La crisis social que afecta a la minería en nuestro país no se resolverá con impuestos ni con dádivas, porque no es la consecuencia de la falta de intervención estatal sino de su exceso.
El meollo de esa crisis reside en que los campesinos propietarios de los terrenos que se encuentran en la superficie no son los propietarios del subsuelo, que encierra la ingente riqueza mineral de nuestro país.
Por un artificio legal, proveniente de una falsa interpretación del derecho castellano, el propietario del subsuelo es el Estado, que lo confiere en concesión a las empresas mineras interesadas en su explotación.
Ello hace que la renta minera sea apropiada por el Estado y las empresas mineras, teniendo por mudos testigos a los campesinos más pobres de nuestro país, que si fueran propietarios del subsuelo se contarían, por el contrario, entre los más ricos del continente.
La legislación minera ha expropiado el subsuelo a los pobres que, siendo aún propietarios del suelo, deben contentarse con contemplar el enriquecimiento de los demás. Esta expropiación necesariamente provoca violencia y resentimiento, que son el caldo de cultivo favorito para que los intereses políticos más diversos puedan hacer proselitismo abiertamente.
El principio del derecho universal, desde tiempos de los romanos, es que el dueño del suelo extiende su dominio por lo cielos y el subsuelo hasta el límite de su conveniencia y del derecho ajeno.
Si se aplicase este sencillo principio a nuestra legislación minera, los campesinos y las comunidades indígenas no tendrían que violentarse para conseguir migajas de la falsa caridad de burócratas y empresarios, sino que serían los titulares legítimos de la propiedad sobre los yacimientos y, por consiguiente, principales beneficiarios de sus frutos.
En cuanto propietarios será en su mejor criterio decidir si se sientan encima del mineral -cosa que difícilmente harán si van a disfrutar de sus beneficios- o entran en sociedad con alguna empresa minera o dan en explotación sus yacimientos a terceros o los venden o arriendan a quien mejor les parezca.
Una pregunta que siempre formulo en clase, durante los últimos veinte años, es cuál es la diferencia entre encontrar petróleo en tu jardín en Talara o en Houston. La respuesta es que si lo encuentras en Houston eres rico, porque el petróleo es tuyo; mientras que si lo encuentras en Talara eres pobre porque es del gobierno.
Siendo escasos los recursos, la asignación de lo derechos de propiedad sobre los mismos no sólo tiene consecuencias económicas sino, también, políticas y sociales.
Así, una ineficiente asignación de derechos provoca violencia social y enfrentamiento. La historia está llena de esos ejemplos: las invasiones urbanas, los terrenos de tierra campesinos y, hoy, la crisis minera.
La solución consiste, entonces, en privatizar el subsuelo, entregándolo a sus legítimos propietarios del suelo, campesinos y comunidades de los Andes.
Que sean ellos los beneficiarios de las enormes utilidades de la minería sin la hipocresía corrupta del asistencialismo ni el desdén de la caridad.
Los mineros sabrán cómo hacer su negocio con los nuevos dueños. El Estado, cobrará sus impuestos. Y, en breve tiempo, habrá surgido entre los peruanos más humildes una nueva burguesía libre de manipulaciones y dueña de su propio destino.
La crisis minera de Perú
La crisis social que afecta a la minería en nuestro país no se resolverá con impuestos ni con dádivas, porque no es la consecuencia de la falta de intervención estatal sino de su exceso.
El meollo de esa crisis reside en que los campesinos propietarios de los terrenos que se encuentran en la superficie no son los propietarios del subsuelo, que encierra la ingente riqueza mineral de nuestro país.
Por un artificio legal, proveniente de una falsa interpretación del derecho castellano, el propietario del subsuelo es el Estado, que lo confiere en concesión a las empresas mineras interesadas en su explotación.
Ello hace que la renta minera sea apropiada por el Estado y las empresas mineras, teniendo por mudos testigos a los campesinos más pobres de nuestro país, que si fueran propietarios del subsuelo se contarían, por el contrario, entre los más ricos del continente.
La legislación minera ha expropiado el subsuelo a los pobres que, siendo aún propietarios del suelo, deben contentarse con contemplar el enriquecimiento de los demás. Esta expropiación necesariamente provoca violencia y resentimiento, que son el caldo de cultivo favorito para que los intereses políticos más diversos puedan hacer proselitismo abiertamente.
El principio del derecho universal, desde tiempos de los romanos, es que el dueño del suelo extiende su dominio por lo cielos y el subsuelo hasta el límite de su conveniencia y del derecho ajeno.
Si se aplicase este sencillo principio a nuestra legislación minera, los campesinos y las comunidades indígenas no tendrían que violentarse para conseguir migajas de la falsa caridad de burócratas y empresarios, sino que serían los titulares legítimos de la propiedad sobre los yacimientos y, por consiguiente, principales beneficiarios de sus frutos.
En cuanto propietarios será en su mejor criterio decidir si se sientan encima del mineral -cosa que difícilmente harán si van a disfrutar de sus beneficios- o entran en sociedad con alguna empresa minera o dan en explotación sus yacimientos a terceros o los venden o arriendan a quien mejor les parezca.
Una pregunta que siempre formulo en clase, durante los últimos veinte años, es cuál es la diferencia entre encontrar petróleo en tu jardín en Talara o en Houston. La respuesta es que si lo encuentras en Houston eres rico, porque el petróleo es tuyo; mientras que si lo encuentras en Talara eres pobre porque es del gobierno.
Siendo escasos los recursos, la asignación de lo derechos de propiedad sobre los mismos no sólo tiene consecuencias económicas sino, también, políticas y sociales.
Así, una ineficiente asignación de derechos provoca violencia social y enfrentamiento. La historia está llena de esos ejemplos: las invasiones urbanas, los terrenos de tierra campesinos y, hoy, la crisis minera.
La solución consiste, entonces, en privatizar el subsuelo, entregándolo a sus legítimos propietarios del suelo, campesinos y comunidades de los Andes.
Que sean ellos los beneficiarios de las enormes utilidades de la minería sin la hipocresía corrupta del asistencialismo ni el desdén de la caridad.
Los mineros sabrán cómo hacer su negocio con los nuevos dueños. El Estado, cobrará sus impuestos. Y, en breve tiempo, habrá surgido entre los peruanos más humildes una nueva burguesía libre de manipulaciones y dueña de su propio destino.
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