Ciudad Juárez (México)—Se la conoce como la ciudad más peligrosa del mundo y así es como se siente.
La mitad de Juárez —cruzando el Río Bravo desde El Paso, Texas— tiene un aire a ciudad fantasma; la otra mitad parece un campo de batalla que se calla un rato para que los automóviles puedan abandonar la ciudad. Incontables maquilas están paralizadas, los centros comerciales tienen tan poca vida como los campos de algodón hacia el este, los restaurantes y bares andan medio vacios, e incluso la fachada de la morgue está acribillada a balazos. Miles de autos andrajosos circulan sin aparente destino, los vendedores de fritangas de la placita donde se erige la catedral conversan entre ellos, y los soldados que patrullan las calles con un dedo en el gatillo lucen más tensos que los civiles.
Esta mañana encontraron a una mujer enterrada en su propio patio trasero a unas pocas calles de donde me alojo; dos cuerpos fueron también identificados en Anapra, una barriada cercana. Cuando fui a cenar me enteré de que cuatro personas habían sido baleadas afuera del mismo restaurante un poco más temprano. Otro tiroteo había dejado un par de víctimas en el Paseo Triunfo de la Republica, arteria principal. Alguien mencionó que un niño había sido hallado colgando de un puente a comienzos de semana, otro cadáver que se suma a la insensible estadística: 2.300 personas asesinadas en lo que va del año. No sorprende que una cuarta parte de la población se haya marchado.
Es difícil concebir a Juárez como el emporio que alguna vez fue. En el último par de décadas, se establecieron cientos de maquilas con capitales norteamericanos, suizos y japoneses. Una abundante oferta de mano de obra capacitada, parcialmente entrenada por las escuelas tecnológicas locales, llevó a Delphi, Valeo, Visteon y Lear a fijar aquí sus principales plantas de producción. Y la sicalíptica vida nocturna de Juárez atraía a una muchedumbre de tejanos los fines de semana. Resulta aún más difícil concebir a este rincón del estado de Chihuahua como el lugar legendario donde Benito Juárez estableció temporalmente la capital de la nación en el siglo 19 y donde la Revolución Mexicana selló su victoria.
Pocos espectáculos son más elocuentes con respecto a la degradación de la vida en estos lares que el de los migrantes expulsados de los Estados Unidos que regresan por el puente Santa Fe cada tarde. Tan pronto llegan, docenas de individuos, incluidos sujetos con pinta de matones y chicas atractivas, los acosan y procuran forzarlos a que se dirijan a las agencias de cambio de divisas de las proximidades, donde a menudo son secuestrados o engañados con tipos de cambio delirantes. Acompañé a un grupo de deportados hasta una casa de huéspedes operada por un fraile católico donde pasarían la noche. Oí decir a uno de ellos: “Esto jamás ocurriría en los Estados Unidos”. Su tono resignado hizo que sonara como si hubiese dicho: “Esto jamás ocurriría en casa” —una ironía cruel en boca de un deportado.
Nadie sabe exactamente por qué Juárez se fue al infierno, pero la mayoría culpa a la guerra del gobierno federal contra ciertos carteles de la droga. Sostienen que la decisión de concentrarse en un par de grupos específicos, particularmente La Familia de Michoacán, generó un imprevisto reacomodo de alianzas y sacó violentamente a la superficie a un mundo criminal que hasta entonces tenía una existencia soterrada. La guerra entre los carteles de Sinaloa y Juárez, dos ex aliados, y entre ellos y las autoridades mexicanas, hizo jirones la ciudad.
Las consecuencias se extienden más allá de Juárez. Más de 10.000 personas han sido asesinadas en México, una mayoría en el norte. Recorrí en auto unos 700 kilómetros de la frontera mexicana hasta llegar a Altar, en el desierto de Sonora, y comprobé la sangrienta presión que La Familia ejerce sobre el cartel de Beltrán Leyva. La opinión general en Juárez es que el gobierno no estaba preparado para las consecuencias de su política y que la incapacidad para prever sus efectos desencadenantes en el equilibrio de poder entre las diversas mafias regionales convirtió lo que podría haber sido un emblema de la ciudad fronteriza transcultural de nuestro tiempo en una Bagdad sin ejército estadounidense.
“La ciudad se está muriendo,” afirma el representante local de la Cámara Nacional de Comercio. En verdad, uno preferiría que Juárez pudiese morir del todo para renacer más tarde. A diferencia de las personas, las ciudades pueden resistir cuanto sea necesario. Algunos lo llaman estoicismo, pero una generación entera de mexicanos que no han hecho daño a nadie apreciarían un poco menos de estoicismo y un poco más de vida.
