Washington, DC—El Estado de Israel pretende expropiar la parte de los manuscritos de Franz Kafka todavía bajo control de dos hermanas cuya madre los recibió como regalo del albacea del escritor. Los tribunales israelíes deben impedir la nacionalización de ese tesoro literario por parte del Estado.
Kafka, un judío checo que escribía en alemán, dejó sus papeles a Max Brod con instrucciones de quemarlos. El albacea publicó la mayoría de ellos, haciendo de Kafka un icono literario del siglo 20. Brod escapó luego de los nazis y terminó en Tel Aviv —entonces parte del Mandato Británico de Palestina—, donde más tarde regaló algunos de los manuscritos a su secretaria y compañera, Esther Hoffe; los demás fueron enviados a grandes universidades occidentales. Las hijas de Hoffe, que heredaron los papeles, vendieron el manuscrito de “El Proceso” y otros documentos, y conservaron muchos otros en cajas de seguridad de bancos israelíes y suizos. En los últimos años negociaron una posible venta al Museo de Literatura Moderna en Marbach, Alemania, que ya posee “El Proceso”.
En 2008, el diario Haaretz desenterró la historia con una revelación sensacional: la casa donde las Hoffe supuestamente guardaban el tesoro literario funciona como un refugio para perros y gatos vagabundos. El hedor ha provocado quejas de los vecinos y la humedad hace peligrar los documentos.
Aquí entra en escena el Estado de Israel. Las autoridades y la Biblioteca Nacional de Jerusalén demandaron a las Hoffes alegando que no habían cumplido con la última voluntad de Max Brod y que los escritos debían pasar a su poder. El Primer Ministro Binyamin Netanyahu considera que los documentos “son valiosos para la historia del pueblo y el Estado judío…el Archivero del Estado opina que es mejor que estos materiales no sean trasladados fuera de Israel”.
Kaffa, cuyos escritos son una impugnación existencial de cualquier forma de autoridad, debe estar revolcándose en su tumba. El autor de una novela sobre un empleado bancario ejecutado por crímenes por los que nunca es formalmente imputado tras un recorrido apabullante por la burocracia judicial, y de otra novela sobre un agrimensor vencido a muerte por unas autoridades que no le permiten cumplir con una sencilla tarea aparentemente comisionada por un conde local, ¡podría acabar nacionalizado como si fuera un campo de gas natural en Bolivia! El legado del autor de un relato sobre un hombre convertido en insecto que es abandonado para que muera por su propia familia podría terminar colectivizado por un Estado, la más fría de todas las familias. El hombre que escribió un testimonio conmovedor del miedo individual a la autoridad paterna en una carta a su padre podría ver su legado controlado por un amo paternalista que considera que el interés nacional será mejor atendido no permitiendo que sus documentos viajen.
La idea —invocada por algunos académicos— de que las relaciones de Kafka con el teatro yiddish en Praga hacia el final de su vida significan que el Estado judío es el legítimo dueño de su legado es retorcida e injusta. Retorcida porque convierte a un hombre devorado por la incertidumbre y la soledad espiritual en un sionista ilustrado, e injusta porque ignora el deseo profundamente individualista del autor: ¡que destruyeran su obra!
La conducta de las Hoffe ha sido, sin duda, extraña y egoísta. Esther y sus hijas deberían haberse asegurado hace mucho tiempo de que el tesoro literario fuera preservado para la posteridad en una institución respetable. Pero son las hermanas Hoffe, y no el Estado de Israel, las propietarias de los documentos de Kafka que quedan. En 1974, el juez israelí que rechazó un intento anterior por parte del gobierno de impugnar la herencia de Esther Hoffe, declaró que el testamento de Brod “permite a la señora Hoffe, durante el resto de la vida, proceder según su propia discreción”.
El tribunal acaba de obligar a la Hoffe a revelar el contenido del legado de Brod, incluidos los documentos de Kafka. Esta semana, las Hoffe presentaron ante dicho tribunal las cartas enviadas por Brod a su madre confirmando la donación. Y puesto que el testamento de Brod no especificaba lo que Esther debía hacer con los papeles y expresaba un vago deseo de que eventualmente fueran entregados a alguna institución en Israel o en el extranjero, la Justicia debe confirmar el fallo de 1974. Eso despejará el camino para que los manuscritos terminen en el museo en Marbach. Cualquier otra decisión constituiría una violación colosal de la propiedad privada.
