Algeciras (sur de España)—Cuando uno recorre las tierras de Don Quijote en Castilla-La Mancha, lo asalta el espectáculo orgulloso de los parques eólicos que salvarán, con su limpia energía, a Iberia y el planeta. Lo siguen, ya en Andalucía, el de las granjas solares y los empleos ecológicos del futuro.
Sólo que, si las cosas continúan como van en España, adalid mundial del combustible renovable, es posible que la energía eólica y solar no nos salve de nada —ni renueve la economía capitalista.
España es el tercer productor de energía alternativa, después de Estados Unidos y Alemania; si se toma en cuenta el tamaño relativo de su economía y su población, es el mayor. La primera torre solar se erigió cerca de Sevilla. El próximo año la energía eólica y solar representará un 30 por ciento de la matriz energética española. Sus turbinas eólicas son una maravilla tecnológica: Estados Unidos importa muchas de ellas.
Pero estos logros no son el resultado de las opciones personales de los ciudadanos y la sana interacción entre productores y consumidores, sino de una trama política que combina proteccionismo, úcases y subsidios. Hace unos meses, un estudio de Gabriel Calzada, de la Universidad Rey Juan Carlos, causó revuelo internacional cuando reveló que cada puesto de trabajo ecológico cuesta a los contribuyentes españoles entre 540.000 y un millón de euros, e implica 2,2 puestos de trabajo perdidos o no creados por la mala asignación de capital. A pesar de unos 43 mil millones de euros en subsidios, la energía solar todavía no es un componente clave de la matriz energética y España no ha cumplido con el acuerdo de Kioto.
El gasto fiscal en energía verde ha creado un déficit en la industria energética en su conjunto, obligando al gobierno a reducir un 30 por ciento los desembolsos a los productores de combustible solar. Miles de empleos se han perdido, abultando una dolorosa tasa de desocupación que ronda el 19 por ciento. Debido a la concentración políticamente inducida en combustibles renovables, otras prioridades, como la creación de nuevas y mejores conexiones con la red elçectrica francesa, han sido ninguneadas.
Red Eléctrica de España, la compañía estatal que administra la red eléctrica, acaba de admitir en un informe el exceso de capacidad en la industria eólica: el 5 por ciento de esa energía se desperdiciará en 2014 debido a una insuficiente demanda. Las cosas serán peores en 2016 aún teniendo en cuenta los 3 millones de automóviles eléctricos que las autoridades españolas (con gran optimismo) proyectan para ese año.
Todo esto se debe a que la política ha suplantado a las fuerzas del mercado. A partir de los años 90´ y con especial vigor en la segunda mitad de esta década, las autoridades orientaron una parte significativa de los recursos de la nación hacia objetivos de carácter político, aun si estaban motivados por sentimientos nobles. El resultado —como suele suceder cuando los incentivos políticos engendran un exceso de inversiones en determinada industria— ha sido una especie de burbuja.
Las empresas eléctricas españolas están obligadas a comprar toda la energía eólica disponible y los operadores de los parques eólicos reciben un precio fijo o venden lo suyo a precios de mercado y obtienen una prima generosa. Todos los operadores de energía renovable han tenido que crear centros de control conectados a la red nacional; el de Iberdrola, en Toledo, es el más grande. Las industrias de energía alternativa conforman, en esencia, una economía dirigida.
La consecuencia de que el gobierno estableciera una economía dirigida en el campo de la electricidad no podía ser muy distinta de la que suele provocar la economía dirigida en otras partes. Había algo quijotesco en el crecimiento de 300 por ciento experimentado por la energía solar desde 2005 en España y en el hecho de que unas 500 empresas participasen en el sector eólico atraídas por el canto de sirena de los mercados cautivos y la generosidad del Estado (ellas también están eliminando empleo). La realidad tenía que tocar la puerta tarde o temprano.
Por supuesto, el fomento desmesurado del gobierno a la energía alternativa ha impuesto fuertes costos a los competidores. Los operadores de las centrales de ciclo combinado, que funcionan con gas natural, el combustible fósil más limpio, sufren ahora de un exceso de capacidad debido a las plantas que construyeron confiados en una demanda que ha sido desviada por el gobierno hacia la energía eólica. Como es lógico, ahora están contraatacando y piden cuentas al Estado. La cosa puede ponerse fea.
Las lecciones del programa de energía renovable en España deben ser tenidas en cuenta en la próxima “cumbre” del cambio climático en Copenhague. En los últimos años, muchos países, incluidos los Estados Unidos, han elogiado el modelo español, inspirándose en él. Urge que le echen un segundo vistazo.
