Washington, DC—Que Osama Bin Laden eligiese como refugio una pintoresca localidad de veraneo de Paquistán, país donde sabía que Estados Unidos tenía carta blanca contra Al Qaeda, lo dice todo. No hace falta creerle al Pentágono o a cualquier otro estamento militar occidental cuando afirma que el Inteligence Inter-Services (ISI) paquistaní está en la cama con el terrorismo: basta entender que el hombre más buscado del mundo confiaba lo suficiente en Paquistán como para fijar casa allí en una mansión altamente visible, cerca de una academia militar, a pocas decenas de kilómetros de Islamabad.
Los cínicos tendrán la tentación de pensar que las más altas autoridades de Paquistán, tal vez incluso el Presidente Asif Ali Zardari, le otorgaron un santuario al jefe de al-Qaeda, o al menos que no quisieron actuar contra él cuando se les cruzó en el camino la información de su paradero. Pero se equivocará quien creo eso. Si la complicidad de Paquistán con al-Qaeda hubiera sido una política aplicada desde arriba, habría sido fácilmente neutralizada hace mucho tiempo y Paquistán sería un animal político muy distinto del que es. No, ese nunca fue el problema: ni con el dictador Pervez Musharraf durante gran parte de la última década, ni con su sucesor, elegido democráticamente. El vicio de raíz es que, a diferencia del mundo árabe, donde el Ejército y los fundamentalistas musulmanes han sido enemigos acérrimos durante mucho tiempo, en Paquistán ambos están entrelazados desde la época del dictador Zia ul-Haq, a finales de la década de 1970 y a lo largo de los años 80’. Esa profunda imbricación se convirtió en una característica permanente de Paquistán mientras entraban y salían los jefes del gobierno.
El Ejército empleó al fundamentalismo para legitimar su régimen autoritario del mismo modo que utilizó el desarrollo de armas nucleares para reforzar el orgullo nacional. El contexto de la Guerra Fría, durante la cual el islam radical paquistaní estuvo dirigido contra la ocupación soviética de Afganistán, impulsó el crecimiento del fanatismo religioso, santificado por el gobierno. El surgimiento de la Liga Musulmana de Paquistán, uno de los movimientos civiles poderosos del país, con el impulso de los cuarteles consolidó el matrimonio entre el fundamentalismo y las instituciones oficiales.
He mencionado en columnas anteriores lo obvio que resultaba esto para cualquiera que visitaba Paquistán en la década de 1990, como lo hice yo tres veces, cuando los soviéticos ya habían abandonado el vecino Afganistán. En los países árabes, los dictadores por lo general se apoyan en el ejército para contener a los grupos religiosos violentos. En Paquistán, el liderazgo civil, en particular el de Benazir Bhutto en diversas ocasiones, estuvo férreamente limitado a la vez por el “establishment” militar y los musulmanes fundamentalistas. En tiempos de dictadura militar, el mandón de turno, voluntaria o involuntariamente, se desenvolvía también dentro de esos parámetros. Ninguna fuerza fue capaz de disolver esta estructura diabólica: ni siquiera los 20 mil millones de dólares que Estados Unidos ha entregado a ese país para de lucha contra el terrorismo desde el “11 de septiembre”.
Esto no significa que todo el mundo es un fundamentalista en el Ejército, que todos son debiluchos en el gobierno y que la totalidad de la Inter Services Agency ha estado protegiendo a Bin Laden desde hace diez años. Pero los esfuerzos realizados por muchos soldados y civiles paquistaníes, que han ayudado a atrapar o matar a importantes líderes terroristas y conducido una ofensiva contra el enemigo en diversas partes del país, se dan en un entorno en el que la capacidad de triunfo está gravemente comprometida desde adentro.
En julio de 2010, la Secretaria de Estado Hillary Clinton dijo: “Creo que Osama Bin Laden está aquí en Paquistán”. En una entrevista posterior, añadió: “Hemos atrapado, con la cooperación paquistaní, a gran parte de la cúpula de al-Qaeda. … Supongo que alguien en este gobierno, de arriba a abajo, sabe dónde se encuentra Bin Laden”. Estaba expresando en pocas palabras el problema de décadas con el Estado paquistaní. Es mucho peor Estado aquel en el que la cúpula política no tiene control sobre vastos segmentos de un “establishment” militar peligroso que otro en el que la cúpula controla al Estado peligroso. En el primer caso, nunca se sabe quién es exactamente el enemigo. En el segundo, las cosas están claras.
Que Islamabad tardase once horas en reaccionar ante la muerte de Bin Laden y que la primera declaración no fuera ni siquiera del propio Presidente indica la enorme vergüenza que esto acarrea para Pakistán. Pero también sugiere lo inseguro e impotente que se siente el mandatario ahora que el vicio esencial del Estado que supuestamente dirige ha quedado expuesta.
En muchos sentidos, atrapar a Bin Laden fue lo fácil. Lo realmente difícil es rehacer al Estado paquistaní. No hay “Navy Seal” que pueda hacer eso.
