Washington, DC—Algún día, los historiadores se preguntarán cómo fue posible que las principales democracias del mundo confiaran al general Pervez Musharraf el liderazgo de la causa contra el fundamentalismo islámico en una región que es el centro neurálgico de esa lucha.
La idea detrás del apoyo brindado a Musharraf era que su ejército autoritario acabaría con los terroristas religiosos. Más bien, la influencia de los fanáticos en las instituciones políticas y militares de Paquistán ha crecido bajo su gobierno. A juzgar por el regreso del Talibán a la vecina Afganistán (con el apoyo de aliados paquistaníes) y las crecientes actividades de al-Qaeda en las áreas tribales a lo largo de la frontera occidental del país, la contribución de Musharraf a la guerra contra el terrorismo parece más bien patética.
El general se mofa ahora de toda noción de Estado de Derecho para seguir siendo Presidente y jefe de las fuerzas armadas. Al tratar de pisotear instituciones como la Corte Suprema paquistaní, ha desatado precisamente lo que se suponía que su gobierno “macho” evitaría: el caos y el enfrentamiento civil. Huelga decir que dicho contexto es una bendición para los fundamentalistas violentos: ellos celebrarán que el Estado se distraiga del objetivo de capturarlos y que aumente el disgusto de la población civil con el gobierno militar.
Nada de esto era difícil de anticipar. Los gobernantes militares no pueden gobernar sin realizar alianzas con ciertos grupos civiles. Musharraf, cuyo partido es un desprendimiento de la Liga Musulmana de Paquistán, se ha aliado con Muttahida Majilis-e-Amal, una coalición de organizaciones políticas musulmanas estrechamente vinculadas a los fundamentalistas. Además, la organización a la que ha colocado en posición de poder absoluto —el ejército— está desproporcionadamente compuesta de pashtunes, grupo étnico dominante en las áreas tribales en las que al Qaeda hace de las suyas. Según Imran Khan, una ex estrella del cricket que ha participado en la política paquistaní en los últimos años y posee lazos con el establishment religioso, los servicios de inteligencia financian a los fundamentalistas. Observadores como el académico Rohan Gunaratna, quien sigue de cerca los asuntos vinculados al terrorismo en el Asia y ha asesorado a gobiernos occidentales, han dicho cosas similares durante años.
Al reprimir fuertemente al Partido del Pueblo de Pakistán de Benazir Bhutto y a la Liga Musulmana de Paquistán del ex Primer Ministro Nawaz Sharif, el actual gobierno se deshizo de los pocos medios disponibles para diluir al fundamentalismo en la sociedad civil. La pura vanidad de perpetuar su gobierno personal socavó el delicado equilibrio entre teócratas y secularistas, y exacerbó las ya fuertes tensiones que recorren su turbulenta nación.
Por enésima vez en la historia, un gobernante militar que prometió traer orden ha generado desórdenes peores que aquellos que se proponía corregir. No hay duda de que las dos grandes organizaciones políticas de Paquistán tienen una gran responsabilidad en el surgimiento de Musharraf. Los corruptos e ineptos gobiernos de Bhutto y Sharif afearon la democracia en los años 80 y 90. En mis tres viajes a Paquistán en la década del 90, tuve la impresión de que, al erosionar el prestigio de las instituciones democráticas, los dirigentes civiles estaban favoreciendo a los fundamentalistas, cuya creciente presencia uno podía fácilmente percibir por todas partes, de Islamabad a Lahore y de allí a Peshawar.
Era sólo cuestión de tiempo el que un dictador prometiera limpiar las miasmas dejadas por los demócratas. Sucedió en 1999, cuando Musharraf echó a Sharif y se puso al mando del gobierno. Luego, la tragedia del “11 de septiembre” dio al matón de Paquistán la oportunidad de hacer lo que ciertos sátrapas habían hecho en el mundo árabe: presentar a su autocracia como la única garantía contra el surgimiento de una teocracia.
Los líderes en Washington, Londres y otras naciones occidentales se han percatado tardíamente de que la dictadura no era la solución a los problemas incubados durante el periodo democrático en Paquistán. Deberían haberlo entendido antes. Los gobiernos civiles han sido ineficaces en Paquistán en parte debido a que, en los 60 años de historia de ese país, los militares han dado a los civiles poco tiempo para desarrollar instituciones fuertes.
El apoyo concedido a Musharraf hasta hace poco por las democracias occidentales ha debilitado la autoridad moral de la guerra contra el terrorismo entre mucha gente que considera que el impulso a favor de la democratización del mundo musulmán es una hoja de parra de la hegemonía estadounidense. No será fácil para un futuro gobierno civil en Islamabad vender al público paquistaní la idea de que las democracias liberales de Occidente son sus amigas.
