Cómo la guerra amplificó el poder federal en el siglo veinte

1 de julio, 1999

Tras examinar al mundo occidental durante los últimos seis siglos, Bruce Porter concluyó: “un gobierno en guerra es un movimiento de centralización establecido para desintegrar cualquier oposición interna que impida la movilización de recursos militares vitales. Esta tendencia centralizadora de la guerra ha hecho del crecimiento del Estado a través de gran parte de la historia un desastre para la libertad y los derechos humanos.” [1] Como una causa del desarrollo del gobierno grande en los Estados Unidos, sin embargo, la guerra rara vez recibe su merecido.

La Primera Guerra Mundial

Pese a la expansión que experimentó durante el primer mandato de Woodrow Wilson como presidente, el gobierno federal en vísperas de la Primera Guerra Mundial seguía siendo pequeño. En 1914, el gasto federal totalizaba menos del dos por ciento del PBI. La tasa más alta del recientemente establecido impuesto federal a la renta era del siete por ciento, sobre ingresos de más de $500.000, y el 99 por ciento de la población no debía pagarlo. Los 402.000 empleados federales civiles, la mayoría de los cuales trabajada para el Servicio de Correos, constituían cerca del uno por ciento de la mano de obra. Las fuerzas armadas comprendían a poco menos de 166.000 hombres en servicio activo. Aunque el gobierno federal se entrometía en algunas áreas de la vida económica, determinando las tarifas ferroviarias y estableciendo demandas en defensa de la competencia contra un puñado de desafortunadas firmas, el mismo era para la mayoría de los ciudadanos remoto y poco importante.

Con el ingreso de los EE.UU. en la Gran Guerra, el gobierno federal se expandió enormemente en tamaño, alcance y poder. Nacionalizó virtualmente a la industria del transporte oceánico. Nacionalizó el ferrocarril, el teléfono, el telégrafo doméstico, y las industrias del cable telegráfico internacional. Se involucró intensamente en la manipulación de las relaciones trabajadores-empresas, las ventas de participaciones societarias, la producción y la comercialización agrícola, la distribución del carbón y del petróleo, el comercio internacional, y los mercados para las materias primas y los productos manufacturados. Sus Bonos Liberty dominaron los mercados de capitales financieros. Convirtió al recientemente creado Sistema de la Reserva Federal en un poderoso motor de la inflación monetaria para ayudar a satisfacer el apetito voraz del gobierno de dinero y crédito. En vista de las más de 5.000 agencias de movilización de varias clases—juntas, comités, corporaciones, administraciones—los contemporáneos que en 1918 describieron al gobierno como “socialismo de guerra” estaban bien justificados. [2]

Durante la guerra, el gobierno reforzó paulatinamente a las fuerzas armadas con una fuerza de cuatro millones de oficiales y hombres, desplazados de un mercado laboral de la preguerra de 40 millones de personas. De aquellos incorporados a las fuerzas armadas después de la declaración de guerra por parte de los EE.UU., más de 2,8 millones, o el 72 por ciento, eran conscriptos. [3] Solamente los hombres, sin embargo, no hacían un ejército. Precisaban de cuarteles e instalaciones de entrenamiento, transporte, alimento, vestimenta, y de atención médica. Tuvieron que ser equipados con armas modernas y grandes cantidades de municiones.

Cuando la movilización comenzó, los recursos indispensables permanecían en poder de los ciudadanos privados. Aunque la mano de obra podía obtenerse mediante el reclutamiento, la opinión pública no toleraría la incautación absoluta de toda la propiedad requerida para convertir a los hombres en una fuerza de combate bien equipada. No obstante, los mecanismos ordinarios del mercado amenazaban con operar demasiado lentamente y a un costo excesivamente grande para facilitar los planes del gobierno. La administración de Wilson por lo tanto, recurrió al vasto arsenal de intervenciones precedentemente mencionadas. Todas pueden verse como mecanismos para acelerar el suministro de los recursos indispensables y para disminuir la carga fiscal de equipar al enorme ejército de conscriptos para un servicio efectivo en Francia.

No obstante esas invenciones para mantener bajos los costos del Tesoro, los impuestos debieron aún ser incrementados enormemente—los ingresos federales se acrecentaron en casi un 400 por ciento entre los ejercicios fiscales de 1917 y 1919—e incluso sumas mayores tuvieron que pedirse prestadas. La deuda nacional se infló de $1,2 mil millones en 1916 a $25,5 mil millones en 1919.

