El melodrama en curso en derredor de la escritora feminista Naomi Wolf evidencia claramente que la corriente cultural ha cambiado. Wolf intentó recurrir a una vieja y confiable actitud-la de una confesión llorosa de la victimidad feminista-y encontró escepticismo en lugar de una automática simpatía.
El 23 de febrero, en la nota de tapa de la New York Magazine, Wolf detalló un avance de hace 20 años que un profesor de Yale supuestamente realizara contra ella durante sus días de estudiante. Acusó a Harold Bloom, un renombrado académico shakespeareano, de colocar su “mano pesada y sin huesos” sobre sus muslos tras una cena festiva a la luz de las velas en casa de ella, amenizada con vino y poesía. Como reacción, ella vomitó. Bloom según se informa “se movió hacia” ella-si fue en son de acechanza o a fin de asistirla, es algo incierto-y luego, se marchó.
El desaire aparentemente no tuvo consecuencias de importancia para Wolf, quien obtuvo una Beca Rhodes.
Los contemporáneos de Wolf han atacado su relato como una narcisista forma de llamar la atención. Cristina Odone, subdirectora de The New Statesman, captura el tono de las criticas a Wolf: “Hemos tenido a Naomi la víctima de su buena apariencia juvenil (The Beauty Myth), a Naomi la víctima de su atracción sexual (Promiscuities), a Naomi la víctima de la maternidad (Misconceptions)… La opera quejosa le trajo fama internacional y no pocos dólares.” [Los títulos se refieren a los libros de Wolf]
El artículo en The New Statesman es particularmente interesante porque la revista publicó una confesión similar en primera persona en el año 2000. En sus páginas, Andrea Dworkin describió ser drogada y violada en un hotel francés. Ese relato pródigamente reimpreso pasó virtualmente sin ser criticado por los medios de la corriente mayoritaria, hasta que Catherine Bennett ofreció una rara voz de cauto escepticismo al escribir en The Guardian en el Reino Unido.
Bennett se preguntaba porqué Dworkin–supuestamente lastimada durante la violación–no denunció la misma a un médico, a la policía, o la seguridad del hotel. La renuencia de una víctima de violación a ser adicionalmente violada podría explicar esto, pero Bennett halló inconsistente esa explicación con “la decisión de revivir la ordalía, en vívidos detalles, para los lectores” de Dworkin.
En contraste, el relato de Wolf no ha sido aceptado tan fácilmente. Los comentaristas han casi exigido saber porqué Wolf no se quejó ante Yale sobre la supuesta trasgresión de Bloom, no convencidos por las aseveraciones de Wolf de que fue persuadida de no hacerlo por las consejeras académicas. Wolf sostiene que Yale nunca ha establecido un procedimiento adecuado para efectuar una comunicación acerca de un acoso sexual, y que ella ha actuado ahora para obligarlos a hacerlo. Pero sus críticos se han mofado de su confesión, la cual dicen les recuerda un evento de relaciones públicas, rematado con un comunicado de prensa anunciando la inminente aparición del artículo.
Mi punto no es que The New Statesman es hipócrita en su tratamiento de Wolf como opuesta a Dworkin; mi punto es que nuestras asunciones culturales han cambiado. La actitud de víctima ya no es más suficiente para que los oyentes suspendan sus facultades críticas, aún cuando sea esgrimida por una destacada feminista. The New Statesman está simplemente reflejando ese cambio.
El cambio no va lo suficientemente lejos.
No es suficiente con exigir la evidencia y respuestas de parte de las acusadoras. Es necesario extender la justicia a aquellos que son y han sido erróneamente acusados.
Bloom puede ser un lascivo o puede no serlo. Cualquiera que sea la verdad, sin embargo, él ha tenido una gran ventaja sobre la mayoría de los hombres dentro del mundo académico que son acusados de manera similar. Su carrera docente está llegando a su fin. En los campos universitarios de Norteamérica, el más mero atisbo de una acusación de abuso todavía arruina las carreras.
Daphne Patai es una de las pocas feministas que demuestran compasión por tales hombres acusados equivocadamente. En su libro “Heterophobia,” Patai describe lo incivilizado de las políticas sobre la mala conducta sexual por las cuales, el acusado no tiene ni un debido proceso ni la presunción de inocencia, sino que debe probar su inocencia ante comités con el poder de arruinar su vida.