(c) 2007, The Washington Post Writers Group
El matón paquistaní
Washington, DC—Algún día, los historiadores se preguntarán cómo fue posible que las principales democracias del mundo confiaran al general Pervez Musharraf el liderazgo de la causa contra el fundamentalismo islámico en una región que es el centro neurálgico de esa lucha.
La idea detrás del apoyo brindado a Musharraf era que su ejército autoritario acabaría con los terroristas religiosos. Más bien, la influencia de los fanáticos en las instituciones políticas y militares de Paquistán ha crecido bajo su gobierno. A juzgar por el regreso del Talibán a la vecina Afganistán (con el apoyo de aliados paquistaníes) y las crecientes actividades de al-Qaeda en las áreas tribales a lo largo de la frontera occidental del país, la contribución de Musharraf a la guerra contra el terrorismo parece más bien patética.
El general se mofa ahora de toda noción de Estado de Derecho para seguir siendo Presidente y jefe de las fuerzas armadas. Al tratar de pisotear instituciones como la Corte Suprema paquistaní, ha desatado precisamente lo que se suponía que su gobierno “macho” evitaría: el caos y el enfrentamiento civil. Huelga decir que dicho contexto es una bendición para los fundamentalistas violentos: ellos celebrarán que el Estado se distraiga del objetivo de capturarlos y que aumente el disgusto de la población civil con el gobierno militar.
Nada de esto era difícil de anticipar. Los gobernantes militares no pueden gobernar sin realizar alianzas con ciertos grupos civiles. Musharraf, cuyo partido es un desprendimiento de la Liga Musulmana de Paquistán, se ha aliado con Muttahida Majilis-e-Amal, una coalición de organizaciones políticas musulmanas estrechamente vinculadas a los fundamentalistas. Además, la organización a la que ha colocado en posición de poder absoluto —el ejército— está desproporcionadamente compuesta de pashtunes, grupo étnico dominante en las áreas tribales en las que al Qaeda hace de las suyas. Según Imran Khan, una ex estrella del cricket que ha participado en la política paquistaní en los últimos años y posee lazos con el establishment religioso, los servicios de inteligencia financian a los fundamentalistas. Observadores como el académico Rohan Gunaratna, quien sigue de cerca los asuntos vinculados al terrorismo en el Asia y ha asesorado a gobiernos occidentales, han dicho cosas similares durante años.
Al reprimir fuertemente al Partido del Pueblo de Pakistán de Benazir Bhutto y a la Liga Musulmana de Paquistán del ex Primer Ministro Nawaz Sharif, el actual gobierno se deshizo de los pocos medios disponibles para diluir al fundamentalismo en la sociedad civil. La pura vanidad de perpetuar su gobierno personal socavó el delicado equilibrio entre teócratas y secularistas, y exacerbó las ya fuertes tensiones que recorren su turbulenta nación.
Por enésima vez en la historia, un gobernante militar que prometió traer orden ha generado desórdenes peores que aquellos que se proponía corregir. No hay duda de que las dos grandes organizaciones políticas de Paquistán tienen una gran responsabilidad en el surgimiento de Musharraf. Los corruptos e ineptos gobiernos de Bhutto y Sharif afearon la democracia en los años 80 y 90. En mis tres viajes a Paquistán en la década del 90, tuve la impresión de que, al erosionar el prestigio de las instituciones democráticas, los dirigentes civiles estaban favoreciendo a los fundamentalistas, cuya creciente presencia uno podía fácilmente percibir por todas partes, de Islamabad a Lahore y de allí a Peshawar.
Era sólo cuestión de tiempo el que un dictador prometiera limpiar las miasmas dejadas por los demócratas. Sucedió en 1999, cuando Musharraf echó a Sharif y se puso al mando del gobierno. Luego, la tragedia del “11 de septiembre” dio al matón de Paquistán la oportunidad de hacer lo que ciertos sátrapas habían hecho en el mundo árabe: presentar a su autocracia como la única garantía contra el surgimiento de una teocracia.
Los líderes en Washington, Londres y otras naciones occidentales se han percatado tardíamente de que la dictadura no era la solución a los problemas incubados durante el periodo democrático en Paquistán. Deberían haberlo entendido antes. Los gobiernos civiles han sido ineficaces en Paquistán en parte debido a que, en los 60 años de historia de ese país, los militares han dado a los civiles poco tiempo para desarrollar instituciones fuertes.
El apoyo concedido a Musharraf hasta hace poco por las democracias occidentales ha debilitado la autoridad moral de la guerra contra el terrorismo entre mucha gente que considera que el impulso a favor de la democratización del mundo musulmán es una hoja de parra de la hegemonía estadounidense. No será fácil para un futuro gobierno civil en Islamabad vender al público paquistaní la idea de que las democracias liberales de Occidente son sus amigas.
(c) 2007, The Washington Post Writers Group
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