Washington, DC—Un grupo de mujeres ha iniciado una huelga sexual en Pereira, ciudad del oeste colombiano, para convencer a sus maridos de que abandonen la violencia. Volverán a hacer el amor sólo cuando los esposos y novios hagan la paz. Una pegajosa canción compuesta por las pacifistas de las “piernas cruzadas” –como ya se las conoce- atiborra las estaciones de radio locales para persuadir a las demás mujeres de que envíen a sus parejas a dormir al sofá.
El griego Aristófanes, que inventó hace 2.500 la idea de la huelga sexual para provocar la paz, debe haber revolcándose de felicidad en algún lugar del más allá. En su célebre “Lisistrata”, un grupo de mujeres, hartas de tanta muerte y destrucción, tratan de obligar a sus maridos a poner término a la Guerra del Peloponeso cerrándoles el acceso a sus cuerpos.
No es la primera vez que la vida real honra a Aristófanes. La huelga sexual fue intentada en la propia Colombia a finales de los años 90, a instancias de un jefe militar. Y en un poblado turco, algunas mujeres emplearon igual táctica para obligar a sus perezosos compañeros a restaurar el suministro de agua. A la larga, el éxito fue esquivo en ambos casos, pero se logró algunos resultados de corto plazo.
En el caso actual de Pereira, la medida ha estado precedida de interesantes averiguaciones. En la ciudad más violenta de Colombia, donde nueve de cada diez víctimas tienen entre 14 y 25 años de edad, parece que los hombres violentos todavía prefieren el sexo al placer de degollar vecinos. Muchos de ellos participan de la cultura pandilleril porque consideran les confiere atractivo sexual. Y –oh sorpresa- no son pocas las mujeres que estaban de acuerdo…hasta que se dieron cuenta de que tenían en sus manos –es un decir- la llave de la paz.
Julio César Gómez, el funcionario encargado de la seguridad del gobierno local, afirma que “se trata de cambiar los parámetros culturales: algunas mujeres pensaban que los hombres lucían más atractivos en uniforme de camuflaje y portando armas, y la gran mayoría de los hombres son miembros de pandillas no por necesidad económica sino porque el crimen está asociado con el poder y la seducción sexual”.
¿Por qué es tan seductora esta historia? Porque encierra una importante lección en estos tiempos de terrorismo: la gran esperanza de derrotar a la violencia indiscriminada radica en la sociedad civil. Si no existe un esfuerzo por parte de la gente común y las organizaciones de base por desarraigar la violencia del cuerpo social, el terror no puede ser detenido, sólo reemplazado.
Se trata, en rigor, de una lección antigua y universal. En los años 90, miles de campesinos peruanos se enfrentaron con éxito a los terroristas de Sendero Luminoso. En los 60, los venezolanos extinguieron las llamas de las guerrillas castristas gracias a la movilización de la población, lo mismo en los vecindarios ricos que en los pobres. En Italia, donde el éxito contra la Brigadas Rojas es atribuido con simplismo a los implacables tribunales especiales, fue la sociedad civil —particularmente los sindicatos, los “proletarios” en cuyo nombre esa organización asesinaba y mutilaba— la que dejó a los terroristas sin el oxígeno necesario para sustentar sus esfuerzos. En España, la asociación de víctimas del terror ha jugado un papel en el debilitamiento de ETA.
En cambio, en aquellos países donde la sociedad civil no se supo movilizar o se abstuvo porque la respuesta brutal de las autoridades enajenó su voluntad, el precio de la victoria fue la tiranía. La Argentina de los años 70 es un ejemplo.
Se habla del éxito logrado por el presidente Alvaro Uribe en la reducción de la violencia en Colombia. Es un éxito indiscutible. Los asesinatos y secuestros políticos—para citar sólo una estadística—han caído en más de 80 por ciento. Pero sólo se menciona que Uribe ha duplicado el presupuesto de defensa y expandido la fuerza policial en un 25 por ciento, y se omite que en el nuevo milenio, los colombianos, que durante años parecían anestesiados por el temor, se enfrentaron al enemigo en sus vecindarios, sus lugares de trabajo y el campo. Este tranquilo heroísmo popular es más difícil de detectar que los presupuestos militares, de modo que los analistas a menudo pierden de vista lo que hay detrás de lo que se ve.
Según el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), la mitad de las personas desplazadas internamente en Colombia son mujeres y el cuarenta por ciento de las familias desplazadas están encabezadas por madres, mientras que la cifra en el caso de las familias no desplazadas es 28 por ciento. Las corajudas chicas de Pereira nos demuestran que en última instancia la lucha contra la violencia pandillera o terrorista –esa que ataca por sorpresa y se esconde entre la población- no es tanto un asunto de los gobiernos como de la sociedad civil. En lugar de aguardar pasivamente a que otros resuelvan su problema, ellas han decidido pelear con literatura y (no) sexo. Bravo.