Uno de los ejemplos que cita Patai es el de un profesor excedido de peso quien era tanto bien apreciado como competente. Un día, en medio de una clase, una estudiante mujer vociferó un comentario acerca del tamaño extremo de su cintura. El profesor le observó que ella no tenía un problema similar y, luego, continuó con su disertación.
La estudiante inició cargos por acoso sexual en su contra, basados exclusivamente en el incidente del aula. La caza de brujas resultante fue tan extrema que el profesor se suicidó. Entonces, la administración de la universidad emitió un comunicado expresando su preocupación principal: que la muerte del profesor no debía desalentar a otras mujeres “abusadas” de manera similar a “denunciar.”
Patai también destaca al Profesor Ramdas Lamb, un docente de religión en la University of Hawaii. Como parte de un curso sobre cuestiones sociales contemporáneas, Lamb ordenó la lectura de un artículo de un libro de textos que trataba sobre la violación. Una discusión se inició en la clase entre los estudiantes acerca de las falsas acusaciones de violación.
Lamb sostuvo más tarde: “Solía amar enseñar. Ya no más. Solía amar interactuar con los estudiantes… Ya no más. Solía considerar que los campos universitarios promovían la libertad de expresión y la verdad. Ya no más. Solía creerles a los estudiantes cuando me contaban cosas. Ya no más.”
Pocos años atrás, a la teatral confesión de Wolf le hubiese sido concedido el convencimiento automático. Aún aquellos con dudas no se hubiesen atrevido a plantearlas. El silencio terminó. Es ahora el momento de comenzar a hablar de las victimas ignoradas, de los hombres erróneamente acusados. No es suficiente con rechazar a las falsas acusadoras; una restitución debería serle ofrecida a aquellos a quienes perjudicaron.
¿Qué clase de restitución? Las posibilidades se extienden desde una disculpa oficial hasta el restablecimiento en el puesto y el inicio de cargos por calumnias contra el falso acusador. Solamente entonces la caza de brujas se detendrá.
Traducido por Gabriel Gasave
La confesión feminista revela un cambio cultural
El melodrama en curso en derredor de la escritora feminista Naomi Wolf evidencia claramente que la corriente cultural ha cambiado. Wolf intentó recurrir a una vieja y confiable actitud-la de una confesión llorosa de la victimidad feminista-y encontró escepticismo en lugar de una automática simpatía.
El 23 de febrero, en la nota de tapa de la New York Magazine, Wolf detalló un avance de hace 20 años que un profesor de Yale supuestamente realizara contra ella durante sus días de estudiante. Acusó a Harold Bloom, un renombrado académico shakespeareano, de colocar su “mano pesada y sin huesos” sobre sus muslos tras una cena festiva a la luz de las velas en casa de ella, amenizada con vino y poesía. Como reacción, ella vomitó. Bloom según se informa “se movió hacia” ella-si fue en son de acechanza o a fin de asistirla, es algo incierto-y luego, se marchó.
El desaire aparentemente no tuvo consecuencias de importancia para Wolf, quien obtuvo una Beca Rhodes.
Los contemporáneos de Wolf han atacado su relato como una narcisista forma de llamar la atención. Cristina Odone, subdirectora de The New Statesman, captura el tono de las criticas a Wolf: “Hemos tenido a Naomi la víctima de su buena apariencia juvenil (The Beauty Myth), a Naomi la víctima de su atracción sexual (Promiscuities), a Naomi la víctima de la maternidad (Misconceptions)… La opera quejosa le trajo fama internacional y no pocos dólares.” [Los títulos se refieren a los libros de Wolf]
El artículo en The New Statesman es particularmente interesante porque la revista publicó una confesión similar en primera persona en el año 2000. En sus páginas, Andrea Dworkin describió ser drogada y violada en un hotel francés. Ese relato pródigamente reimpreso pasó virtualmente sin ser criticado por los medios de la corriente mayoritaria, hasta que Catherine Bennett ofreció una rara voz de cauto escepticismo al escribir en The Guardian en el Reino Unido.