(c) 2009, The Washington Post Writers Group
España, cuando la energía es viento
Algeciras (sur de España)—Cuando uno recorre las tierras de Don Quijote en Castilla-La Mancha, lo asalta el espectáculo orgulloso de los parques eólicos que salvarán, con su limpia energía, a Iberia y el planeta. Lo siguen, ya en Andalucía, el de las granjas solares y los empleos ecológicos del futuro.
Sólo que, si las cosas continúan como van en España, adalid mundial del combustible renovable, es posible que la energía eólica y solar no nos salve de nada —ni renueve la economía capitalista.
España es el tercer productor de energía alternativa, después de Estados Unidos y Alemania; si se toma en cuenta el tamaño relativo de su economía y su población, es el mayor. La primera torre solar se erigió cerca de Sevilla. El próximo año la energía eólica y solar representará un 30 por ciento de la matriz energética española. Sus turbinas eólicas son una maravilla tecnológica: Estados Unidos importa muchas de ellas.
Pero estos logros no son el resultado de las opciones personales de los ciudadanos y la sana interacción entre productores y consumidores, sino de una trama política que combina proteccionismo, úcases y subsidios. Hace unos meses, un estudio de Gabriel Calzada, de la Universidad Rey Juan Carlos, causó revuelo internacional cuando reveló que cada puesto de trabajo ecológico cuesta a los contribuyentes españoles entre 540.000 y un millón de euros, e implica 2,2 puestos de trabajo perdidos o no creados por la mala asignación de capital. A pesar de unos 43 mil millones de euros en subsidios, la energía solar todavía no es un componente clave de la matriz energética y España no ha cumplido con el acuerdo de Kioto.
El gasto fiscal en energía verde ha creado un déficit en la industria energética en su conjunto, obligando al gobierno a reducir un 30 por ciento los desembolsos a los productores de combustible solar. Miles de empleos se han perdido, abultando una dolorosa tasa de desocupación que ronda el 19 por ciento. Debido a la concentración políticamente inducida en combustibles renovables, otras prioridades, como la creación de nuevas y mejores conexiones con la red elçectrica francesa, han sido ninguneadas.
Red Eléctrica de España, la compañía estatal que administra la red eléctrica, acaba de admitir en un informe el exceso de capacidad en la industria eólica: el 5 por ciento de esa energía se desperdiciará en 2014 debido a una insuficiente demanda. Las cosas serán peores en 2016 aún teniendo en cuenta los 3 millones de automóviles eléctricos que las autoridades españolas (con gran optimismo) proyectan para ese año.
Todo esto se debe a que la política ha suplantado a las fuerzas del mercado. A partir de los años 90´ y con especial vigor en la segunda mitad de esta década, las autoridades orientaron una parte significativa de los recursos de la nación hacia objetivos de carácter político, aun si estaban motivados por sentimientos nobles. El resultado —como suele suceder cuando los incentivos políticos engendran un exceso de inversiones en determinada industria— ha sido una especie de burbuja.
Las empresas eléctricas españolas están obligadas a comprar toda la energía eólica disponible y los operadores de los parques eólicos reciben un precio fijo o venden lo suyo a precios de mercado y obtienen una prima generosa. Todos los operadores de energía renovable han tenido que crear centros de control conectados a la red nacional; el de Iberdrola, en Toledo, es el más grande. Las industrias de energía alternativa conforman, en esencia, una economía dirigida.
La consecuencia de que el gobierno estableciera una economía dirigida en el campo de la electricidad no podía ser muy distinta de la que suele provocar la economía dirigida en otras partes. Había algo quijotesco en el crecimiento de 300 por ciento experimentado por la energía solar desde 2005 en España y en el hecho de que unas 500 empresas participasen en el sector eólico atraídas por el canto de sirena de los mercados cautivos y la generosidad del Estado (ellas también están eliminando empleo). La realidad tenía que tocar la puerta tarde o temprano.
Por supuesto, el fomento desmesurado del gobierno a la energía alternativa ha impuesto fuertes costos a los competidores. Los operadores de las centrales de ciclo combinado, que funcionan con gas natural, el combustible fósil más limpio, sufren ahora de un exceso de capacidad debido a las plantas que construyeron confiados en una demanda que ha sido desviada por el gobierno hacia la energía eólica. Como es lógico, ahora están contraatacando y piden cuentas al Estado. La cosa puede ponerse fea.
Las lecciones del programa de energía renovable en España deben ser tenidas en cuenta en la próxima “cumbre” del cambio climático en Copenhague. En los últimos años, muchos países, incluidos los Estados Unidos, han elogiado el modelo español, inspirándose en él. Urge que le echen un segundo vistazo.
(c) 2009, The Washington Post Writers Group
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