Los más recientes guarismos estadounidenses indican que durante el año pasado ha habido un gran incremento en el cultivo de coca en Perú y un más pequeño pero evidente repunte en Bolivia. Aún más significativamente, las estimaciones sobre el área total de cultivo de coca en Colombia, que serán publicadas más adelante, también son altas después de tres años de lo que lució como un esfuerzo de erradicación exitoso. En verdad, este ha sido el patrón de los últimos treinta años: cada vez que parece que la erradicación está funcionando el cultivo vuelve a crecer. ¿Hay alguien que ocupe un puesto de responsabilidad en los Estados Unidos que esté considerando tan siquiera la posibilidad de una aproximación novedosa al problema?
Me apresuro a agregar que hay signos de que algunos funcionarios del Departamento de Estado comprenden la necesidad de reducir la importancia que han venido dando al tema de la droga en los países latinoamericanos. Hay incluso signos de que Washington puede estar dispuesto a algún acuerdo con los países andinos como Bolivia, que desea incrementar el número de hectáreas de coca permitidas para usos legales.
Esta razonable actitud podría evitar problemas diplomáticos en lo inmediato y ayudar a dispersar la tensión que se está gestando en los Andes con la aparición de caudillos políticos críticos de los Estados Unidos aliados con los cocaleros. Pero el problema está en la política misma. La guerra contra las drogas no está funcionando y nunca funcionará a menos que regímenes totalitarios sean instalados en gran parte de este hemisferio (e incluso esa sería una apuesta arriesgada: la prohibición soviética del alcohol en la década del 20, en 1958, 1972, y 1979 fracasó estrepitosamente!)
Entre 2001 y 2004, se llevó a cabo un colosal esfuerzo para reducir las plantaciones de coca en Colombia. La idea era matar dos pájaros de un tiro. Por un lado, Colombia representa unos $65 mil millones de cocaína que fluye hacia los EE.UU. y, por el otro, Colombia enfrenta una insurgencia terrorista que se nutre del dinero de las drogas. Aproximadamente la mitad los $6 mil millones que han sido vertidos en América Latina por parte de los Estados Unidos para combatir a las drogas en los pasados seis años han ido a parar a Colombia. Mediante una combinación de distintas formas de erradicación, incluida la fumigación aérea, Colombia fue capaz de reducir en más de un tercio el área total de las plantaciones de coca durante ese período de tres años. Pero el efecto fue también el de un aumento en las plantaciones de coca en Perú y Bolivia. Y ahora parece que el cultivo de coca en Colombia está también repuntando nuevamente.
La ONU estima que la mayor parte de las plantaciones de coca localizadas el año pasado en Colombia eran nuevas y, según una reciente edición de The Economist, los funcionarios estadounidenses están afirmando que el índice de replantación supera hoy día a la tasa de erradicación. Escuché recientemente la misma estimación de parte de un ex ministro de justicia de Colombia que jamás ha sido acusado de ser remotamente indulgente para con los narcotraficantes. En cualquier caso, los sembradíos de coca todavía se extienden sobre un área total de más de 100.000 hectáreas. Los cocaleros simplemente están trasladando los arbustos de las áreas en las cuales son vulnerables a la fumigación aérea a lugares donde esa clase de erradicación se encuentra prohibida. Están descentralizando sus parcelas a efectos de evitar la fuerte concentración en ciertas áreas. Verdaderamente, cosa de escolares.
Algunas semanas atrás, la Oficina de Contabilidad Gubernamental, una rama investigativa del Congreso estadounidense, publicó un informe declarando que la cantidad de cocaína disponible en los EE.UU. no ha sido reducida. Consideran que el precio puede haber subido en virtud de un incremento en la aplicación de la ley en este país pero el número de usuarios, unos dos millones, ha seguido siendo el mismo y el flujo de cocaína sigue siendo fuerte. Desde 1980, el precio de la cocaína en los Estados Unidos ha disminuido un 50 % mientras la guerra contra las drogas en América del Sur ha continuado.
Muchos en América del Sur entienden esta realidad mejor que los funcionarios estadounidenses. Comprenden que varias décadas de reformas agrarias colectivistas en los Andes han destruido a la agricultura y que, ante la ausencia de buenos cultivos alternativos, el valor de la coca, artificialmente elevado por la guerra contra las drogas, resulta irresistible. Sin embargo, los líderes políticos andinos más razonables tampoco están deseosos de hacer ese planteo enérgicamente debido a su temor a las represalias de los Estados Unidos o porque prefieren esperar hasta que se inicie un debate serio para cambiar el foco de la política oficial estadounidense (es poco lo que un país latinoamericano puede hacer por sí mismo).
Cualquier país latinoamericano que elija relajar de forma unilateral la erradicación de la coca y deje de cooperar con la guerra contra las drogas de los Estados Unidos enfrentará consecuencias tan espantosas que tiene poco sentido para una nación pobre concentrar su energía política en desafiar a la política estadounidense—a menos que usted sea un demagogo anti-estadounidense aliado con los cocaleros y desee sumar puntos dentro de su país. De un modo u otro, el resultado es la perpetuación de una colosal equivocación.
Año tras año cúmulos de estadísticas refutan los alardes oficiales acerca de los avances en la guerra contra las drogas. ¿Cuánto más dinero precisa ser desperdiciado, cuántos más latinoamericanos alienados, y cuántos más demagogos anti-estadounidenses creados antes de que la nación más poderosa en la historia de la civilización humana se percate de que, tal vez sí exista una solución mejor que la de intentar terminar con esos testarudos pequeños arbustos?
