron se declaró en bancarrota el 2 de diciembre, tras las que parecen haber sido negociaciones cuestionables y los esfuerzos por ocultarlas. La capitalización de mercado de Enron representó el 0,2% de la capitalización de solamente las empresas inscriptas en la Bolsa de Comercio de Nueva York, y su deuda no alcanzó el 0,05% del excepcional crédito total en los Estados Unidos. La desaparición de Enron debería haber provocado tan solo un pequeño murmullo en la economía y en el sistema judicial.
En cambio, los actuales y ex ejecutivos de Enron fueron citados a comparecer ante un tribunal parlamentario sin competencia y severamente interrogados por políticos ignorantes y santurrones. Richard Burr, un congresista republicano de Carolina del Norte, exclamó, “En el centro de este descalabro económico, encontramos a un puñado de terroristas económicos”. El 7 de marzo, George Bush afirmó que la fe de los estadounidenses en los mercados financieros fue estremecida, y propuso su “plan de 10 puntos” para “regresar al capitalismo básico”. El 14 de marzo, el Departamento de Justicia de los EE.UU. acusó penalmente por obstrucción de la justicia a la firma Arthur Andersen, los auditores de Enron.
¿Cómo funcionaba el capitalismo del siglo 19—el cual era mucho más “básico” que el de hoy día—, mientras no existían estándares de revelación legislados? ¿Cómo eran capaces los inversionistas de evaluar a las corporaciones? Según el profesor de Wharton Jeremy J. Siegel, la respuesta es simple: una firma indicaba que sus ganancias eran verdaderas mediante el pago de dividendos. El mecanismo de las señales ya no funciona debido a las distorsiones impositivas: al ser gravados los dividendos con tasas más altas que las ganancias de capital, los accionistas prefieren estas últimas. Mientras que el dividendo promedio rendido sobre las acciones era del 5,8% en el siglo 19, el mismo permanece en la actualidad en menos del 2%. Agréguele a esto que el sistema impositivo alienta el financiamiento de la deuda como opuesto al valor líquido o “equity», y obtiene la receta para las debacles de la clase de la de Enron.
Además, precisamos cuestionarnos la idea simplista de que más divulgación de la información resulta siempre mejor. La información es un bien como cualquier otro, y vale la pena producirla mientras su beneficio marginal sea más alto que su costo marginal. Un problema relacionado es que demasiada información podría no ser asimilada. General Electric afirmó que está deseando editar una declaración de divulgación de datos del tamaño de un directorio telefónico; sin embargo, no hay garantía de que los inversores la vayan a leer.
¿Cómo sabemos si es divulgada la información suficiente? No hay manera de responder a esta pregunta a priori, y las agencias reguladoras no tienen la más mínima idea. Cada inversionista decide por sí mismo, y la interacción de todos los inversores con los proveedores de la información—Ej. el mercado—determinará la divulgación óptima.
No existe razón alguna por la cual debiese existir un solo nivel de información óptimo. Algunas corporaciones podrían, dadas sus propias circunstancias, preferir ser más sigilosas y compensar a los inversionistas con dividendos más altos por el riesgo suplementario. Tal diversidad brindaría más posibilidades para los inversores, más flexibilidad para las empresas, y más oportunidades de hallar las reglas óptimas. No hay necesidad alguna de normas estandarizadas que sofoquen la diversidad, la experimentación, y el descubrimiento.
El plan de Bush sostiene que “sin la divulgación adecuada, es imposible para los inversores tomar decisiones de inversión informadas. . .” Obviamente, esto no es cierto respecto de todos los inversores, debido a que de otro modo los mismos hubiesen hecho que las asambleas anuales de sus compañías impongan nuevas políticas de divulgación. Los accionistas predominantes deben pensar que más divulgación les costará más de lo que los beneficiará. Bush está, de este modo, tomando partido contra estos inversores, en favor de algunos otros inversionistas que considera que no reciben la información que desean. Esta es apenas una ilustración de que el estado no-mínimo necesariamente toma partido en contra de alguno de sus súbditos.