Para asegurarse que la movilización basada en la conscripción pudiese proceder sin dificultad, las críticas tuvieron que ser silenciadas. La Ley del Espionaje del 15 de junio de 1917, penalizó a aquellos inculpados por obstruir intencionalmente los servicios de alistamiento, con multas de hasta $10.000 y el encarcelamiento de hasta 20 años. Una enmienda, la Ley de la Sedición del 16 de mayo de 1918, fue mucho más lejos, imponiendo las mismas severas penas criminales sobre todas las formas de expresión de alguna manera críticas al gobierno, sus símbolos, o su movilización de los recursos para la guerra. Esas supresiones de la libertad de expresión, mantenidas posteriormente por la Suprema Corte, instauraron precedentes peligrosos que derogaron los derechos de los cuales disfrutaban previamente los ciudadanos bajo la Primera Enmienda.

El gobierno más adelante subvirtió al Bill of Rights censurando todos los materiales impresos, deportando perentoriamente a centenares de extranjeros sin el debido proceso legal, y conduciendo—y alentando a los gobiernos estaduales y locales y a los grupos de vigilantes a hacerlo—requisas y confiscaciones no autorizadas, detenciones encubiertas de los sospechados de eludir el servicio militar, y otros ultrajes demasiado numerosos para catalogarlos aquí. En California la policía arrestó a Upton Sinclair por leer el Bill of Rights en una reunión. En Nueva Jersey la policía arrestó a Roger Baldwin por leer en público la Constitución. [4]

El gobierno también empleó una maquinaria de propaganda masiva para fomentar lo que solo puede ser descrito como histeria pública. El resultado fueron incontables incidentes de intimidación, abuso físico, y aún de linchamiento de personas sospechadas de deslealtad o de insuficiente entusiasmo por la guerra. Los individuos de ascendencia alemana sufrieron desproporcionadamente. [5]

Cuando la guerra terminó, el gobierno abandonó la mayoría, pero no todas, de sus medidas de control del tiempo de guerra. La conscripción en sí misma terminó cuando el armisticio tomó efecto el 11 de noviembre de 1918. Para fines de 1920 el grueso del aparato regulador económico había sido desechado, incluyendo a la Administración de Alimentos, la Administración de Combustibles, la Administración del Ferrocarril, la Junta de las Industrias de Guerra, y la Junta del Trabajo de Guerra. Algunas facultades de emergencia migraron hacia departamentos gubernamentales regulares tales como los de Estado, Trabajo, y Tesoro y continuaron en vigor. Las Leyes del Espionaje y del Comercio con el Enemigo permanecieron en los libros del estatuto. Las sanciones del Congreso en 1920 preservaron gran parte de la participación del tiempo de guerra del gobierno federal en las industrias del ferrocarril y del transporte oceánico. La Corporación de las Finanzas de Guerra cambió misiones, subvencionando a los exportadores y a los granjeros hasta mediados de los años veinte. La prohibición del tiempo de guerra de las bebidas alcohólicas, una pretendida medida de conservación, se transformó en la mal destinada Décima Octava Enmienda.

Pero fundamentalmente, la interpretación contemporánea dominante sobre la movilización de la guerra, incluyendo la creencia de que los controles económicos federales habían sido instrumentales en la obtención de la victoria, persistió, especialmente entre las elites que habían desempeñado papeles de liderazgo en el gerenciamiento económico del tiempo de guerra. Así, apenas sorprendió que 15 años más tarde, en las profundidades de la Gran Depresión, el gobierno federal empleara las medidas del tiempo de guerra como modelos para lidiar con lo que Franklin D. Roosevelt denominó “una crisis en nuestra vida nacional comparable a la guerra.” [6]

La Segunda Guerra Mundial

Cuando la Segunda Guerra Mundial comenzó en Europa en 1939, el tamaño y el alcance del gobierno federal eran mucho mayores de lo que habían sido 25 años antes, debido principalmente a la Primera Guerra Mundial y su progenie pacífica, el New Deal. El gasto federal equivalía al 10 por ciento del PBI. De una fuerza laboral de 56 millones, el gobierno federal empleaba a cerca de 1,3 millones de personas (2,2 por ciento) en trabajos civiles y militares regulares y a otros 3,3 millones (5,9 por ciento) en programas de emergencia de alivio laboral. La deuda nacional mantenida fuera del gobierno había crecido a casi $40 mil millones. Principalmente, el alcance de la regulación federal se había incrementado inmensamente para comprender a la producción y a la comercialización agrícola, a las relaciones trabajadores-empresas, a los salarios, las horas, y las condiciones laborales, a los mercados de acciones y a las instituciones de inversión, a la comercialización del petróleo y del carbón, al transporte por camiones, a la transmisión radial, a la operación de las líneas aéreas, a la provisión de los ingresos durante el retiro y al desempleo, y muchos otros objetos. [7] A pesar de esos progresos prodigiosos, durante los seis años siguientes el gobierno federal asumiría dimensiones superiormente mayores—en algunos aspecto el mayor tamaño, alcance, y poder jamás alcanzados. [8]

