James Madison observó una vez que “es una verdad universal que la pérdida de la libertad en el país debe ser atribuida a las provisiones contra el peligro, verdadero o fingido, del exterior.” El miedo de peligros externos, Madison observaba, puede persuadir fácilmente a personas amantes de la libertad a voluntariamente desprenderse de libertades que de otra manera considerarían indispensables. En palabras de Thomas Jefferson, la gente se encuentra “dispuesta por un momento a ser instrumento que forje las cadenas para sí misma.”
Al efectuar tales declaraciones sobre la pérdida de preciosos derechos durante las épocas de peligro exterior, Madison y Jefferson hablaban por experiencia. En 1790, un número de estadounidenses temían que los excesos democráticos de la Revolución Francesa fueran exportados a los EE.UU.. Creían que agentes franceses estaban conspirando para destruir a la Constitución y derrocar al gobierno federal. Rumores salvajes se difundieron de que Jefferson, Madison, y otros miembros de su Partido Republicano planeaban ofrecer ayuda a una fuerza invasora francesa, que se encontraba supuestamente navegando a través del Atlántico. Para colmo, una guerra naval no declarada pronto entró en erupción entre los EE.UU. y Francia.
Este ambiente de temor y de desconfianza condujo a la sanción de la legislación más intolerante de comienzos del período nacional: Las Leyes del Extranjero y de la Sedición. Sancionadas por el Congreso en el verano de 1798, las Leyes prohibían las críticas al gobierno federal y otorgaban al Presidente John Adams la facultad de deportar a cualquier extranjero al que viera como sospechoso. Esta legislación hizo una parodia de la Primera Enmienda y privó a los extranjeros del debido proceso legal básico.
Para combatir las Leyes, Jefferson y Madison bosquejaron las Resoluciones de Kentucky y de Virginia. En estas Resoluciones, Madison y Jefferson acusaron al Congreso de excederse en sus poderes y declararon a las Leyes del Extranjero y de la Sedición nulas. Los tiempos eran tan tensos que Madison y Jefferson ocultaron el hecho de su autoría respecto de esas Resoluciones pues temían ser procesados bajo la temida Ley de la Sedición. Aunque el pueblo estadounidense originalmente aplaudió las Leyes, en las elecciones de 1800 apartó del poder a muchos de los partidarios de las mismas. Jefferson también fue elegido a la presidencia y suspendió todos los procesamientos incoados bajo estas vergonzosas medidas. Esta llamada “Revolución de 1800” concluyó la crisis de las Leyes del Extranjero y de la Sedición.
Hoy, a semejanza de 1790, los estadounidenses perciben una amenaza de peligro desde el exterior. En la estela de los ataques del 11 de septiembre y del temor al ántrax, los estadounidenses se encuentran preocupados de que el terrorismo demandará más vidas inocentes. Por lo tanto, pocas voces de oposición se oyeron cuando el Congreso en octubre pasado aprobó la Ley Patriota de los EE.UU. de 2001. Bajo esta legislación, los investigadores del gobierno pueden con más facilidad interceptar secretamente la actividad de la Internet, los agentes del FBI están a cargo del acopio de la inteligencia doméstica, los funcionarios del Departamento del Tesoro deben crear un sistema de inteligencia y acopio financiero para ser utilizado por la CIA, y la CIA se encuentra facultada para usar la evidencia recolectada por los grandes jurados federales y las intercepciones de teléfonos criminales. Además, Presidente Bush firmó una Orden Ejecutiva proveyendo tribunales militares secretos para tratar a los terroristas extranjeros sospechados. Estas cortes no aplicarán los principios de la ley y de las reglas de la evidencia que se utilizan en el juzgamiento de casos los criminales en las cortes de distrito de los EE.UU..
Afortunadamente, estas medidas resultan moderadas cuando son comparadas con las Leyes del Extranjero y de la Sedición de 1798. Por ejemplo, nada en las medidas conculca la libertad de expresión como lo hacía la Ley de la Sedición. Los estadounidenses somos libres de aplaudir, criticar, o vilipendiar a los funcionarios gubernamentales. Sin embargo, las autoridades federales han aumentado su poder de espiar los asuntos de los estadounidenses inocentes. Con respecto al Internet, el Gran Hermano supervisará nuestras comunicaciones de correo electrónico y dónde navegamos en la Web. Por otra parte, bajo la Orden Ejecutiva del Presidente Bush, a los no-ciudadanos sospechosos de terrorismo se les deniegan las salvaguardias del debido proceso legal—los mismos principios que forman la base del sistema estadounidense de justicia. Puesto que estos tribunales implican una desviación de los altos estándares de nuestro sistema, los procedimientos empleados por estos tribunales militares deberían preocupar al ciudadano y al no-ciudadano por igual.
Sin una duda, los ataques del 11 de septiembre cambiaron a los Estados Unidos para siempre. Los terroristas no pueden quitarnos nuestras libertades, pero nuestros políticos continuarán haciendo de EE.UU. una sociedad más regimentada si se lo permitimos. Aunque es necesaria la acción para lidiar con la amenaza del terrorismo, no nos olvidemos de las lecciones de las Leyes del Extranjero y de la Sedición y del aforismo de Madison sobre la pérdida de libertad en el país de cara al peligro del exterior. Seamos también cuidadosos de nuestras libertades, pero, al mismo tiempo, tomemos las acciones necesarias para vencer a este nuevo enemigo. Tal equilibrio es delicado, pero también esencial.