Presumiblemente, el estado desea favorecer a los pequeños inversores. En la actualidad, no existe ningún principio divino que dicte la participación de todos los potenciales pequeños inversores en los mercados financieros, y si ellos participan, es a su propio riesgo. En verdad, la mayoría de los individuos participan a través de intermediarios (fondos mutuos, fondos de pensión, bancos, etc.) cuyo rol es el de diversificar y administrar el riesgo. Paradójicamente, al simular la creación de un “campo de juego parejo”, el estado le ha dado esperanzas no realistas a los pequeños inversores, esperanzas que deben ser constantemente apuntaladas por reglamentaciones adicionales.
A fin de “hacer más responsables a los directores de las corporaciones”, el plan de George Bush desea que la Comisión de Valores y Bolsas (Securities and Exchange Comisión o SEC) “le prohíba a individuos desempeñarse como gerentes generales o directores de corporaciones que cotizan en bolsa, si los mismos se involucran en una mala administración grave”. “Por el momento,” añade el documento gubernamental, “la SEC debe buscar la aprobación de un tribunal en cierto tipo de casos”.
No es necesario un curso de “capitalismo básico” para ver que el poder para prohibirle a alguien convertirse en gerente general o director de alguna empresa que libremente lo escogería es completamente antitético al sistema de libre empresa. Lo que resulta más destacable es que dicho poder estatal ya existe, si bien en una forma restringida. La SEC ya impone prohibiciones de por vida. Según un informe del Wall Street Journal, “durante el año fiscal que finalizó el 30 de septiembre [2001], la SEC tomó dicha acción contra apenas 33 gerentes generales y directores, mientras que lo hizo contra 14 durante el año fiscal anterior”. Lo que el gobierno estadounidense desea ahora es imponer estas prohibiciones vitalicias sin la revisión judicial.
En la mayoría de los casos, las propuestas de Bush ni siquiera requieren de una nueva legislación. En asuntos relacionados con la divulgación, la “responsabilidad” corporativa o las reglas contables y de auditoría, la SEC ya tenía la facultad legal para intervenir.
Sintetizando, el caso Enron tiene una función: incrementar el poder del estado por sobre las corporaciones nominalmente privadas.
Traducido por Gabriel Gasave
Bush reacciona de manera exagerada ante el caso Enron
La corporación Enron se declaró en bancarrota el 2 de diciembre, tras las que parecen haber sido negociaciones cuestionables y los esfuerzos por ocultarlas. La capitalización de mercado de Enron representó el 0,2% de la capitalización de solamente las empresas inscriptas en la Bolsa de Comercio de Nueva York, y su deuda no alcanzó el 0,05% del excepcional crédito total en los Estados Unidos. La desaparición de Enron debería haber provocado tan solo un pequeño murmullo en la economía y en el sistema judicial.
En cambio, los actuales y ex ejecutivos de Enron fueron citados a comparecer ante un tribunal parlamentario sin competencia y severamente interrogados por políticos ignorantes y santurrones. Richard Burr, un congresista republicano de Carolina del Norte, exclamó, “En el centro de este descalabro económico, encontramos a un puñado de terroristas económicos”. El 7 de marzo, George Bush afirmó que la fe de los estadounidenses en los mercados financieros fue estremecida, y propuso su “plan de 10 puntos” para “regresar al capitalismo básico”. El 14 de marzo, el Departamento de Justicia de los EE.UU. acusó penalmente por obstrucción de la justicia a la firma Arthur Andersen, los auditores de Enron.
¿Cómo funcionaba el capitalismo del siglo 19—el cual era mucho más “básico” que el de hoy día—, mientras no existían estándares de revelación legislados? ¿Cómo eran capaces los inversionistas de evaluar a las corporaciones? Según el profesor de Wharton Jeremy J. Siegel, la respuesta es simple: una firma indicaba que sus ganancias eran verdaderas mediante el pago de dividendos. El mecanismo de las señales ya no funciona debido a las distorsiones impositivas: al ser gravados los dividendos con tasas más altas que las ganancias de capital, los accionistas prefieren estas últimas. Mientras que el dividendo promedio rendido sobre las acciones era del 5,8% en el siglo 19, el mismo permanece en la actualidad en menos del 2%. Agréguele a esto que el sistema impositivo alienta el financiamiento de la deuda como opuesto al valor líquido o “equity», y obtiene la receta para las debacles de la clase de la de Enron.