Durante la guerra, las fuerzas armadas basadas en la conscripción, la cual abarcó en última instancia a más de 12 millones de hombres y mujeres, requirieron enormes cantidades de recursos complementarios para su alojamiento, subsistencia, vestimenta, asistencia médica, entrenamiento, y transporte, por no mencionar el equipamiento especial, las armas, municiones, y las costosas plataformas de armamentos que ahora incluían tanques, aviones de combate y bombarderos, y portaaviones navales.

Para el Tesoro, la Segunda Guerra Mundial fue 10 veces más costosa que la Primera. Varios nuevos tributos fueron impuestos. El gravamen a las ganancias fue incrementado en varias ocasiones, hasta que las tasas fiscales de las ganancias personales se extendieron desde un bajo 23 por ciento a un elevado 94 por ciento. El impuesto a las ganancias, previamente un “impuesto de clase” se convirtió en un “impuesto de masas,” a medida que el número de sujetos imponibles creció de 15 millones en 1940 a 50 millones en 1945. [9] Aún cuando los ingresos federales se elevaron de $7 mil millones a $50 mil millones entre 1940 y 1945, la mayoría de los costos de la guerra todavía debieron financiarse pidiendo prestado. La deuda nacional mantenida públicamente se elevó en unos $200 mil millones, es decir más de cinco veces. El Sistema de la Reserva Federal por sí mismo compró unos $20 mil millones de la deuda gubernamental, sirviendo de tal forma como una imprenta de facto para el Tesoro. Entre 1940 y 1948 la cantidad de dinero (M1) se incrementó un 183 por ciento, y el dólar perdió casi la mitad de su poder adquisitivo.

Las autoridades recurrieron a un extenso sistema de controles y de intervenciones en el mercado para conseguir recursos sin tener que ofertar por ellos en los mercados libres. Mediante la fijación de precios, asignando directamente los recursos físicos y humanos, estableciendo prioridades oficiales, prohibiciones, y reservaciones, racionando luego los bienes de consumo civiles en una oferta pequeña, los planificadores de la guerra dirigieron las materias primas, los bienes intermedios, y los productos terminados hacia los usos que ellos más valoraban. Los mercadas ya no funcionaron más libremente; en muchas áreas no funcionaron del todo. [10]

La Segunda Guerra Mundial atestiguó violaciones masivas de los derechos humanos en los Estados Unidos, además de la involuntaria servidumbre de los conscriptos militares. Lo más flagrantemente posible, cerca de 112.000 personas inocentes de ascendencia japonesa, la mayoría de ellas ciudadanos de los EE.UU., fueron arrancadas de sus hogares y confinadas en campos de concentración sin el debido proceso legal. Aquellos posteriormente liberados como civiles durante la guerra permanecieron bajo vigilancia condicional. El gobierno también encarceló a casi 6.000 objetores de conciencia—tres cuartas partes de ellos Testigos de Jehová—quienes no deseaban cumplir con los requisitos de servicio de las leyes del servicio militar. [11] Como muestra de la ampliada capacidad federal para la represión, el número de agentes especiales del FBI se incrementó de 785 en 1939 a 4.370 en 1945. [12]

Numerosos periódicos vieron denegado el privilegio de los correos bajo las facultades de la Ley del Espionaje de 1917, la cual permanecía vigente. Algunos periódicos fueron prohibidos del todo. [13] La Oficina de Censura restringió el contenido de los informes de prensa y de las transmisiones de radio y censuró el correo personal que entraba o salía del país. La Oficina de la Información de Guerra puso el giro del gobierno en lo que fuese digno de decirle al público, y las autoridades militares censuraron las noticias desde los campos de batalla, a veces simplemente por razones políticas.

