Washington, DC—Hace algunas semanas, compartí con mis amigos del Washington Post Writers Group mi deseo de no renovar nuestro acuerdo, que finaliza hoy, en razón de algunos cambios en mi vida personal que les contaré en un momento. No siento otra cosa que gratitud por su hospitalidad durante estos cinco años y espero restablecer una relación en el futuro. Ha sido un placer compartir con los lectores de muy distintos países mis puntos de vista y mis emociones frente a las vicisitudes de los asuntos internacionales.
En 2008, muchos años de irresponsabilidad financiera por parte del gobierno, las entidades de crédito y los consumidores alcanzaron un punto crítico, causando una hecatombe acaso comparable a la de 1929. Como las de medio mundo, mis finanzas personales se vieron afectadas; les tomó un tiempo largo recuperarse. Salí de esa experiencia con la convicción de que los ahorros de uno —en mi caso el fruto de años escribiendo libros y artículos, dando conferencias y haciendo radio y televisión— son demasiado importantes para dejárselos a los expertos. Las finanzas constituyen una de esas pocas zonas del quehacer que nadie puede permitirse el lujo de ignorar. Como humanista que tiende a incorporar diferentes disciplinas a su punto de vista y desconfía de la excesiva especialización, siempre he tenido un interés intelectual en el mundo del dinero. La crisis refinó ese interés.
En mi búsqueda de respuestas a la pregunta que las burbujas han planteado durante siglos —¿por qué el sistema conduce recurrentemente al exceso de crédito y al desplome financiero?—, confirmé algo sobre lo que tenía una intuición pero no una convicción. El mundo sería menos inseguro, y los ahorros de las personas estarían más protegidos, si todos practicásemos algo semejante a la escuela de inversión fundada por Benjamin Graham a raíz del Crack de 1929 y que continuó con decencia, prudencia y resultados estelares gracias a una serie de inconformistas de los cuales Warren Buffett es sólo el más famoso. A veces se la denomina la escuela del “análisis fundamental” o del “value investing”. Enfoque esencialmente conservador, basa la compra y venta de valores en el estudio escéptico, a la antigua, de los activos e ingresos de empresas individuales y no en factores macroeconómicos, conjeturas anticipatorias sobre la Bolsa, modas, datos de “buena fuente” y otras consideraciones de corto plazo.
A largo plazo, el precio de las acciones se alinea con los fundamentos de una empresa: su solvencia y capacidad de generar beneficios satisfaciendo a los clientes. Pero en el corto plazo la tendencia bipolar de los mercados de valores, que reflejan alternativamente la euforia o depresión de los inversores genera oportunidades para “comprar un dólar con apenas 50 centavos”. Casi un siglo de excelentes desempeños de individuos que tomaron en cuenta los fundamentos mientras otros no lo hacían avalan la integridad intelectual y la solidez de los «value investors”.
En los últimos años, he comenzado a invertir mis propios ahorros siguiendo sus enseñanzas y hasta cierto punto ayudado a mi familia a hacer lo mismo. Este no es un empeño profesional: pretendo protegerme a mí mismo y a mi tribu de futuras burbujas y del desamparo que proviene de no conocer a fondo lo que otros hacen con el fruto de nuestro trabajo.
Dado que quiero dedicar un tiempo importante a esto, he tomado un “sabático” con respecto a algunas de mis actividades. No voy a renunciar a mis libros y el periodismo; mi deseo es combinarlos con mis inversiones de un modo que sea viable y satisfactorio. No había planeado rehacer mi vida a los 45 años, pero la próxima vez que los excesos monetarios del gobierno, el comportamiento errático de los bancos y el desenfreno del Sr. Público provoquen una crisis, quiero ser plenamente consciente de lo que se viene. También me seduce el puro placer intelectual de comprender a fondo cómo operan las empresas individuales en diversas industrias y por qué uno debería o no invertir en ellas. Hay algo fascinante que aprender, con este ejercicio, acerca de los ángeles y demonios de la naturaleza humana, la economía de mercado y la sociedad moderna.
Mientras realizo los ajustes personales que me permitirán reanudar mis antiguas actividades preservando a las vez un espacio importante para este nuevo bebé, no sería apropiado renovar un acuerdo de largo plazo para escribir. Usted merece de sus columnistas un compromiso incondicional que no podría seguir honrando en este momento.
Hasta la vista.