Además, precisamos cuestionarnos la idea simplista de que más divulgación de la información resulta siempre mejor. La información es un bien como cualquier otro, y vale la pena producirla mientras su beneficio marginal sea más alto que su costo marginal. Un problema relacionado es que demasiada información podría no ser asimilada. General Electric afirmó que está deseando editar una declaración de divulgación de datos del tamaño de un directorio telefónico; sin embargo, no hay garantía de que los inversores la vayan a leer.
¿Cómo sabemos si es divulgada la información suficiente? No hay manera de responder a esta pregunta a priori, y las agencias reguladoras no tienen la más mínima idea. Cada inversionista decide por sí mismo, y la interacción de todos los inversores con los proveedores de la información—Ej. el mercado—determinará la divulgación óptima.
No existe razón alguna por la cual debiese existir un solo nivel de información óptimo. Algunas corporaciones podrían, dadas sus propias circunstancias, preferir ser más sigilosas y compensar a los inversionistas con dividendos más altos por el riesgo suplementario. Tal diversidad brindaría más posibilidades para los inversores, más flexibilidad para las empresas, y más oportunidades de hallar las reglas óptimas. No hay necesidad alguna de normas estandarizadas que sofoquen la diversidad, la experimentación, y el descubrimiento.
El plan de Bush sostiene que “sin la divulgación adecuada, es imposible para los inversores tomar decisiones de inversión informadas. . .” Obviamente, esto no es cierto respecto de todos los inversores, debido a que de otro modo los mismos hubiesen hecho que las asambleas anuales de sus compañías impongan nuevas políticas de divulgación. Los accionistas predominantes deben pensar que más divulgación les costará más de lo que los beneficiará. Bush está, de este modo, tomando partido contra estos inversores, en favor de algunos otros inversionistas que considera que no reciben la información que desean. Esta es apenas una ilustración de que el estado no-mínimo necesariamente toma partido en contra de alguno de sus súbditos.
Presumiblemente, el estado desea favorecer a los pequeños inversores. En la actualidad, no existe ningún principio divino que dicte la participación de todos los potenciales pequeños inversores en los mercados financieros, y si ellos participan, es a su propio riesgo. En verdad, la mayoría de los individuos participan a través de intermediarios (fondos mutuos, fondos de pensión, bancos, etc.) cuyo rol es el de diversificar y administrar el riesgo. Paradójicamente, al simular la creación de un “campo de juego parejo”, el estado le ha dado esperanzas no realistas a los pequeños inversores, esperanzas que deben ser constantemente apuntaladas por reglamentaciones adicionales.
A fin de “hacer más responsables a los directores de las corporaciones”, el plan de George Bush desea que la Comisión de Valores y Bolsas (Securities and Exchange Comisión o SEC) “le prohíba a individuos desempeñarse como gerentes generales o directores de corporaciones que cotizan en bolsa, si los mismos se involucran en una mala administración grave”. “Por el momento,” añade el documento gubernamental, “la SEC debe buscar la aprobación de un tribunal en cierto tipo de casos”.
No es necesario un curso de “capitalismo básico” para ver que el poder para prohibirle a alguien convertirse en gerente general o director de alguna empresa que libremente lo escogería es completamente antitético al sistema de libre empresa. Lo que resulta más destacable es que dicho poder estatal ya existe, si bien en una forma restringida. La SEC ya impone prohibiciones de por vida. Según un informe del Wall Street Journal, “durante el año fiscal que finalizó el 30 de septiembre [2001], la SEC tomó dicha acción contra apenas 33 gerentes generales y directores, mientras que lo hizo contra 14 durante el año fiscal anterior”. Lo que el gobierno estadounidense desea ahora es imponer estas prohibiciones vitalicias sin la revisión judicial.
En la mayoría de los casos, las propuestas de Bush ni siquiera requieren de una nueva legislación. En asuntos relacionados con la divulgación, la “responsabilidad” corporativa o las reglas contables y de auditoría, la SEC ya tenía la facultad legal para intervenir.
Sintetizando, el caso Enron tiene una función: incrementar el poder del estado por sobre las corporaciones nominalmente privadas.
Traducido por Gabriel Gasave
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