Al rechazar aprender su lección del naciente atolladero en Irak, el Presidente Bush está predispuesto a arriesgar otra vez las vidas de las fuerzas armadas estadounidenses en Liberia en una clintonesca intervención “humanitaria”, de aquellas que despreció durante su campaña electoral de 2000. Tales justificaciones idealistas para la guerra han sido utilizadas durante siglos y han sido particularmente exitosas en los Estados Unidos. En la historia moderna, recuérdese a Woodrow Wilson con la “guerra para terminar con todas las guerras,” y a Clinton, quien utilizó la fachada “humanitaria” para convertirse en el presidente más intervencionista de los últimos veinte años (por supuesto, el jurado todavía delibera acerca de si George W. Bush lo sobrepasará). ¿Pero qué tiene de malo el deponer a pequeños déspotas y traer la democracia y los mercados libres al mundo a punta de bayoneta?
Primero, podemos liberar a otros, pero nos esclavizamos a nosotros mismos. Los fundadores de los Estados Unidos, reaccionando contra los monarcas europeos quienes llevaban a sus países a la guerra a expensas—en sangre e impuestos—de su pueblo, crearon unas restricciones constitucionales diseñadas para contener esta práctica. Ese sistema se encuentra ahora en ruinas. El Congreso, el brazo del pueblo, ya no declara más la guerra. El ejecutivo imperial puede actualmente llevarnos a la guerra sin aprobación del Congreso alguna—y a menudo lo hace. También, con cada intervención militar estadounidense en ultramar, las libertades civiles únicas de los Estados Unidos en el país se erosionan, especialmente si las desastrosas consecuencias no previstas de la guerra— léase terrorismo—acontecen en nuestro propio suelo. Las guerras civiles étnicas o tribales salvajes son un caldo de cultivo particular para los terroristas.
Segundo, la fachada humanitaria puede ser utilizada para justificar las guerras que son realmente emprendidas por razones de realpolitik. Por ejemplo, el Presidente Clinton amenazó con invadir Haití, no por las razones humanitarias invocadas, sino para contener el flujo de refugiados pobres desde allí a las costas de los EE.UU.. Ese ejemplo y muchos otros demuestran que las intervenciones son rara vez emprendidas por razones puramente humanitarias. El Presidente Bush parece estar dispuesto a emprender una marisma potencialmente riesgosa en Liberia para anotarse tantos con los líderes regionales antes de su viaje a África.
Tercero, el historial de los EE.UU. en el “mantenimiento de la paz” y en la “edificación de naciones” en el mundo en desarrollo es abismal. El Líbano, Somalia, Haití, Bosnia, Kosovo, Afganistán e Irak han sido todos o se están convirtiendo en desastres. O los países no se encuentran mejor (sino a veces peor) que antes de la intervención estadounidense, o la violencia y la inestabilidad resurgirán probablemente cuando los Estados Unidos intenten retirarse del problema. Los a menudo citados modelos de las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial de Japón y de Alemania tienen poca relevancia para las zonas oprimidas por el conflicto en el mundo en desarrollo. Japón y Alemania eran naciones del primer mundo (con enormes reservorios de capital humano) las que estaban listas para dejar de luchar tras ser reducidas al polvo. Poseían un sentido fuerte de identidad nacional y no estaban combatiendo dentro de sí mismas. Incluso poseían alguna experiencia previa con la democracia. La mayoría de esas ventajas japonesas y alemanas no son compartidas por los díscolos países en desarrollo.
En cuanto a Liberia, el público estadounidense debería preguntarse por qué el conflicto allí es diferente a las otras casi 20 guerras civiles en el mundo. Y todas las partes involucradas en la guerra liberiana—incluyendo a los grupos de oposición a los que los Estados Unidos estarían implícitamente ayudando al expulsar al hombre fuerte Charles Taylor— se encuentran estropeadas. La administración amenaza con empantanar a los ya sobre desplegados militares estadounidenses en un conflicto que no pone en riesgo a los intereses vitales del país. Pese a que la administración insiste con que las fuerzas de los EE.UU. permanecerán en Liberia solamente algunos meses hasta que la estabilidad haya retornado, el entonces Presidente Clinton—hace más de ocho años—prometía que las tropas estadounidenses se mantendrían en Bosnia solamente por un año. En tales guerras a baja escala , cuando la estabilidad no es restaurada o la misma se mantiene solamente si los militares de los EE.UU. permanecen, se vuelve políticamente dificultoso retornar a casa a las fuerzas estadounidenses a menos que fatalidades como las ocurridas en Somalia tengan lugar.
El Presidente Bush debe aprender de su padre y resistirse a intervenir en Liberia. Aunque las naciones africanas han venido bregando por intervenciones estadounidenses en el Congo, Sierra Leona y ahora Liberia, en el pasado ellas han sido capaces de deponer por sí mismas a dictadores brutales—por ejemplo, la remoción de Idi Amin en 1978. Si los Estados Unidos intervienen en Liberia, las naciones africanas se tornarán dependientes del poder estadounidense para lo que podrían hacer por sí solas.
Pero quizás la razón más grande para evitar guerras innecesarias para la autodefensa son las consecuencias no queridas. El mejor ejemplo de los severos efectos imprevistos de una guerra: para fastidiar a la Unión Soviética, Jimmy Carter y Ronald Reagan pensaron en apoyar una rebelión en un remanso poco importante llamado Afganistán. Terminaron creando una de las pocas amenazas genuinas a la patria estadounidense en la historia de la república—al Qaeda. Quién sabe qué consecuencias no queridas surgirán por la intervención de los EE.UU. en Liberia o en otras guerras civiles futuras.