(c) 2011, The Washington Post Writers Group
Hasta la vista
Washington, DC—Hace algunas semanas, compartí con mis amigos del Washington Post Writers Group mi deseo de no renovar nuestro acuerdo, que finaliza hoy, en razón de algunos cambios en mi vida personal que les contaré en un momento. No siento otra cosa que gratitud por su hospitalidad durante estos cinco años y espero restablecer una relación en el futuro. Ha sido un placer compartir con los lectores de muy distintos países mis puntos de vista y mis emociones frente a las vicisitudes de los asuntos internacionales.
En 2008, muchos años de irresponsabilidad financiera por parte del gobierno, las entidades de crédito y los consumidores alcanzaron un punto crítico, causando una hecatombe acaso comparable a la de 1929. Como las de medio mundo, mis finanzas personales se vieron afectadas; les tomó un tiempo largo recuperarse. Salí de esa experiencia con la convicción de que los ahorros de uno —en mi caso el fruto de años escribiendo libros y artículos, dando conferencias y haciendo radio y televisión— son demasiado importantes para dejárselos a los expertos. Las finanzas constituyen una de esas pocas zonas del quehacer que nadie puede permitirse el lujo de ignorar. Como humanista que tiende a incorporar diferentes disciplinas a su punto de vista y desconfía de la excesiva especialización, siempre he tenido un interés intelectual en el mundo del dinero. La crisis refinó ese interés.
En mi búsqueda de respuestas a la pregunta que las burbujas han planteado durante siglos —¿por qué el sistema conduce recurrentemente al exceso de crédito y al desplome financiero?—, confirmé algo sobre lo que tenía una intuición pero no una convicción. El mundo sería menos inseguro, y los ahorros de las personas estarían más protegidos, si todos practicásemos algo semejante a la escuela de inversión fundada por Benjamin Graham a raíz del Crack de 1929 y que continuó con decencia, prudencia y resultados estelares gracias a una serie de inconformistas de los cuales Warren Buffett es sólo el más famoso. A veces se la denomina la escuela del “análisis fundamental” o del “value investing”. Enfoque esencialmente conservador, basa la compra y venta de valores en el estudio escéptico, a la antigua, de los activos e ingresos de empresas individuales y no en factores macroeconómicos, conjeturas anticipatorias sobre la Bolsa, modas, datos de “buena fuente” y otras consideraciones de corto plazo.
A largo plazo, el precio de las acciones se alinea con los fundamentos de una empresa: su solvencia y capacidad de generar beneficios satisfaciendo a los clientes. Pero en el corto plazo la tendencia bipolar de los mercados de valores, que reflejan alternativamente la euforia o depresión de los inversores genera oportunidades para “comprar un dólar con apenas 50 centavos”. Casi un siglo de excelentes desempeños de individuos que tomaron en cuenta los fundamentos mientras otros no lo hacían avalan la integridad intelectual y la solidez de los «value investors”.
En los últimos años, he comenzado a invertir mis propios ahorros siguiendo sus enseñanzas y hasta cierto punto ayudado a mi familia a hacer lo mismo. Este no es un empeño profesional: pretendo protegerme a mí mismo y a mi tribu de futuras burbujas y del desamparo que proviene de no conocer a fondo lo que otros hacen con el fruto de nuestro trabajo.
Dado que quiero dedicar un tiempo importante a esto, he tomado un “sabático” con respecto a algunas de mis actividades. No voy a renunciar a mis libros y el periodismo; mi deseo es combinarlos con mis inversiones de un modo que sea viable y satisfactorio. No había planeado rehacer mi vida a los 45 años, pero la próxima vez que los excesos monetarios del gobierno, el comportamiento errático de los bancos y el desenfreno del Sr. Público provoquen una crisis, quiero ser plenamente consciente de lo que se viene. También me seduce el puro placer intelectual de comprender a fondo cómo operan las empresas individuales en diversas industrias y por qué uno debería o no invertir en ellas. Hay algo fascinante que aprender, con este ejercicio, acerca de los ángeles y demonios de la naturaleza humana, la economía de mercado y la sociedad moderna.
Mientras realizo los ajustes personales que me permitirán reanudar mis antiguas actividades preservando a las vez un espacio importante para este nuevo bebé, no sería apropiado renovar un acuerdo de largo plazo para escribir. Usted merece de sus columnistas un compromiso incondicional que no podría seguir honrando en este momento.
Hasta la vista.
(c) 2011, The Washington Post Writers Group
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