Combatiendo al Terrorismo y las Lecciones de 1798
James Madison observó una vez que “es una verdad universal que la pérdida de la libertad en el país debe ser atribuida a las provisiones contra el peligro, verdadero o fingido, del exterior.” El miedo de peligros externos, Madison observaba, puede persuadir fácilmente a personas amantes de la libertad a voluntariamente desprenderse de libertades que de otra manera considerarían indispensables. En palabras de Thomas Jefferson, la gente se encuentra “dispuesta por un momento a ser instrumento que forje las cadenas para sí misma.”
Al efectuar tales declaraciones sobre la pérdida de preciosos derechos durante las épocas de peligro exterior, Madison y Jefferson hablaban por experiencia. En 1790, un número de estadounidenses temían que los excesos democráticos de la Revolución Francesa fueran exportados a los EE.UU.. Creían que agentes franceses estaban conspirando para destruir a la Constitución y derrocar al gobierno federal. Rumores salvajes se difundieron de que Jefferson, Madison, y otros miembros de su Partido Republicano planeaban ofrecer ayuda a una fuerza invasora francesa, que se encontraba supuestamente navegando a través del Atlántico. Para colmo, una guerra naval no declarada pronto entró en erupción entre los EE.UU. y Francia.
Este ambiente de temor y de desconfianza condujo a la sanción de la legislación más intolerante de comienzos del período nacional: Las Leyes del Extranjero y de la Sedición. Sancionadas por el Congreso en el verano de 1798, las Leyes prohibían las críticas al gobierno federal y otorgaban al Presidente John Adams la facultad de deportar a cualquier extranjero al que viera como sospechoso. Esta legislación hizo una parodia de la Primera Enmienda y privó a los extranjeros del debido proceso legal básico.
Para combatir las Leyes, Jefferson y Madison bosquejaron las Resoluciones de Kentucky y de Virginia. En estas Resoluciones, Madison y Jefferson acusaron al Congreso de excederse en sus poderes y declararon a las Leyes del Extranjero y de la Sedición nulas. Los tiempos eran tan tensos que Madison y Jefferson ocultaron el hecho de su autoría respecto de esas Resoluciones pues temían ser procesados bajo la temida Ley de la Sedición. Aunque el pueblo estadounidense originalmente aplaudió las Leyes, en las elecciones de 1800 apartó del poder a muchos de los partidarios de las mismas. Jefferson también fue elegido a la presidencia y suspendió todos los procesamientos incoados bajo estas vergonzosas medidas. Esta llamada “Revolución de 1800” concluyó la crisis de las Leyes del Extranjero y de la Sedición.
Hoy, a semejanza de 1790, los estadounidenses perciben una amenaza de peligro desde el exterior. En la estela de los ataques del 11 de septiembre y del temor al ántrax, los estadounidenses se encuentran preocupados de que el terrorismo demandará más vidas inocentes. Por lo tanto, pocas voces de oposición se oyeron cuando el Congreso en octubre pasado aprobó la Ley Patriota de los EE.UU. de 2001. Bajo esta legislación, los investigadores del gobierno pueden con más facilidad interceptar secretamente la actividad de la Internet, los agentes del FBI están a cargo del acopio de la inteligencia doméstica, los funcionarios del Departamento del Tesoro deben crear un sistema de inteligencia y acopio financiero para ser utilizado por la CIA, y la CIA se encuentra facultada para usar la evidencia recolectada por los grandes jurados federales y las intercepciones de teléfonos criminales. Además, Presidente Bush firmó una Orden Ejecutiva proveyendo tribunales militares secretos para tratar a los terroristas extranjeros sospechados. Estas cortes no aplicarán los principios de la ley y de las reglas de la evidencia que se utilizan en el juzgamiento de casos los criminales en las cortes de distrito de los EE.UU..
Afortunadamente, estas medidas resultan moderadas cuando son comparadas con las Leyes del Extranjero y de la Sedición de 1798. Por ejemplo, nada en las medidas conculca la libertad de expresión como lo hacía la Ley de la Sedición. Los estadounidenses somos libres de aplaudir, criticar, o vilipendiar a los funcionarios gubernamentales. Sin embargo, las autoridades federales han aumentado su poder de espiar los asuntos de los estadounidenses inocentes. Con respecto al Internet, el Gran Hermano supervisará nuestras comunicaciones de correo electrónico y dónde navegamos en la Web. Por otra parte, bajo la Orden Ejecutiva del Presidente Bush, a los no-ciudadanos sospechosos de terrorismo se les deniegan las salvaguardias del debido proceso legal—los mismos principios que forman la base del sistema estadounidense de justicia. Puesto que estos tribunales implican una desviación de los altos estándares de nuestro sistema, los procedimientos empleados por estos tribunales militares deberían preocupar al ciudadano y al no-ciudadano por igual.
Sin una duda, los ataques del 11 de septiembre cambiaron a los Estados Unidos para siempre. Los terroristas no pueden quitarnos nuestras libertades, pero nuestros políticos continuarán haciendo de EE.UU. una sociedad más regimentada si se lo permitimos. Aunque es necesaria la acción para lidiar con la amenaza del terrorismo, no nos olvidemos de las lecciones de las Leyes del Extranjero y de la Sedición y del aforismo de Madison sobre la pérdida de libertad en el país de cara al peligro del exterior. Seamos también cuidadosos de nuestras libertades, pero, al mismo tiempo, tomemos las acciones necesarias para vencer a este nuevo enemigo. Tal equilibrio es delicado, pero también esencial.
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