Se han ofrecido dos explicaciones acerca de los recientes disturbios en las “banlieues” francesas. Una culpa al “multiculturalismo,” es decir la política que tolera los hábitos culturales de los inmigrantes árabes—hábitos que irían en contra de la civilización occidental y que se habrían convertido en un caballo de Troya del fanatismo islámico. La otra culpa al modelo “monocolor” del republicanismo francés, que no se habría percatado de que los hijos de los inmigrantes precisaban ser objeto de asistencia estatal.
Cualquiera que haya seguido las vicisitudes del Estado Benefactor en Francia se da cuenta de que ninguno de estos argumentos apunta al corazón del problema. El multiculturalismo de Francia es mayormente retórico. En la práctica, el republicanismo que encarna ese país ha impuesto la renuncia de la cultura inmigrante, a veces de manera implacable. Por otro lado, el Estado Benefactor no puede ser la respuesta a un problema causado pues por…¡el Estado Benefactor!
La inmigración genera tensiones, pero un sistema poroso y abierto las aliviará de una forma en que no puede hacerlo la sociedad estratificada que supone el Estado Benefactor. La ausencia de una política de “discriminación positiva” para con la segunda generación de inmigrantes árabes no puede ser la razón por la cual no hay movilidad social en un país en el que la “discriminación positiva” hacia los grupos de presión bien organizados ha creado un sistema basado en el privilegio que reparte ventajas para algunos a expensas de los demás. Los peores perdedores en ese tipo de sistema son precisamente aquellos que arrancan desde una situación desventajosa, como los inmigrantes del norte de Africa asentados en Seine-Saint-Denis y otros suburbios.
Uno pensaría que 6.000 automóviles carbonizados, la destrucción de incontables negocios y otros tipos de propiedades en 300 ciudades y el horror que ha soportado Francia persuadirían a los franceses a cuestionar el modelo. Sin embargo, la respuesta del gobierno y la reacción de las elites francesas indican lo contrario.
El modelo francés ha causado dos fracturas. Un separa a aquellos que tienen un empleo de aquellos que no lo poseen. Aquellos que no lo tienen se encuentran en gran medida concentrados en los suburbios, donde el desempleo entre los jóvenes musulmanes se aproxima al 40 por ciento (10 por ciento de la población francesa proviene del norte de Africa). La otra fractura separa a aquellos que tienen empleos en el Estado de aquellos que los tienen en las empresas privadas. Los privilegios que disfrutan quienes trabajan para el Estado–uno de cada cinco miembros de la fuerza laboral–son tan seductores que, según una encuesta realizada por la agencia IFOP, el 75 por ciento de la juventud prefiere trabajar para el Estado.
“Francia tiene demasiado Estado y muy poco gobierno,” dijo Jean-Francois Revel, el escritor francés, pocos años atrás, haciéndose eco de Jefferson, para quien el exceso de Estado genera sociedades convulsas. Hijo del racionalismo cartesiano, el modelo francés es un laberinto de reglamentos que convierten en un empeño hercúleo iniciar un negocio o aumentar su personal si es que ya se posee uno. Tal como lo señalara recientemente el escritor sueco Johan Norberg, en los años 90 las compañías estadounidenses expandieron su fuerza laboral en un 161 por ciento, mientras que en Francia la cifra fue de apenas 13 por ciento.
Dado que los individuos reaccionan ante los incentivos existentes, los franceses aspiran a los puestos gubernamentales. Si un francés ingresa al servicio civil y se convierte en un “fonctionnaire,” se puede jubilar después de treinta y siete años con su último salario. Si se jubila anticipadamente, pierde el 20 por ciento de su salario, mientras que un empleado privado pierde el 50 por ciento. Si usted es hijo de un inmigrante norafricano, no puede conseguir un trabajo en el sector privado en virtud de que las empresas no contratan muchos empleados nuevos y no puede obtener un empleo estatal—la joya de la corona—porque aquellos están reservados para los blancos.
La vasta red de beneficios sociales en Francia refleja los modos en que los distintos grupos se han organizado para ejercitar influencia política. Los hijos de los inmigrantes africanos fueron desplazados del mercado político—hasta que las “banlieues” se prendieron. A pesar de que el resentimiento no es nuevo (véase la película francesa “La Haine” que ya tiene 10 años), sólo ahora se ha podido sentar en la mesa política. De una manera muy típica, el sistema mercantilista francés está respondiendo a la crisis mediante la creación de más asistencia social en un país en el cual el Estado ya consume la mitad del PBI de la nación y ha sofocado el crecimiento económico. El gobierno ha anunciado que la asistencia a los jóvenes estudiantes con problemas será quintuplicada y que 100.000 inmigrantes de segunda generación obtendrán puestos en el Estado sin pasar por el proceso competitivo. Estas soluciones son exactamente la causa del problema—el Estado Benefactor.
Hace medio siglo, el economista francés Jacques Rueff persuadió a las autoridades de anular varias leyes que le ponían grilletes a la economía francesa y deprimían el orden social. El gobierno incluso creó un “Comité Francés para la Supresión de los Obstáculos a la Expansión Económica” (título maravillosamente burocrático para desmontar la burocracia). Pese a que las reformas quedaron a medio camino, los resultados fueron espectaculares: el desempleo de Francia permaneció en un mero 1 por ciento durante años. Como el alemán Ludwig Erhard, Rueff no era exactamente un liberal clásico pero entendía que el Estado Benefactor era un peligro para la prosperidad europea. Francia necesita desesperadamente resucitar a ese hombre.