(c) 2010, The Washington Post Writers Group
El calvario de Kafka
Washington, DC—El Estado de Israel pretende expropiar la parte de los manuscritos de Franz Kafka todavía bajo control de dos hermanas cuya madre los recibió como regalo del albacea del escritor. Los tribunales israelíes deben impedir la nacionalización de ese tesoro literario por parte del Estado.
Kafka, un judío checo que escribía en alemán, dejó sus papeles a Max Brod con instrucciones de quemarlos. El albacea publicó la mayoría de ellos, haciendo de Kafka un icono literario del siglo 20. Brod escapó luego de los nazis y terminó en Tel Aviv —entonces parte del Mandato Británico de Palestina—, donde más tarde regaló algunos de los manuscritos a su secretaria y compañera, Esther Hoffe; los demás fueron enviados a grandes universidades occidentales. Las hijas de Hoffe, que heredaron los papeles, vendieron el manuscrito de “El Proceso” y otros documentos, y conservaron muchos otros en cajas de seguridad de bancos israelíes y suizos. En los últimos años negociaron una posible venta al Museo de Literatura Moderna en Marbach, Alemania, que ya posee “El Proceso”.
En 2008, el diario Haaretz desenterró la historia con una revelación sensacional: la casa donde las Hoffe supuestamente guardaban el tesoro literario funciona como un refugio para perros y gatos vagabundos. El hedor ha provocado quejas de los vecinos y la humedad hace peligrar los documentos.
Aquí entra en escena el Estado de Israel. Las autoridades y la Biblioteca Nacional de Jerusalén demandaron a las Hoffes alegando que no habían cumplido con la última voluntad de Max Brod y que los escritos debían pasar a su poder. El Primer Ministro Binyamin Netanyahu considera que los documentos “son valiosos para la historia del pueblo y el Estado judío…el Archivero del Estado opina que es mejor que estos materiales no sean trasladados fuera de Israel”.
Kaffa, cuyos escritos son una impugnación existencial de cualquier forma de autoridad, debe estar revolcándose en su tumba. El autor de una novela sobre un empleado bancario ejecutado por crímenes por los que nunca es formalmente imputado tras un recorrido apabullante por la burocracia judicial, y de otra novela sobre un agrimensor vencido a muerte por unas autoridades que no le permiten cumplir con una sencilla tarea aparentemente comisionada por un conde local, ¡podría acabar nacionalizado como si fuera un campo de gas natural en Bolivia! El legado del autor de un relato sobre un hombre convertido en insecto que es abandonado para que muera por su propia familia podría terminar colectivizado por un Estado, la más fría de todas las familias. El hombre que escribió un testimonio conmovedor del miedo individual a la autoridad paterna en una carta a su padre podría ver su legado controlado por un amo paternalista que considera que el interés nacional será mejor atendido no permitiendo que sus documentos viajen.
La idea —invocada por algunos académicos— de que las relaciones de Kafka con el teatro yiddish en Praga hacia el final de su vida significan que el Estado judío es el legítimo dueño de su legado es retorcida e injusta. Retorcida porque convierte a un hombre devorado por la incertidumbre y la soledad espiritual en un sionista ilustrado, e injusta porque ignora el deseo profundamente individualista del autor: ¡que destruyeran su obra!
La conducta de las Hoffe ha sido, sin duda, extraña y egoísta. Esther y sus hijas deberían haberse asegurado hace mucho tiempo de que el tesoro literario fuera preservado para la posteridad en una institución respetable. Pero son las hermanas Hoffe, y no el Estado de Israel, las propietarias de los documentos de Kafka que quedan. En 1974, el juez israelí que rechazó un intento anterior por parte del gobierno de impugnar la herencia de Esther Hoffe, declaró que el testamento de Brod “permite a la señora Hoffe, durante el resto de la vida, proceder según su propia discreción”.
El tribunal acaba de obligar a la Hoffe a revelar el contenido del legado de Brod, incluidos los documentos de Kafka. Esta semana, las Hoffe presentaron ante dicho tribunal las cartas enviadas por Brod a su madre confirmando la donación. Y puesto que el testamento de Brod no especificaba lo que Esther debía hacer con los papeles y expresaba un vago deseo de que eventualmente fueran entregados a alguna institución en Israel o en el extranjero, la Justicia debe confirmar el fallo de 1974. Eso despejará el camino para que los manuscritos terminen en el museo en Marbach. Cualquier otra decisión constituiría una violación colosal de la propiedad privada.
(c) 2010, The Washington Post Writers Group
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