La inflación de precios de dos dígitos ya está aquí. Cualquiera que preste atención a la política fiscal y monetaria sabía que esto tarde o temprano ocurriría. La reciente suba de 0,75 puntos básicos en la tasa de interés de los fondos federales por parte de la Reserva Federal no será suficiente para frenar una avalancha inflacionaria que políticos imprudentes con nulo conocimiento de la historia y de las experiencias de otros países han venido poniendo en marcha desde hace años.
Durante parte del siglo XX, John Maynard Keynes y Milton Friedman representaron paradigmas opuestos de política económica. Para Keynes el gasto público era crucial para estimular la demanda de bienes y servicios en épocas de escasez; la política monetaria como agente estimulante tenía limitaciones. Friedman, por su parte, era crítico del gasto gubernamental, pero estaba a favor de la política monetaria: en tiempos de recesión, el estímulo monetario era necesario para que la caída no se convirtiera en depresión.
La ironía de los últimos 14 años, es decir, desde la crisis financiera de 2008, es que los gobiernos de todo el mundo recurrieron simultáneamente a las políticas keynesianas y friedmanianas: una masivo gasto público y la «impresión» de dinero para evitar una depresión.
El grado sin precedentes de estas intervenciones estaba destinado a causar graves daños. Bastaría con que la gente se sintiese más segura a la hora de solicitar y conceder créditos y gastar dinero. Entonces, todo ese estímulo generaría un exceso de demanda frente a una oferta de bienes y servicios que no podría acompañar el ritmo. Si encima de esto, ciertos factores limitasen aún más la capacidad de producir los bienes suficientes para satisfacer la demanda (una pandemia, una guerra), el efecto sería mucho más agudo.
Bienvenidos a la nueva realidad. Un simple vistazo a la deuda estadounidense la deja al descubierto. La deuda total del gobierno y de los hogares es de más de 90 billones de dólares (trillones en inglés), más de cuatro veces lo que la economía produce cada año. En los dos últimos años se produjo un déficit presupuestario de 6 billones de dólares (trillones en inglés) relacionado con el COVID-19 que llevó los gastos federales al equivalente del 30,5% del PBI, más de 5 puntos porcentuales por encima de 2008, el año en que la crisis financiera desencadenó una oleada de masivos rescates financieros gubernamentales. Y esto no tiene en cuenta el estímulo fiscal. Entre 2008 y 2020 la oferta monetaria casi se duplicó, ¡y sólo en estos dos últimos años aumentó un 46 por ciento!
¿Dónde está la inflación, se preguntaban burlonamente muchos «expertos» en los años posteriores a la crisis financiera, cuando los estímulos fiscales y monetarios (Keynes y Friedman) no produjeron las subidas de precios que simplones como nosotros veníamos prediciendo? En ausencia de un crédito y un gasto de consumo vigorosos, el nuevo dinero estaba inflando el precio de diversos activos. En 2021, según un estudio, el valor liquido de las viviendas en los Estados Unidos ascendía a la friolera de 14,2 billones de dólares (trillones en inglés), a pesar de que los salarios habían subido muy poco. Eventualmente, la inflación se extendería a los precios a la producción y al consumidor. Y aquí estamos, con la Reserva Federal subiendo desesperadamente la tasa de interés de los fondos federales para intentar frenar la inflación que es ahora la mayor preocupación económica del mundo.
Todavía no hemos visto nada. En otras partes del mundo desarrollado, se está gestando de nuevo una crisis de la deuda soberana, como en 2012. Las tasas de interés de la deuda pública en países altamente endeudados, como España e Italia, se han triplicado rápidamente, mientras el Banco Central Europeo ha señalado que también se encuentra dispuesto a frenar la inflación subiendo las tasas. Pero ahora el banco central se enfrenta a un dilema: ¿sigue subiendo las tasas y envía a España, Italia y otros países al territorio del incumplimiento, o va despacio y se arriesga a alimentar aún más la inflación? Por el momento, está tratando de cuadrar el círculo, afirmando que seguirá subiendo las tasas y, al mismo tiempo, adquiriendo más deuda soberana de los países altamente endeudados. Pronto el banco se dará cuenta de la grotesca contradicción, y pagará las consecuencias. ¿Cuánto tiempo pasará hasta que los más sólidos financieramente europeos del norte, al verse subvencionando a los del sur, empiecen a cuestionar de nuevo al euro?
Este no es el lugar para abordar las consecuencias sociales y políticas que se derivarán de la nueva era inflacionaria – y su corolario, una gran recesión, que ya se está respirando. (Según una estimación, el gasto del comercio minorista se ha reducido en un 15% anual). Pero esas consecuencias serán enormes. Finalmente ha llegado la hora de pagar los errores.