Francia en llamas
Se han ofrecido dos explicaciones acerca de los recientes disturbios en las “banlieues” francesas. Una culpa al “multiculturalismo,” es decir la política que tolera los hábitos culturales de los inmigrantes árabes—hábitos que irían en contra de la civilización occidental y que se habrían convertido en un caballo de Troya del fanatismo islámico. La otra culpa al modelo “monocolor” del republicanismo francés, que no se habría percatado de que los hijos de los inmigrantes precisaban ser objeto de asistencia estatal.
Cualquiera que haya seguido las vicisitudes del Estado Benefactor en Francia se da cuenta de que ninguno de estos argumentos apunta al corazón del problema. El multiculturalismo de Francia es mayormente retórico. En la práctica, el republicanismo que encarna ese país ha impuesto la renuncia de la cultura inmigrante, a veces de manera implacable. Por otro lado, el Estado Benefactor no puede ser la respuesta a un problema causado pues por…¡el Estado Benefactor!
La inmigración genera tensiones, pero un sistema poroso y abierto las aliviará de una forma en que no puede hacerlo la sociedad estratificada que supone el Estado Benefactor. La ausencia de una política de “discriminación positiva” para con la segunda generación de inmigrantes árabes no puede ser la razón por la cual no hay movilidad social en un país en el que la “discriminación positiva” hacia los grupos de presión bien organizados ha creado un sistema basado en el privilegio que reparte ventajas para algunos a expensas de los demás. Los peores perdedores en ese tipo de sistema son precisamente aquellos que arrancan desde una situación desventajosa, como los inmigrantes del norte de Africa asentados en Seine-Saint-Denis y otros suburbios.
Uno pensaría que 6.000 automóviles carbonizados, la destrucción de incontables negocios y otros tipos de propiedades en 300 ciudades y el horror que ha soportado Francia persuadirían a los franceses a cuestionar el modelo. Sin embargo, la respuesta del gobierno y la reacción de las elites francesas indican lo contrario.
El modelo francés ha causado dos fracturas. Un separa a aquellos que tienen un empleo de aquellos que no lo poseen. Aquellos que no lo tienen se encuentran en gran medida concentrados en los suburbios, donde el desempleo entre los jóvenes musulmanes se aproxima al 40 por ciento (10 por ciento de la población francesa proviene del norte de Africa). La otra fractura separa a aquellos que tienen empleos en el Estado de aquellos que los tienen en las empresas privadas. Los privilegios que disfrutan quienes trabajan para el Estado–uno de cada cinco miembros de la fuerza laboral–son tan seductores que, según una encuesta realizada por la agencia IFOP, el 75 por ciento de la juventud prefiere trabajar para el Estado.
“Francia tiene demasiado Estado y muy poco gobierno,” dijo Jean-Francois Revel, el escritor francés, pocos años atrás, haciéndose eco de Jefferson, para quien el exceso de Estado genera sociedades convulsas. Hijo del racionalismo cartesiano, el modelo francés es un laberinto de reglamentos que convierten en un empeño hercúleo iniciar un negocio o aumentar su personal si es que ya se posee uno. Tal como lo señalara recientemente el escritor sueco Johan Norberg, en los años 90 las compañías estadounidenses expandieron su fuerza laboral en un 161 por ciento, mientras que en Francia la cifra fue de apenas 13 por ciento.
Dado que los individuos reaccionan ante los incentivos existentes, los franceses aspiran a los puestos gubernamentales. Si un francés ingresa al servicio civil y se convierte en un “fonctionnaire,” se puede jubilar después de treinta y siete años con su último salario. Si se jubila anticipadamente, pierde el 20 por ciento de su salario, mientras que un empleado privado pierde el 50 por ciento. Si usted es hijo de un inmigrante norafricano, no puede conseguir un trabajo en el sector privado en virtud de que las empresas no contratan muchos empleados nuevos y no puede obtener un empleo estatal—la joya de la corona—porque aquellos están reservados para los blancos.
La vasta red de beneficios sociales en Francia refleja los modos en que los distintos grupos se han organizado para ejercitar influencia política. Los hijos de los inmigrantes africanos fueron desplazados del mercado político—hasta que las “banlieues” se prendieron. A pesar de que el resentimiento no es nuevo (véase la película francesa “La Haine” que ya tiene 10 años), sólo ahora se ha podido sentar en la mesa política. De una manera muy típica, el sistema mercantilista francés está respondiendo a la crisis mediante la creación de más asistencia social en un país en el cual el Estado ya consume la mitad del PBI de la nación y ha sofocado el crecimiento económico. El gobierno ha anunciado que la asistencia a los jóvenes estudiantes con problemas será quintuplicada y que 100.000 inmigrantes de segunda generación obtendrán puestos en el Estado sin pasar por el proceso competitivo. Estas soluciones son exactamente la causa del problema—el Estado Benefactor.
Hace medio siglo, el economista francés Jacques Rueff persuadió a las autoridades de anular varias leyes que le ponían grilletes a la economía francesa y deprimían el orden social. El gobierno incluso creó un “Comité Francés para la Supresión de los Obstáculos a la Expansión Económica” (título maravillosamente burocrático para desmontar la burocracia). Pese a que las reformas quedaron a medio camino, los resultados fueron espectaculares: el desempleo de Francia permaneció en un mero 1 por ciento durante años. Como el alemán Ludwig Erhard, Rueff no era exactamente un liberal clásico pero entendía que el Estado Benefactor era un peligro para la prosperidad europea. Francia necesita desesperadamente resucitar a ese hombre.
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