Bennett se preguntaba porqué Dworkin–supuestamente lastimada durante la violación–no denunció la misma a un médico, a la policía, o la seguridad del hotel. La renuencia de una víctima de violación a ser adicionalmente violada podría explicar esto, pero Bennett halló inconsistente esa explicación con “la decisión de revivir la ordalía, en vívidos detalles, para los lectores” de Dworkin.
En contraste, el relato de Wolf no ha sido aceptado tan fácilmente. Los comentaristas han casi exigido saber porqué Wolf no se quejó ante Yale sobre la supuesta trasgresión de Bloom, no convencidos por las aseveraciones de Wolf de que fue persuadida de no hacerlo por las consejeras académicas. Wolf sostiene que Yale nunca ha establecido un procedimiento adecuado para efectuar una comunicación acerca de un acoso sexual, y que ella ha actuado ahora para obligarlos a hacerlo. Pero sus críticos se han mofado de su confesión, la cual dicen les recuerda un evento de relaciones públicas, rematado con un comunicado de prensa anunciando la inminente aparición del artículo.
Mi punto no es que The New Statesman es hipócrita en su tratamiento de Wolf como opuesta a Dworkin; mi punto es que nuestras asunciones culturales han cambiado. La actitud de víctima ya no es más suficiente para que los oyentes suspendan sus facultades críticas, aún cuando sea esgrimida por una destacada feminista. The New Statesman está simplemente reflejando ese cambio.
El cambio no va lo suficientemente lejos.
No es suficiente con exigir la evidencia y respuestas de parte de las acusadoras. Es necesario extender la justicia a aquellos que son y han sido erróneamente acusados.
Bloom puede ser un lascivo o puede no serlo. Cualquiera que sea la verdad, sin embargo, él ha tenido una gran ventaja sobre la mayoría de los hombres dentro del mundo académico que son acusados de manera similar. Su carrera docente está llegando a su fin. En los campos universitarios de Norteamérica, el más mero atisbo de una acusación de abuso todavía arruina las carreras.
Daphne Patai es una de las pocas feministas que demuestran compasión por tales hombres acusados equivocadamente. En su libro “Heterophobia,” Patai describe lo incivilizado de las políticas sobre la mala conducta sexual por las cuales, el acusado no tiene ni un debido proceso ni la presunción de inocencia, sino que debe probar su inocencia ante comités con el poder de arruinar su vida.
Uno de los ejemplos que cita Patai es el de un profesor excedido de peso quien era tanto bien apreciado como competente. Un día, en medio de una clase, una estudiante mujer vociferó un comentario acerca del tamaño extremo de su cintura. El profesor le observó que ella no tenía un problema similar y, luego, continuó con su disertación.
La estudiante inició cargos por acoso sexual en su contra, basados exclusivamente en el incidente del aula. La caza de brujas resultante fue tan extrema que el profesor se suicidó. Entonces, la administración de la universidad emitió un comunicado expresando su preocupación principal: que la muerte del profesor no debía desalentar a otras mujeres “abusadas” de manera similar a “denunciar.”
Patai también destaca al Profesor Ramdas Lamb, un docente de religión en la University of Hawaii. Como parte de un curso sobre cuestiones sociales contemporáneas, Lamb ordenó la lectura de un artículo de un libro de textos que trataba sobre la violación. Una discusión se inició en la clase entre los estudiantes acerca de las falsas acusaciones de violación.
Lamb sostuvo más tarde: “Solía amar enseñar. Ya no más. Solía amar interactuar con los estudiantes… Ya no más. Solía considerar que los campos universitarios promovían la libertad de expresión y la verdad. Ya no más. Solía creerles a los estudiantes cuando me contaban cosas. Ya no más.”
Pocos años atrás, a la teatral confesión de Wolf le hubiese sido concedido el convencimiento automático. Aún aquellos con dudas no se hubiesen atrevido a plantearlas. El silencio terminó. Es ahora el momento de comenzar a hablar de las victimas ignoradas, de los hombres erróneamente acusados. No es suficiente con rechazar a las falsas acusadoras; una restitución debería serle ofrecida a aquellos a quienes perjudicaron.
¿Qué clase de restitución? Las posibilidades se extienden desde una disculpa oficial hasta el restablecimiento en el puesto y el inicio de cargos por calumnias contra el falso acusador. Solamente entonces la caza de brujas se detendrá.
Traducido por Gabriel Gasave
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