Una investigación militar que llevó todo un año llegó a la conclusión de que millones de dólares estadounidenses—parte de los 2.160 millones de dólares que el gobierno de los EE.UU. ha pagado a los contratistas en Afganistán para el transporte del material que necesitan nuestros militares—han terminado en manos de los talibanes. Un funcionario estadounidense describió eufemísticamente a los beneficiarios no planeados de los fondos destinados a la firma Host Nation Trucking como “elementos corruptos”. Otro fue más honesto: El dinero fue a parar “al enemigo”.
En un caso, 7,4 millones de dólares fueron pagados a un contratista que pasó el dinero a un subcontratista, que a su vez contrató a otro grupo de subcontratistas para proveer camiones. Casi la mitad del total, unos 3,3 millones de dólares, fue canalizada luego por estos subcontratistas a la cuenta bancaria de un comandante de la Policía Nacional afgana a cambio de garantizar el paso seguro de los convoyes de camiones. El dinero fue posteriormente retirado de la cuenta del oficial de policía en 27 operaciones distintas, y empleado para suministrar armas explosivos y dinero en efectivo a los insurgentes.
La raíz del problema es simple: Una vez que el dinero abandona de las manos estadounidenses., perdemos el control. Dada la débil estructura institucional del gobierno afgano y la propensión a la corrupción generada cuando la rendición de cuentas y el rastreo de los fondos son prácticamente inexistentes, el desvío de los fondos estadounidenses hacia las manos equivocadas no debería haber sido una gran sorpresa.
De hecho, ella debería haber sido anticipada. El mayor problema con la política de “Primero Afganistán” de la administración Obama—es decir, la política estadounidense de tratar de darle vida a la economía afgana mediante la adquisición de bienes y servicios locales—es que se trata de un eufemismo para otra cosa: la edificación de una nación. Y la edificación de naciones rara vez funciona.
Europa y Japón con posterioridad a la Segunda Guerra Mundial fueron raras excepciones, sobre todo porque Francia, Alemania, Italia y Japón tenían todos gobiernos en funcionamiento y estables, e incluso economías avanzadas antes de la guerra. La reconstrucción, aun después de la terrible devastación de la Segunda Guerra Mundial, era un emprendimiento creíble y alcanzable.
No ocurre lo mismo con países como Afganistán e Irak. En toda la historia, no hay ningún ejemplo de una edificación de naciones exitosa en el mundo islámico. Afganistán e Irak tienen poco en común con la Europa o el Japón de posguerra, de modo tal que la edificación de naciones es en gran medida una búsqueda quijotesca.
Afortunadamente, la transformación de Afganistán en una democracia estable con una economía floreciente (la fuerza motriz detrás de la edificación de una nación) no es un requisito indispensable para la seguridad de los EE.UU.. Osama bin Laden está muerto y los restos de la cúpula de al Qaeda se encuentran escondidos.
Los rezagados y los talibanes plantean mayormente una amenaza localizada al gobierno del presidente afgano Hamid Karzai, antes que una amenaza global para los Estados Unidos. De hecho, el único requisito real de la seguridad nacional de los EE.UU. es que el gobierno afgano no apoye a al Qaeda o cualquier otro grupo terrorista que pudiese atacar a los Estados Unidos.
En lugar de arriesgar las vidas de más estadounidenses y gastar más dinero de los contribuyentes de los EE.UU. para reconstruir a la nación afgana, el gobierno de EE.UU. debería estar buscando desvincularse—ahora, no más adelante. Mientras los Estados Unidos sigan en Afganistán, la convocatoria a una yihad continuará. Esto crea una amenaza para los Estados Unidos y señala al país como un objetivo prioritario para el terrorismo.
Hay poco que podamos hacer acerca de la corrupción. Hay mucho que podemos hacer para remover el blanco pintado sobre el pecho del Tío Sam.
