Impuestos.gov

21 de diciembre, 2000

El gobernador de Virginia James Gilmore, presidente de la Comisión Consejera Sobre Comercio Electrónico, esperaba que el grupo actuase rápidamente para convertir en permanente a una moratoria de tres años sobre los nuevos impuestos en Internet sancionada por el Congreso en 1998. Pero enfrentada con una declaración política de la administración que objeta cualquier movimiento que pudiese impedir la recaudación de impuestos sobre las transacciones online, una carta suscrita por 49 economistas sosteniendo que los impuestos sobre Internet son necesarios para restaurar la «neutralidad» del código del impuesto a las ventas, y el testimonio de alcaldes y otros funcionarios públicos lamentándose de que miles de millones (billones en inglés) en concepto de ingresos para los gobiernos estaduales y locales se perderían si la moratoria fuese extendida, la comisión clausuró su reciente reunión en San Francisco sin alcanzar un acuerdo. Dada la fortaleza de las fuerzas en favor de los impuestos que están siendo movilizadas, es dudoso que la mayoría de dos tercios que se requiere para que la comisión efectúe una recomendación a favor de la preservación del refugio tributario de Internet pueda ser alcanzada alguna vez.

La circunstancia de que nuevos tributos estén siendo promovidos en un momento en el que la economía se encuentra en auge, los ingresos por el impuesto a las ventas han aumentado, y gran parte de los presupuestos de los gobiernos estaduales están inundados en tinta negra, socava gran parte de lo que podría permitir un análisis serio de la política del impuesto a la Internet. En verdad, la ausencia de una justificación presupuestaria palpable para gravar al comercio electrónico sugiere que la actual moratoria fue sancionada, no sobre la base de una oposición a tales impuestos por cuestiones de principios, sino en cambio debido a que los escritores impositivos en el Congreso no se han percatado aún de cómo estructurar y administrar a los impuestos electrónicos de modo tal de poder de maximizar el ingreso tributario de Internet–o encontrado una forma políticamente aceptable para que el gobierno federal participe en el botín impositivo de Internet.

Por supuesto, las fuerzas favorables a los impuestos sostienen que el cierre del escapismo tributario de Internet no impondrá un nuevo gravamen sino que simplemente eliminará la distorsiones existentes en el código del impuesto a las ventas, es decir, asegurará que las leyes impositivas no favorezcan a un segmento del comercio minorista por sobre otro. Los consumidores que adquieren productos online disfrutan actualmente de la misma inmunidad frente a los impuestos a las ventas estaduales y locales que la Corte Suprema de los Estados Unidos ha establecido para las ventas por catálogo que se realizan a través del correo. La Corte falló a comienzos de esta década que el hecho de exigirle a los minoristas situados en un estado recaudar los impuestos a las ventas de los consumidores en otro estado implicaba gravar de manera inconstitucional al comercio interestatal. Así, los impuestos a las ventas deben ser abonados sobre las compras realizadas por correo o por Internet solamente si el minorista tiene una «presencia física» en el estado de residencia del cliente. A pesar de que los compradores en todos los estados con impuestos a las ventas están obligados a informar y a pagar impuestos por el «uso» de los productos adquiridos en otras partes, esa exigencia raramente es fiscalizada.

Como resultado de ello, los minoristas locales que deben recaudar los impuestos a las ventas apropiados son supuestamente colocados en una injusta situación de desventaja competitiva con relación a los minoristas que operan en Internet y mediante los pedidos por correspondencia, y la inclusión de dichas compras en el código tributario meramente restauraría un campo de juego minorista nivelado. Pero los economistas que apoyan la circunstancia de gravar con impuestos a Internet a fin de eliminar las distorsiones percibidas viven en una isla de la fantasía tributaria. A menos que la «reforma» genere más ingresos, el gobierno carece de interés en diseñar un código tributario neutral, ni en ampliar la base tributaria de forma tal que los impuestos puedan ser disminuidos. En su lugar, los políticos de carne y hueso que operan en un mundo a años luz de distancia de las recetas políticas de los libros de texto sobre finanzas públicas se encuentran motivados por objetivos más estrechamente auto-interesados.

El federalismo fiscal es una dura barrera constitucional para las políticas parroquiales de recaudar y gastar. Tal como ocurre en los mercados comunes y corrientes, la competencia entre las 30.000 jurisdicciones tributarias estaduales y locales separadas de la nación ayuda a mantener bajas a las alícuotas impositivas en su mínimo nivel de costo-eficacia. Si una jurisdicción impone una tasa del impuesto a las ventas que resulta demasiado alta en comparación con la cantidad y la calidad de los servicios públicos que esos impuestos ayudan a financiar, su base tributaria tenderá a contraerse a medida que las empresas y los consumidores se reubiquen en otras jurisdicciones que posean impuestos más bajos, mejores caminos y escuelas, o ambas cosas. Pero mudarse es costoso. La capacidad de eludir a los elevados impuestos locales mediante la realización de compras a través de Internet o a través de las ordenes de compra por catálogos mediante el correo ofrece un margen de competencia alternativo que obliga a los gobiernos a ser más responsables fiscalmente.

Los minoristas locales de «ladrillo y cemento» que sean puestos en una situación de desventaja competitiva por los altos impuestos a las ventas locales no tienen porque quedarse de brazos cruzados. Pueden recuperar aquella parte del negocio que perdieron en manos de las ventas por catálogo o Internet proporcionándole a los consumidores servicios que los mismos valoran–y por los que están deseosos de pagar–o reduciendo sus precios de modo tal que, incluyendo al impuesto a las ventas, los precios que cobren sean iguales o menores a aquellos cobrados por los minoristas situados fuera del estado, quienes normalmente añaden cargos fuertes en concepto de transporte y embalaje a los pedidos de sus clientes. Así es como se supone que debe funcionar la competencia. Cuando en su lugar el campo de juego es nivelado mediante la imposición de la obligación a las empresas que operan en Internet a que eleven sus precios mediante la recaudación de impuestos a las ventas y su remisión al tesoro del estado en donde reside el comprador, el proceso competitivo del mercado entra en cortocircuito y los contribuyentes se tornan más vulnerables a la explotación por parte del gobierno grande.

Traducido por Gabriel Gasave

  • es Asesor de Investigación Distinguido en el Independent Institute y Profesor J. Fish Smith de Public Choice en la Utah State University.

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