Esos tercos matorrales
Los más recientes guarismos estadounidenses indican que durante el año pasado ha habido un gran incremento en el cultivo de coca en Perú y un más pequeño pero evidente repunte en Bolivia. Aún más significativamente, las estimaciones sobre el área total de cultivo de coca en Colombia, que serán publicadas más adelante, también son altas después de tres años de lo que lució como un esfuerzo de erradicación exitoso. En verdad, este ha sido el patrón de los últimos treinta años: cada vez que parece que la erradicación está funcionando el cultivo vuelve a crecer. ¿Hay alguien que ocupe un puesto de responsabilidad en los Estados Unidos que esté considerando tan siquiera la posibilidad de una aproximación novedosa al problema?
Me apresuro a agregar que hay signos de que algunos funcionarios del Departamento de Estado comprenden la necesidad de reducir la importancia que han venido dando al tema de la droga en los países latinoamericanos. Hay incluso signos de que Washington puede estar dispuesto a algún acuerdo con los países andinos como Bolivia, que desea incrementar el número de hectáreas de coca permitidas para usos legales.
Esta razonable actitud podría evitar problemas diplomáticos en lo inmediato y ayudar a dispersar la tensión que se está gestando en los Andes con la aparición de caudillos políticos críticos de los Estados Unidos aliados con los cocaleros. Pero el problema está en la política misma. La guerra contra las drogas no está funcionando y nunca funcionará a menos que regímenes totalitarios sean instalados en gran parte de este hemisferio (e incluso esa sería una apuesta arriesgada: la prohibición soviética del alcohol en la década del 20, en 1958, 1972, y 1979 fracasó estrepitosamente!)
Entre 2001 y 2004, se llevó a cabo un colosal esfuerzo para reducir las plantaciones de coca en Colombia. La idea era matar dos pájaros de un tiro. Por un lado, Colombia representa unos $65 mil millones de cocaína que fluye hacia los EE.UU. y, por el otro, Colombia enfrenta una insurgencia terrorista que se nutre del dinero de las drogas. Aproximadamente la mitad los $6 mil millones que han sido vertidos en América Latina por parte de los Estados Unidos para combatir a las drogas en los pasados seis años han ido a parar a Colombia. Mediante una combinación de distintas formas de erradicación, incluida la fumigación aérea, Colombia fue capaz de reducir en más de un tercio el área total de las plantaciones de coca durante ese período de tres años. Pero el efecto fue también el de un aumento en las plantaciones de coca en Perú y Bolivia. Y ahora parece que el cultivo de coca en Colombia está también repuntando nuevamente.
La ONU estima que la mayor parte de las plantaciones de coca localizadas el año pasado en Colombia eran nuevas y, según una reciente edición de The Economist, los funcionarios estadounidenses están afirmando que el índice de replantación supera hoy día a la tasa de erradicación. Escuché recientemente la misma estimación de parte de un ex ministro de justicia de Colombia que jamás ha sido acusado de ser remotamente indulgente para con los narcotraficantes. En cualquier caso, los sembradíos de coca todavía se extienden sobre un área total de más de 100.000 hectáreas. Los cocaleros simplemente están trasladando los arbustos de las áreas en las cuales son vulnerables a la fumigación aérea a lugares donde esa clase de erradicación se encuentra prohibida. Están descentralizando sus parcelas a efectos de evitar la fuerte concentración en ciertas áreas. Verdaderamente, cosa de escolares.
Algunas semanas atrás, la Oficina de Contabilidad Gubernamental, una rama investigativa del Congreso estadounidense, publicó un informe declarando que la cantidad de cocaína disponible en los EE.UU. no ha sido reducida. Consideran que el precio puede haber subido en virtud de un incremento en la aplicación de la ley en este país pero el número de usuarios, unos dos millones, ha seguido siendo el mismo y el flujo de cocaína sigue siendo fuerte. Desde 1980, el precio de la cocaína en los Estados Unidos ha disminuido un 50 % mientras la guerra contra las drogas en América del Sur ha continuado.
Muchos en América del Sur entienden esta realidad mejor que los funcionarios estadounidenses. Comprenden que varias décadas de reformas agrarias colectivistas en los Andes han destruido a la agricultura y que, ante la ausencia de buenos cultivos alternativos, el valor de la coca, artificialmente elevado por la guerra contra las drogas, resulta irresistible. Sin embargo, los líderes políticos andinos más razonables tampoco están deseosos de hacer ese planteo enérgicamente debido a su temor a las represalias de los Estados Unidos o porque prefieren esperar hasta que se inicie un debate serio para cambiar el foco de la política oficial estadounidense (es poco lo que un país latinoamericano puede hacer por sí mismo).
Cualquier país latinoamericano que elija relajar de forma unilateral la erradicación de la coca y deje de cooperar con la guerra contra las drogas de los Estados Unidos enfrentará consecuencias tan espantosas que tiene poco sentido para una nación pobre concentrar su energía política en desafiar a la política estadounidense—a menos que usted sea un demagogo anti-estadounidense aliado con los cocaleros y desee sumar puntos dentro de su país. De un modo u otro, el resultado es la perpetuación de una colosal equivocación.
Año tras año cúmulos de estadísticas refutan los alardes oficiales acerca de los avances en la guerra contra las drogas. ¿Cuánto más dinero precisa ser desperdiciado, cuántos más latinoamericanos alienados, y cuántos más demagogos anti-estadounidenses creados antes de que la nación más poderosa en la historia de la civilización humana se percate de que, tal vez sí exista una solución mejor que la de intentar terminar con esos testarudos pequeños arbustos?
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