Traducido por Gabriel Gasave
La corrupción afgana no es una sorpresa
Una investigación militar que llevó todo un año llegó a la conclusión de que millones de dólares estadounidenses—parte de los 2.160 millones de dólares que el gobierno de los EE.UU. ha pagado a los contratistas en Afganistán para el transporte del material que necesitan nuestros militares—han terminado en manos de los talibanes. Un funcionario estadounidense describió eufemísticamente a los beneficiarios no planeados de los fondos destinados a la firma Host Nation Trucking como “elementos corruptos”. Otro fue más honesto: El dinero fue a parar “al enemigo”.
En un caso, 7,4 millones de dólares fueron pagados a un contratista que pasó el dinero a un subcontratista, que a su vez contrató a otro grupo de subcontratistas para proveer camiones. Casi la mitad del total, unos 3,3 millones de dólares, fue canalizada luego por estos subcontratistas a la cuenta bancaria de un comandante de la Policía Nacional afgana a cambio de garantizar el paso seguro de los convoyes de camiones. El dinero fue posteriormente retirado de la cuenta del oficial de policía en 27 operaciones distintas, y empleado para suministrar armas explosivos y dinero en efectivo a los insurgentes.
La raíz del problema es simple: Una vez que el dinero abandona de las manos estadounidenses., perdemos el control. Dada la débil estructura institucional del gobierno afgano y la propensión a la corrupción generada cuando la rendición de cuentas y el rastreo de los fondos son prácticamente inexistentes, el desvío de los fondos estadounidenses hacia las manos equivocadas no debería haber sido una gran sorpresa.
De hecho, ella debería haber sido anticipada. El mayor problema con la política de “Primero Afganistán” de la administración Obama—es decir, la política estadounidense de tratar de darle vida a la economía afgana mediante la adquisición de bienes y servicios locales—es que se trata de un eufemismo para otra cosa: la edificación de una nación. Y la edificación de naciones rara vez funciona.
Europa y Japón con posterioridad a la Segunda Guerra Mundial fueron raras excepciones, sobre todo porque Francia, Alemania, Italia y Japón tenían todos gobiernos en funcionamiento y estables, e incluso economías avanzadas antes de la guerra. La reconstrucción, aun después de la terrible devastación de la Segunda Guerra Mundial, era un emprendimiento creíble y alcanzable.
No ocurre lo mismo con países como Afganistán e Irak. En toda la historia, no hay ningún ejemplo de una edificación de naciones exitosa en el mundo islámico. Afganistán e Irak tienen poco en común con la Europa o el Japón de posguerra, de modo tal que la edificación de naciones es en gran medida una búsqueda quijotesca.
Afortunadamente, la transformación de Afganistán en una democracia estable con una economía floreciente (la fuerza motriz detrás de la edificación de una nación) no es un requisito indispensable para la seguridad de los EE.UU.. Osama bin Laden está muerto y los restos de la cúpula de al Qaeda se encuentran escondidos.
Los rezagados y los talibanes plantean mayormente una amenaza localizada al gobierno del presidente afgano Hamid Karzai, antes que una amenaza global para los Estados Unidos. De hecho, el único requisito real de la seguridad nacional de los EE.UU. es que el gobierno afgano no apoye a al Qaeda o cualquier otro grupo terrorista que pudiese atacar a los Estados Unidos.
En lugar de arriesgar las vidas de más estadounidenses y gastar más dinero de los contribuyentes de los EE.UU. para reconstruir a la nación afgana, el gobierno de EE.UU. debería estar buscando desvincularse—ahora, no más adelante. Mientras los Estados Unidos sigan en Afganistán, la convocatoria a una yihad continuará. Esto crea una amenaza para los Estados Unidos y señala al país como un objetivo prioritario para el terrorismo.
Hay poco que podamos hacer acerca de la corrupción. Hay mucho que podemos hacer para remover el blanco pintado sobre el pecho del Tío Sam.
Traducido por Gabriel Gasave
AfganistánDefensa y política exterior
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