Washington, DC—La mayor parte de las reseñas de la reciente película de Clint Eastwood, “La bandera de nuestros padres”, aseguran que se trata de una obra de arte cuyo mensaje es que la guerra, electiva o necesaria, resulta siempre un horror.
En verdad, la película dice mucho más que eso. Ella nos enseña que las guerras entrañan por lo general un doble acto de depredación: el que se infligen ambos bandos y el que el gobierno —y el vasto tejido de intereses oculto bajo el disfraz del patriotismo— inflige a quienes combaten lo mismo que al resto de la sociedad.
El primer acto de depredación es evidente y fácilmente comprensible aun si implica que un país está dispuesto a pagar un alto precio en aras de un objetivo deseable. El otro acto de depredación es más sutil: no se mide en cadáveres, no tiene lugar en el campo de batalla y tiende a difuminar la frontera entre el bien y el mal. En ese sentido, la guerra puede comprometer la rectitud moral incluso de quienes pelean por la buena causa.
El film, basado en el libro del mismo título de James Bradley, narra la historia de los soldados que en 1945, durante el quinto día del asalto estatounidense contra Iwo Jima, izaron la bandera en el Monte Suribachi, la montaña más alta de la isla japonesa. La foto tomada por un fotógrafo de Associated Press que no sospecha los acontecimientos que su cámara desencadenará es rápidamente aprovechada por el “establishment” de los EE.UU. y convertida en una poderosa herramienta de propaganda. Los tres sobrevivientes del grupo que izó la bandera pasan a ser los símbolos patrios de una campaña de venta de bonos de guerra organizada por el gobierno para financiar sus esfuerzos.
Todo está teñido de fraude y engaño. La bandera de la foto no es la bandera original sino un reemplazo ordenado por un comandante ansioso de conservar la verdadera; ninguno de los tres sobrevivientes de la fotografía a los que el gobierno embarca en una gira nacional son verdaderos héroes, ni ellos se ven a sí mismos como tales: los tres fueronn retirados del campo de batalla mucho antes de la culminación de los combates para cumplir su función propagandística; y, finalmente, uno de los hombres que supuestamente aparece en la foto en verdad no está en ella. El hecho de que trate de uno de los soldados que izaron la bandera original —la que no fue fotografiada— acentúa la naturaleza teatral del ardid.
Como individuos que son, los tres infantes de Marina viven de forma singular e intransferible la farsa colectiva que les piden poner en marcha para aglutinar a la nación bajo el hechizo patriótico. Uno de ellos está feliz de ser partícipe de la mentira pero finalmente se da cuenta de que la misma gente que lo festeja no está dispuesta a darle una mano una vez que pasa el fervor de la guerra; el otro es conducido al alcoholismo y la muerte por la tortura psicológica de lo que ha visto dentro y fuera del campo de batalla; el tercero sobrevive —desdichado, culpable, reprimido— y. en el crepúsculo de su vida, ayuda a su hijo, el autor de “La bandera de nuestros padres”, a contar la historia.
La genialidad de Clint Eastwood consiste en pintar un cuadro igualmente persuasivo y perturbador de las dos guerras: el incesante salvajismo que acontece en el campo de batalla, donde los soldados estadounidenses y japoneses se entregan a una brutalidad primitiva que costó 27 mil vidas, y el daño que los conductores políticos del conflicto le infligen a la verdad, induciendo en el público la percepción de que la guerra es un hermosa expresión de la nacionalidad. En la “guerra” doméstica que corre paralela a la que libran las tropas en Iwo Jima, la aplastante maquinaria del poder tritura las psicologías y la vida interior de individuos de carne y hueso en beneficio del Estado y sus fríos designios. Pero el daño trasciende a los soldados obligados a hacer morisquetas en el escenario propagandístico: en la medida en que el ardid propagandístico legitima la mentira, tiende a nublar la diferencia entre la justicia y la injusticia, erosionando lentamente la base moral de la guerra.
Esto, pareciera decirnos Eastwood, es lo que suele ocurrir en las guerras. Si aconteció en la lucha contra Japón, Alemania, e Italia en los años 40, ¿hay alguna guerra que esté a salvo de un proceso de degradación moral similar? La “Bandera de nuestros padres” no trata de negar que la Segunda Guerra Mundial fue una guerra necesaria. Hace algo mucho más importante que eso: nos dice que todas las guerras, incluidas las que algunos llaman necesarias, pueden comprometer la decencia de los buenos lo mismo que la de los malos. Es algo que todo Comandante en Jefe con la facultad de desatarlas debe tener en mente.