Traducido por Gabriel Gasave
El mundo se enfrenta a la hora de la verdad inflacionaria
La inflación de precios de dos dígitos ya está aquí. Cualquiera que preste atención a la política fiscal y monetaria sabía que esto tarde o temprano ocurriría. La reciente suba de 0,75 puntos básicos en la tasa de interés de los fondos federales por parte de la Reserva Federal no será suficiente para frenar una avalancha inflacionaria que políticos imprudentes con nulo conocimiento de la historia y de las experiencias de otros países han venido poniendo en marcha desde hace años.
Durante parte del siglo XX, John Maynard Keynes y Milton Friedman representaron paradigmas opuestos de política económica. Para Keynes el gasto público era crucial para estimular la demanda de bienes y servicios en épocas de escasez; la política monetaria como agente estimulante tenía limitaciones. Friedman, por su parte, era crítico del gasto gubernamental, pero estaba a favor de la política monetaria: en tiempos de recesión, el estímulo monetario era necesario para que la caída no se convirtiera en depresión.
La ironía de los últimos 14 años, es decir, desde la crisis financiera de 2008, es que los gobiernos de todo el mundo recurrieron simultáneamente a las políticas keynesianas y friedmanianas: una masivo gasto público y la «impresión» de dinero para evitar una depresión.
El grado sin precedentes de estas intervenciones estaba destinado a causar graves daños. Bastaría con que la gente se sintiese más segura a la hora de solicitar y conceder créditos y gastar dinero. Entonces, todo ese estímulo generaría un exceso de demanda frente a una oferta de bienes y servicios que no podría acompañar el ritmo. Si encima de esto, ciertos factores limitasen aún más la capacidad de producir los bienes suficientes para satisfacer la demanda (una pandemia, una guerra), el efecto sería mucho más agudo.
Bienvenidos a la nueva realidad. Un simple vistazo a la deuda estadounidense la deja al descubierto. La deuda total del gobierno y de los hogares es de más de 90 billones de dólares (trillones en inglés), más de cuatro veces lo que la economía produce cada año. En los dos últimos años se produjo un déficit presupuestario de 6 billones de dólares (trillones en inglés) relacionado con el COVID-19 que llevó los gastos federales al equivalente del 30,5% del PBI, más de 5 puntos porcentuales por encima de 2008, el año en que la crisis financiera desencadenó una oleada de masivos rescates financieros gubernamentales. Y esto no tiene en cuenta el estímulo fiscal. Entre 2008 y 2020 la oferta monetaria casi se duplicó, ¡y sólo en estos dos últimos años aumentó un 46 por ciento!
¿Dónde está la inflación, se preguntaban burlonamente muchos «expertos» en los años posteriores a la crisis financiera, cuando los estímulos fiscales y monetarios (Keynes y Friedman) no produjeron las subidas de precios que simplones como nosotros veníamos prediciendo? En ausencia de un crédito y un gasto de consumo vigorosos, el nuevo dinero estaba inflando el precio de diversos activos. En 2021, según un estudio, el valor liquido de las viviendas en los Estados Unidos ascendía a la friolera de 14,2 billones de dólares (trillones en inglés), a pesar de que los salarios habían subido muy poco. Eventualmente, la inflación se extendería a los precios a la producción y al consumidor. Y aquí estamos, con la Reserva Federal subiendo desesperadamente la tasa de interés de los fondos federales para intentar frenar la inflación que es ahora la mayor preocupación económica del mundo.
Todavía no hemos visto nada. En otras partes del mundo desarrollado, se está gestando de nuevo una crisis de la deuda soberana, como en 2012. Las tasas de interés de la deuda pública en países altamente endeudados, como España e Italia, se han triplicado rápidamente, mientras el Banco Central Europeo ha señalado que también se encuentra dispuesto a frenar la inflación subiendo las tasas. Pero ahora el banco central se enfrenta a un dilema: ¿sigue subiendo las tasas y envía a España, Italia y otros países al territorio del incumplimiento, o va despacio y se arriesga a alimentar aún más la inflación? Por el momento, está tratando de cuadrar el círculo, afirmando que seguirá subiendo las tasas y, al mismo tiempo, adquiriendo más deuda soberana de los países altamente endeudados. Pronto el banco se dará cuenta de la grotesca contradicción, y pagará las consecuencias. ¿Cuánto tiempo pasará hasta que los más sólidos financieramente europeos del norte, al verse subvencionando a los del sur, empiecen a cuestionar de nuevo al euro?
Este no es el lugar para abordar las consecuencias sociales y políticas que se derivarán de la nueva era inflacionaria – y su corolario, una gran recesión, que ya se está respirando. (Según una estimación, el gasto del comercio minorista se ha reducido en un 15% anual). Pero esas consecuencias serán enormes. Finalmente ha llegado la hora de pagar los errores.
Traducido por Gabriel Gasave
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