(c) 2011, The Washington Post Writers Group
La complicidad de Paquistán
Washington, DC—Que Osama Bin Laden eligiese como refugio una pintoresca localidad de veraneo de Paquistán, país donde sabía que Estados Unidos tenía carta blanca contra Al Qaeda, lo dice todo. No hace falta creerle al Pentágono o a cualquier otro estamento militar occidental cuando afirma que el Inteligence Inter-Services (ISI) paquistaní está en la cama con el terrorismo: basta entender que el hombre más buscado del mundo confiaba lo suficiente en Paquistán como para fijar casa allí en una mansión altamente visible, cerca de una academia militar, a pocas decenas de kilómetros de Islamabad.
Los cínicos tendrán la tentación de pensar que las más altas autoridades de Paquistán, tal vez incluso el Presidente Asif Ali Zardari, le otorgaron un santuario al jefe de al-Qaeda, o al menos que no quisieron actuar contra él cuando se les cruzó en el camino la información de su paradero. Pero se equivocará quien creo eso. Si la complicidad de Paquistán con al-Qaeda hubiera sido una política aplicada desde arriba, habría sido fácilmente neutralizada hace mucho tiempo y Paquistán sería un animal político muy distinto del que es. No, ese nunca fue el problema: ni con el dictador Pervez Musharraf durante gran parte de la última década, ni con su sucesor, elegido democráticamente. El vicio de raíz es que, a diferencia del mundo árabe, donde el Ejército y los fundamentalistas musulmanes han sido enemigos acérrimos durante mucho tiempo, en Paquistán ambos están entrelazados desde la época del dictador Zia ul-Haq, a finales de la década de 1970 y a lo largo de los años 80’. Esa profunda imbricación se convirtió en una característica permanente de Paquistán mientras entraban y salían los jefes del gobierno.
El Ejército empleó al fundamentalismo para legitimar su régimen autoritario del mismo modo que utilizó el desarrollo de armas nucleares para reforzar el orgullo nacional. El contexto de la Guerra Fría, durante la cual el islam radical paquistaní estuvo dirigido contra la ocupación soviética de Afganistán, impulsó el crecimiento del fanatismo religioso, santificado por el gobierno. El surgimiento de la Liga Musulmana de Paquistán, uno de los movimientos civiles poderosos del país, con el impulso de los cuarteles consolidó el matrimonio entre el fundamentalismo y las instituciones oficiales.
He mencionado en columnas anteriores lo obvio que resultaba esto para cualquiera que visitaba Paquistán en la década de 1990, como lo hice yo tres veces, cuando los soviéticos ya habían abandonado el vecino Afganistán. En los países árabes, los dictadores por lo general se apoyan en el ejército para contener a los grupos religiosos violentos. En Paquistán, el liderazgo civil, en particular el de Benazir Bhutto en diversas ocasiones, estuvo férreamente limitado a la vez por el “establishment” militar y los musulmanes fundamentalistas. En tiempos de dictadura militar, el mandón de turno, voluntaria o involuntariamente, se desenvolvía también dentro de esos parámetros. Ninguna fuerza fue capaz de disolver esta estructura diabólica: ni siquiera los 20 mil millones de dólares que Estados Unidos ha entregado a ese país para de lucha contra el terrorismo desde el “11 de septiembre”.
Esto no significa que todo el mundo es un fundamentalista en el Ejército, que todos son debiluchos en el gobierno y que la totalidad de la Inter Services Agency ha estado protegiendo a Bin Laden desde hace diez años. Pero los esfuerzos realizados por muchos soldados y civiles paquistaníes, que han ayudado a atrapar o matar a importantes líderes terroristas y conducido una ofensiva contra el enemigo en diversas partes del país, se dan en un entorno en el que la capacidad de triunfo está gravemente comprometida desde adentro.
En julio de 2010, la Secretaria de Estado Hillary Clinton dijo: “Creo que Osama Bin Laden está aquí en Paquistán”. En una entrevista posterior, añadió: “Hemos atrapado, con la cooperación paquistaní, a gran parte de la cúpula de al-Qaeda. … Supongo que alguien en este gobierno, de arriba a abajo, sabe dónde se encuentra Bin Laden”. Estaba expresando en pocas palabras el problema de décadas con el Estado paquistaní. Es mucho peor Estado aquel en el que la cúpula política no tiene control sobre vastos segmentos de un “establishment” militar peligroso que otro en el que la cúpula controla al Estado peligroso. En el primer caso, nunca se sabe quién es exactamente el enemigo. En el segundo, las cosas están claras.
Que Islamabad tardase once horas en reaccionar ante la muerte de Bin Laden y que la primera declaración no fuera ni siquiera del propio Presidente indica la enorme vergüenza que esto acarrea para Pakistán. Pero también sugiere lo inseguro e impotente que se siente el mandatario ahora que el vicio esencial del Estado que supuestamente dirige ha quedado expuesta.
En muchos sentidos, atrapar a Bin Laden fue lo fácil. Lo realmente difícil es rehacer al Estado paquistaní. No hay “Navy Seal” que pueda hacer eso.
(c) 2011, The Washington Post Writers Group
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