El gobierno confiscó más de 60 establecimientos industriales—a veces industrias enteras (por ejemplo, los ferrocarriles, las minas de carbón bituminoso, las firmas del envasado de carne)—la mayoría de ellas con la finalidad de imponer condiciones laborales favorables para los sindicatos involucrados en disputas con la dirigencia empresarial. [14]

En el final de la guerra, la mayoría de las agencias de control económico fueron cerradas. Pero algunas facultades persistieron, ya sea alojadas en el nivel local, como los controles de los alquileres de la Ciudad de Nueva York, o cambiaron de puesto desde las agencias de la emergencia hacia los departamentos regulares, como los controles del comercio internacional que se trasladaron desde la Administración Económica Exterior al Departamento de Estado.

Los ingresos fiscales federales seguían siendo altos para los estándares de la preguerra. A fines de los años 40 la quita anual del Servicio de Ingresos Internos (IRS su sigla en Inglés) era en promedio cuatro veces mayor en dólares constantes que a fines de los años 30. En 1949, los gastos federales ascendían al 15 por ciento del PBI, superior al 10 por ciento de 1939. La deuda nacional estaba parada en la que hubiese sido una cifra impensable antes de la guerra, $214 mil millones—en dólares constantes, abruptamente unas cientos de veces la deuda nacional en 1916.

La interpretación prevaleciente de la experiencia del tiempo de guerra otorgó un apoyo ideológico sin precedentes a aquellos que deseaban un gobierno federal grande y activamente involucrado a una amplia gama de tareas domésticas e internacionales. Para muchos, parecía que un gobierno federal capaz de conducir a la nación a la victoria en una guerra global tenía una capacidad similar de remediar los males económicos y sociales en épocas de paz. Por consiguiente, en 1946 el Congreso sancionó la Ley del Empleo, designando al gobierno federal para actuar como custodio macroeconómico permanente de los Estados Unidos.

La Guerra Fría

El final de la Segunda Guerra Mundial convergió en el comienzo de la Guerra Fría. En 1948 el gobierno reimpuso el reclutamiento militar, y durante los siguientes 25 años la conscripción fue extendida repetidamente. Después de 1950 el complejo militar-industrial-parlamentario, alcanzó un renovado vigor, consumiendo el 7,7 por ciento del PBI en promedio durante las siguientes cuatro décadas—acumulativamente unos $11 trillones de dólares al poder adquisitivo de 1999. [15]

Durante la Guerra Fría los operativos del gobierno cometieron crímenes contra el pueblo estadounidense demasiado numerosos para catalogarlos aquí, extendiéndose desde la vigilancia de millones de inofensivos ciudadanos y masivas detenciones de manifestantes políticos hasta el hostigamiento e incluso al asesinato de personas consideradas especialmente amenazantes. [16] C’est la guerre. A las acciones reprochables del gobierno, a las cuales muchos ciudadanos veían tan solo como abusos, podemos percibirlas más plausiblemente como intrínsecas a su constante preparación y episódico involucramiento en la guerra.

Notas

1. Bruce D. Porter, War and the Rise of the State: The Military Foundations of Modern Politics (New York: Free Press, 1994), p. xv.

2. Robert Higgs, Crisis and Leviathan: Critical Episodes in the Growth of American Government (New York: Oxford University Press, 1987), pp. 123–58; James L. Abrahamson, The American Home Front: Revolutionary War, Civil War, World War I, World War II (Washington, D.C.: National Defense University Press, 1983), pp. 101–12.

3. John Whiteclay Chambers, III, To Raise An Army: The Draft Comes to Modern America (New York: Free Press, 1987), p. 338, n. 68.

4. Michael Linfield, Freedom Under Fire: U.S. Civil Liberties in Times of War (Boston: South End Press, 1990), p. 65.

5. Ronald Schaffer, America in the Great War: The Rise of the War Welfare State (New York: Oxford University Press, 1991), pp. 3–30.

6. Citado por Porter, War and the Rise of the State, p. 277.

7. Higgs, Crisis and Leviathan, pp. 159–95.

8. Abrahamson, The American Home Front, pp. 131, 142.

9. Carolyn C. Jones, “Class Tax to Mass Tax: The Role of Propaganda in the Expansion of the Income Tax during World War II,” Buffalo Law Review, Otoño 1988/89, pp. 685–737.

10. Higgs, Crisis and Leviathan, pp. 196–236.

11. Abrahamson, The American Home Front, p. 159.

12. Porter, War and the Rise of the State, p. 284.

13. Linfield, Freedom Under Fire, p. 73.

14. Ibid., pp. 102–103.

15. Robert Higgs, “The Cold War Economy: Opportunity Costs, Ideology, and the Politics of Crisis,” Explorations in Economic History, julio 1994, pp. 9–10.

16. Linfield, Freedom Under Fire, pp. 113–67.

Traducido por Gabriel Gasave

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