(c) 2009, The Washington Post Writers Group
La ciudad que se fue al infierno
Ciudad Juárez (México)—Se la conoce como la ciudad más peligrosa del mundo y así es como se siente.
La mitad de Juárez —cruzando el Río Bravo desde El Paso, Texas— tiene un aire a ciudad fantasma; la otra mitad parece un campo de batalla que se calla un rato para que los automóviles puedan abandonar la ciudad. Incontables maquilas están paralizadas, los centros comerciales tienen tan poca vida como los campos de algodón hacia el este, los restaurantes y bares andan medio vacios, e incluso la fachada de la morgue está acribillada a balazos. Miles de autos andrajosos circulan sin aparente destino, los vendedores de fritangas de la placita donde se erige la catedral conversan entre ellos, y los soldados que patrullan las calles con un dedo en el gatillo lucen más tensos que los civiles.
Esta mañana encontraron a una mujer enterrada en su propio patio trasero a unas pocas calles de donde me alojo; dos cuerpos fueron también identificados en Anapra, una barriada cercana. Cuando fui a cenar me enteré de que cuatro personas habían sido baleadas afuera del mismo restaurante un poco más temprano. Otro tiroteo había dejado un par de víctimas en el Paseo Triunfo de la Republica, arteria principal. Alguien mencionó que un niño había sido hallado colgando de un puente a comienzos de semana, otro cadáver que se suma a la insensible estadística: 2.300 personas asesinadas en lo que va del año. No sorprende que una cuarta parte de la población se haya marchado.
Es difícil concebir a Juárez como el emporio que alguna vez fue. En el último par de décadas, se establecieron cientos de maquilas con capitales norteamericanos, suizos y japoneses. Una abundante oferta de mano de obra capacitada, parcialmente entrenada por las escuelas tecnológicas locales, llevó a Delphi, Valeo, Visteon y Lear a fijar aquí sus principales plantas de producción. Y la sicalíptica vida nocturna de Juárez atraía a una muchedumbre de tejanos los fines de semana. Resulta aún más difícil concebir a este rincón del estado de Chihuahua como el lugar legendario donde Benito Juárez estableció temporalmente la capital de la nación en el siglo 19 y donde la Revolución Mexicana selló su victoria.
Pocos espectáculos son más elocuentes con respecto a la degradación de la vida en estos lares que el de los migrantes expulsados de los Estados Unidos que regresan por el puente Santa Fe cada tarde. Tan pronto llegan, docenas de individuos, incluidos sujetos con pinta de matones y chicas atractivas, los acosan y procuran forzarlos a que se dirijan a las agencias de cambio de divisas de las proximidades, donde a menudo son secuestrados o engañados con tipos de cambio delirantes. Acompañé a un grupo de deportados hasta una casa de huéspedes operada por un fraile católico donde pasarían la noche. Oí decir a uno de ellos: “Esto jamás ocurriría en los Estados Unidos”. Su tono resignado hizo que sonara como si hubiese dicho: “Esto jamás ocurriría en casa” —una ironía cruel en boca de un deportado.
Nadie sabe exactamente por qué Juárez se fue al infierno, pero la mayoría culpa a la guerra del gobierno federal contra ciertos carteles de la droga. Sostienen que la decisión de concentrarse en un par de grupos específicos, particularmente La Familia de Michoacán, generó un imprevisto reacomodo de alianzas y sacó violentamente a la superficie a un mundo criminal que hasta entonces tenía una existencia soterrada. La guerra entre los carteles de Sinaloa y Juárez, dos ex aliados, y entre ellos y las autoridades mexicanas, hizo jirones la ciudad.
Las consecuencias se extienden más allá de Juárez. Más de 10.000 personas han sido asesinadas en México, una mayoría en el norte. Recorrí en auto unos 700 kilómetros de la frontera mexicana hasta llegar a Altar, en el desierto de Sonora, y comprobé la sangrienta presión que La Familia ejerce sobre el cartel de Beltrán Leyva. La opinión general en Juárez es que el gobierno no estaba preparado para las consecuencias de su política y que la incapacidad para prever sus efectos desencadenantes en el equilibrio de poder entre las diversas mafias regionales convirtió lo que podría haber sido un emblema de la ciudad fronteriza transcultural de nuestro tiempo en una Bagdad sin ejército estadounidense.
“La ciudad se está muriendo,” afirma el representante local de la Cámara Nacional de Comercio. En verdad, uno preferiría que Juárez pudiese morir del todo para renacer más tarde. A diferencia de las personas, las ciudades pueden resistir cuanto sea necesario. Algunos lo llaman estoicismo, pero una generación entera de mexicanos que no han hecho daño a nadie apreciarían un poco menos de estoicismo y un poco más de vida.
(c) 2009, The Washington Post Writers Group
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