(c) 2006, The Washington Post Writers Group
La bandera de nuestros padres
Washington, DC—La mayor parte de las reseñas de la reciente película de Clint Eastwood, “La bandera de nuestros padres”, aseguran que se trata de una obra de arte cuyo mensaje es que la guerra, electiva o necesaria, resulta siempre un horror.
En verdad, la película dice mucho más que eso. Ella nos enseña que las guerras entrañan por lo general un doble acto de depredación: el que se infligen ambos bandos y el que el gobierno —y el vasto tejido de intereses oculto bajo el disfraz del patriotismo— inflige a quienes combaten lo mismo que al resto de la sociedad.
El primer acto de depredación es evidente y fácilmente comprensible aun si implica que un país está dispuesto a pagar un alto precio en aras de un objetivo deseable. El otro acto de depredación es más sutil: no se mide en cadáveres, no tiene lugar en el campo de batalla y tiende a difuminar la frontera entre el bien y el mal. En ese sentido, la guerra puede comprometer la rectitud moral incluso de quienes pelean por la buena causa.
El film, basado en el libro del mismo título de James Bradley, narra la historia de los soldados que en 1945, durante el quinto día del asalto estatounidense contra Iwo Jima, izaron la bandera en el Monte Suribachi, la montaña más alta de la isla japonesa. La foto tomada por un fotógrafo de Associated Press que no sospecha los acontecimientos que su cámara desencadenará es rápidamente aprovechada por el “establishment” de los EE.UU. y convertida en una poderosa herramienta de propaganda. Los tres sobrevivientes del grupo que izó la bandera pasan a ser los símbolos patrios de una campaña de venta de bonos de guerra organizada por el gobierno para financiar sus esfuerzos.
Todo está teñido de fraude y engaño. La bandera de la foto no es la bandera original sino un reemplazo ordenado por un comandante ansioso de conservar la verdadera; ninguno de los tres sobrevivientes de la fotografía a los que el gobierno embarca en una gira nacional son verdaderos héroes, ni ellos se ven a sí mismos como tales: los tres fueronn retirados del campo de batalla mucho antes de la culminación de los combates para cumplir su función propagandística; y, finalmente, uno de los hombres que supuestamente aparece en la foto en verdad no está en ella. El hecho de que trate de uno de los soldados que izaron la bandera original —la que no fue fotografiada— acentúa la naturaleza teatral del ardid.
Como individuos que son, los tres infantes de Marina viven de forma singular e intransferible la farsa colectiva que les piden poner en marcha para aglutinar a la nación bajo el hechizo patriótico. Uno de ellos está feliz de ser partícipe de la mentira pero finalmente se da cuenta de que la misma gente que lo festeja no está dispuesta a darle una mano una vez que pasa el fervor de la guerra; el otro es conducido al alcoholismo y la muerte por la tortura psicológica de lo que ha visto dentro y fuera del campo de batalla; el tercero sobrevive —desdichado, culpable, reprimido— y. en el crepúsculo de su vida, ayuda a su hijo, el autor de “La bandera de nuestros padres”, a contar la historia.
La genialidad de Clint Eastwood consiste en pintar un cuadro igualmente persuasivo y perturbador de las dos guerras: el incesante salvajismo que acontece en el campo de batalla, donde los soldados estadounidenses y japoneses se entregan a una brutalidad primitiva que costó 27 mil vidas, y el daño que los conductores políticos del conflicto le infligen a la verdad, induciendo en el público la percepción de que la guerra es un hermosa expresión de la nacionalidad. En la “guerra” doméstica que corre paralela a la que libran las tropas en Iwo Jima, la aplastante maquinaria del poder tritura las psicologías y la vida interior de individuos de carne y hueso en beneficio del Estado y sus fríos designios. Pero el daño trasciende a los soldados obligados a hacer morisquetas en el escenario propagandístico: en la medida en que el ardid propagandístico legitima la mentira, tiende a nublar la diferencia entre la justicia y la injusticia, erosionando lentamente la base moral de la guerra.
Esto, pareciera decirnos Eastwood, es lo que suele ocurrir en las guerras. Si aconteció en la lucha contra Japón, Alemania, e Italia en los años 40, ¿hay alguna guerra que esté a salvo de un proceso de degradación moral similar? La “Bandera de nuestros padres” no trata de negar que la Segunda Guerra Mundial fue una guerra necesaria. Hace algo mucho más importante que eso: nos dice que todas las guerras, incluidas las que algunos llaman necesarias, pueden comprometer la decencia de los buenos lo mismo que la de los malos. Es algo que todo Comandante en Jefe con la facultad de desatarlas debe tener en mente.
(c) 2006, The Washington Post Writers Group
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