Traducido por Gabriel Gasave
El mito de la intervención humanitaria
Al rechazar aprender su lección del naciente atolladero en Irak, el Presidente Bush está predispuesto a arriesgar otra vez las vidas de las fuerzas armadas estadounidenses en Liberia en una clintonesca intervención “humanitaria”, de aquellas que despreció durante su campaña electoral de 2000. Tales justificaciones idealistas para la guerra han sido utilizadas durante siglos y han sido particularmente exitosas en los Estados Unidos. En la historia moderna, recuérdese a Woodrow Wilson con la “guerra para terminar con todas las guerras,” y a Clinton, quien utilizó la fachada “humanitaria” para convertirse en el presidente más intervencionista de los últimos veinte años (por supuesto, el jurado todavía delibera acerca de si George W. Bush lo sobrepasará). ¿Pero qué tiene de malo el deponer a pequeños déspotas y traer la democracia y los mercados libres al mundo a punta de bayoneta?
Primero, podemos liberar a otros, pero nos esclavizamos a nosotros mismos. Los fundadores de los Estados Unidos, reaccionando contra los monarcas europeos quienes llevaban a sus países a la guerra a expensas—en sangre e impuestos—de su pueblo, crearon unas restricciones constitucionales diseñadas para contener esta práctica. Ese sistema se encuentra ahora en ruinas. El Congreso, el brazo del pueblo, ya no declara más la guerra. El ejecutivo imperial puede actualmente llevarnos a la guerra sin aprobación del Congreso alguna—y a menudo lo hace. También, con cada intervención militar estadounidense en ultramar, las libertades civiles únicas de los Estados Unidos en el país se erosionan, especialmente si las desastrosas consecuencias no previstas de la guerra— léase terrorismo—acontecen en nuestro propio suelo. Las guerras civiles étnicas o tribales salvajes son un caldo de cultivo particular para los terroristas.
Segundo, la fachada humanitaria puede ser utilizada para justificar las guerras que son realmente emprendidas por razones de realpolitik. Por ejemplo, el Presidente Clinton amenazó con invadir Haití, no por las razones humanitarias invocadas, sino para contener el flujo de refugiados pobres desde allí a las costas de los EE.UU.. Ese ejemplo y muchos otros demuestran que las intervenciones son rara vez emprendidas por razones puramente humanitarias. El Presidente Bush parece estar dispuesto a emprender una marisma potencialmente riesgosa en Liberia para anotarse tantos con los líderes regionales antes de su viaje a África.
Tercero, el historial de los EE.UU. en el “mantenimiento de la paz” y en la “edificación de naciones” en el mundo en desarrollo es abismal. El Líbano, Somalia, Haití, Bosnia, Kosovo, Afganistán e Irak han sido todos o se están convirtiendo en desastres. O los países no se encuentran mejor (sino a veces peor) que antes de la intervención estadounidense, o la violencia y la inestabilidad resurgirán probablemente cuando los Estados Unidos intenten retirarse del problema. Los a menudo citados modelos de las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial de Japón y de Alemania tienen poca relevancia para las zonas oprimidas por el conflicto en el mundo en desarrollo. Japón y Alemania eran naciones del primer mundo (con enormes reservorios de capital humano) las que estaban listas para dejar de luchar tras ser reducidas al polvo. Poseían un sentido fuerte de identidad nacional y no estaban combatiendo dentro de sí mismas. Incluso poseían alguna experiencia previa con la democracia. La mayoría de esas ventajas japonesas y alemanas no son compartidas por los díscolos países en desarrollo.
En cuanto a Liberia, el público estadounidense debería preguntarse por qué el conflicto allí es diferente a las otras casi 20 guerras civiles en el mundo. Y todas las partes involucradas en la guerra liberiana—incluyendo a los grupos de oposición a los que los Estados Unidos estarían implícitamente ayudando al expulsar al hombre fuerte Charles Taylor— se encuentran estropeadas. La administración amenaza con empantanar a los ya sobre desplegados militares estadounidenses en un conflicto que no pone en riesgo a los intereses vitales del país. Pese a que la administración insiste con que las fuerzas de los EE.UU. permanecerán en Liberia solamente algunos meses hasta que la estabilidad haya retornado, el entonces Presidente Clinton—hace más de ocho años—prometía que las tropas estadounidenses se mantendrían en Bosnia solamente por un año. En tales guerras a baja escala , cuando la estabilidad no es restaurada o la misma se mantiene solamente si los militares de los EE.UU. permanecen, se vuelve políticamente dificultoso retornar a casa a las fuerzas estadounidenses a menos que fatalidades como las ocurridas en Somalia tengan lugar.
El Presidente Bush debe aprender de su padre y resistirse a intervenir en Liberia. Aunque las naciones africanas han venido bregando por intervenciones estadounidenses en el Congo, Sierra Leona y ahora Liberia, en el pasado ellas han sido capaces de deponer por sí mismas a dictadores brutales—por ejemplo, la remoción de Idi Amin en 1978. Si los Estados Unidos intervienen en Liberia, las naciones africanas se tornarán dependientes del poder estadounidense para lo que podrían hacer por sí solas.
Pero quizás la razón más grande para evitar guerras innecesarias para la autodefensa son las consecuencias no queridas. El mejor ejemplo de los severos efectos imprevistos de una guerra: para fastidiar a la Unión Soviética, Jimmy Carter y Ronald Reagan pensaron en apoyar una rebelión en un remanso poco importante llamado Afganistán. Terminaron creando una de las pocas amenazas genuinas a la patria estadounidense en la historia de la república—al Qaeda. Quién sabe qué consecuencias no queridas surgirán por la intervención de los EE.UU. en Liberia o en otras guerras civiles futuras.
Traducido por Gabriel Gasave
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