(c) 2006, The Washington Post Writers Group
Huelga de sexo
Washington, DC—Un grupo de mujeres ha iniciado una huelga sexual en Pereira, ciudad del oeste colombiano, para convencer a sus maridos de que abandonen la violencia. Volverán a hacer el amor sólo cuando los esposos y novios hagan la paz. Una pegajosa canción compuesta por las pacifistas de las “piernas cruzadas” –como ya se las conoce- atiborra las estaciones de radio locales para persuadir a las demás mujeres de que envíen a sus parejas a dormir al sofá.
El griego Aristófanes, que inventó hace 2.500 la idea de la huelga sexual para provocar la paz, debe haber revolcándose de felicidad en algún lugar del más allá. En su célebre “Lisistrata”, un grupo de mujeres, hartas de tanta muerte y destrucción, tratan de obligar a sus maridos a poner término a la Guerra del Peloponeso cerrándoles el acceso a sus cuerpos.
No es la primera vez que la vida real honra a Aristófanes. La huelga sexual fue intentada en la propia Colombia a finales de los años 90, a instancias de un jefe militar. Y en un poblado turco, algunas mujeres emplearon igual táctica para obligar a sus perezosos compañeros a restaurar el suministro de agua. A la larga, el éxito fue esquivo en ambos casos, pero se logró algunos resultados de corto plazo.
En el caso actual de Pereira, la medida ha estado precedida de interesantes averiguaciones. En la ciudad más violenta de Colombia, donde nueve de cada diez víctimas tienen entre 14 y 25 años de edad, parece que los hombres violentos todavía prefieren el sexo al placer de degollar vecinos. Muchos de ellos participan de la cultura pandilleril porque consideran les confiere atractivo sexual. Y –oh sorpresa- no son pocas las mujeres que estaban de acuerdo…hasta que se dieron cuenta de que tenían en sus manos –es un decir- la llave de la paz.
Julio César Gómez, el funcionario encargado de la seguridad del gobierno local, afirma que “se trata de cambiar los parámetros culturales: algunas mujeres pensaban que los hombres lucían más atractivos en uniforme de camuflaje y portando armas, y la gran mayoría de los hombres son miembros de pandillas no por necesidad económica sino porque el crimen está asociado con el poder y la seducción sexual”.
¿Por qué es tan seductora esta historia? Porque encierra una importante lección en estos tiempos de terrorismo: la gran esperanza de derrotar a la violencia indiscriminada radica en la sociedad civil. Si no existe un esfuerzo por parte de la gente común y las organizaciones de base por desarraigar la violencia del cuerpo social, el terror no puede ser detenido, sólo reemplazado.
Se trata, en rigor, de una lección antigua y universal. En los años 90, miles de campesinos peruanos se enfrentaron con éxito a los terroristas de Sendero Luminoso. En los 60, los venezolanos extinguieron las llamas de las guerrillas castristas gracias a la movilización de la población, lo mismo en los vecindarios ricos que en los pobres. En Italia, donde el éxito contra la Brigadas Rojas es atribuido con simplismo a los implacables tribunales especiales, fue la sociedad civil —particularmente los sindicatos, los “proletarios” en cuyo nombre esa organización asesinaba y mutilaba— la que dejó a los terroristas sin el oxígeno necesario para sustentar sus esfuerzos. En España, la asociación de víctimas del terror ha jugado un papel en el debilitamiento de ETA.
En cambio, en aquellos países donde la sociedad civil no se supo movilizar o se abstuvo porque la respuesta brutal de las autoridades enajenó su voluntad, el precio de la victoria fue la tiranía. La Argentina de los años 70 es un ejemplo.
Se habla del éxito logrado por el presidente Alvaro Uribe en la reducción de la violencia en Colombia. Es un éxito indiscutible. Los asesinatos y secuestros políticos—para citar sólo una estadística—han caído en más de 80 por ciento. Pero sólo se menciona que Uribe ha duplicado el presupuesto de defensa y expandido la fuerza policial en un 25 por ciento, y se omite que en el nuevo milenio, los colombianos, que durante años parecían anestesiados por el temor, se enfrentaron al enemigo en sus vecindarios, sus lugares de trabajo y el campo. Este tranquilo heroísmo popular es más difícil de detectar que los presupuestos militares, de modo que los analistas a menudo pierden de vista lo que hay detrás de lo que se ve.
Según el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), la mitad de las personas desplazadas internamente en Colombia son mujeres y el cuarenta por ciento de las familias desplazadas están encabezadas por madres, mientras que la cifra en el caso de las familias no desplazadas es 28 por ciento. Las corajudas chicas de Pereira nos demuestran que en última instancia la lucha contra la violencia pandillera o terrorista –esa que ataca por sorpresa y se esconde entre la población- no es tanto un asunto de los gobiernos como de la sociedad civil. En lugar de aguardar pasivamente a que otros resuelvan su problema, ellas han decidido pelear con literatura y (no) sexo. Bravo.
(c) 2006, The Washington Post Writers Group
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