Washington, DC—Raúl Castro ha matado toda esperanza de que en Cuba se inicie pronto una transición hacia el Estado de Derecho y la economía de mercado. Los nombramientos que ha realizado, así como su primer discurso como Presidente y su conversación televisada con el venezolano Hugo Chávez ese mismo día indican que el objetivo primordial del sucesor es la auto preservación aun si comprende la necesidad de resucitar el moribundo estado comunista.
Los nombramientos de Raúl apuntan a consolidar a la vieja guardia, comenzando por el Primer Vicepresidente, José Ramón Machado Ventura, un “aparatchik” intensamente leal del partido, e incluye a generales como Julio Casas, hasta hace poco su lugarteniente en el Ministerio Defensa y ahora uno de los cinco Vicepresidentes del Consejo de Estado. La edad promedio de los 31 miembros del Consejo de Estado es de 70 años, los mismos que tiene el Presidente de la Asamblea Popular. La generación más joven, cuyos nombres habían sido ingenuamente mentados como posibles reemplazantes de Fidel Castro –entre ellos, los del canciller Felipe Pérez Roque y Carlos Lage, el administrador de la economía de la isla— ha sido humillantemente ninguneada.
Raúl Castro ha pasado las últimas décadas rodeado de viejos generales vinculados a él políticamente. Les ha otorgado poder militar y económico: los militares cubanos controlan muchas de las industrias manejadas por el Estado en áreas como la agricultura y el turismo, que generan algunos ingresos. Ellos mismos serán la columna vertebral del gobierno de Raúl Castro.
Si esto no fuese suficiente prueba de continuidad, allí está el discurso de media hora de Castro (se agradece la parquedad) ante la Asamblea Popular el domingo pasado. En él, aseguró a sus compatriotas, sin ambages, que consultará a Fidel Castro, cuya “capacidad analítica” se encuentra “intacta”, cada decisión importante en las cuestiones de Estado: es decir, la defensa nacional, la política exterior y la economía. “Fidel es Fidel”, les recordó a todos con ominosa tautología, lo que significa no sólo que sus decisiones tendrán la legitimidad que emana del asentimiento del reciente jubilado sino, fundamentalmente, que nada cambiará de modo dramático. Esta es una obvia señal para los militares y la burocracia de que cualquier intento de apartarse de la ortodoxia será visto en el futuro como una traición explícita de Fidel Castro, el Columnista en Jefe, y su Revolución. Por lo demás, la declaración sería suficiente para justificar el derrocamiento del propio Raúl si se aventurase a emprender una reforma audaz.
Castro prometió cambios económicos, por supuesto, admitiendo que muchos de los servicios que la gente recibe gratis no son sostenibles y dando la impresión de que eliminará ciertos organismos del Estado. Esto no equivale al “modelo chino” que muchos observadores pronostican para Cuba. Aparte del hecho de que Fidel Castro, quien seguirá teniendo la última palabra, ha rechazado mil veces la vía china, existe un precedente que indica cuáles son los límites de un eventual empeño reformista por parte de la vieja guardia. Los hermanos Castro abrieron tímidamente la economía en los años 90, permitiendo a los cubanos abrir pequeños negocios e invitando al capital extranjero a asociarse a las empresas estatales de la isla. Tan pronto hubo signos de que la descentralización económica podía crear ciertos bolsones de poder que no respondiesen directamente al Máximo Líder, los Castro dieron marcha atrás en muchas áreas.
Raúl Castro ha manejado las fuerzas armadas más eficientemente de lo que Fidel ha manejado el resto del país. No sorprende, pues, que quiera que la economía nacional sea dirigida como su ejército. Pero no logro entender cómo podría pasar de allí a la conversión al capitalismo “estilo chino” y mucho menos a la democracia, como muchos observadores lo vienen anunciando. En el vertiginoso mundo global de nuestros días, si Cuba fuese a abrir su economía en un grado comparable al de China, el gobierno cubano se arriesgaría a perder el control del proceso muy rápidamente. Raúl quiere garantizar la continuidad de la Revolución haciéndola más eficiente, no modificar su naturaleza volviéndose capitalista.
A esto se debe que, a pesar de su poco entusiasmo y acaso celos por la interferencia del Presidente venezolano en los asuntos cubanos, Raúl conversara con Hugo Chávez el día de su “asunción” al cargo. El mensaje fue claro: la alianza continuará.
¿Podría ser que el nuevo Presidente sencillamente no tenga otra opción que moverse con cautela mientras su hermano esté vivo? Es posible, pero ¿dónde está la evidencia de que Raúl Castro, a los 76 años, miembro del Partido Comunista desde 1953 y todavía instalado bajo la sombra de su hermano, es el Gorbachev cubano? Hasta ahora, todo indica que esa cháchara sólo puede ser atribuida a los buenos deseos.
(c) 2008, The Washington Post Writers Group
La Cuba de siempre
Washington, DC—Raúl Castro ha matado toda esperanza de que en Cuba se inicie pronto una transición hacia el Estado de Derecho y la economía de mercado. Los nombramientos que ha realizado, así como su primer discurso como Presidente y su conversación televisada con el venezolano Hugo Chávez ese mismo día indican que el objetivo primordial del sucesor es la auto preservación aun si comprende la necesidad de resucitar el moribundo estado comunista.
Los nombramientos de Raúl apuntan a consolidar a la vieja guardia, comenzando por el Primer Vicepresidente, José Ramón Machado Ventura, un “aparatchik” intensamente leal del partido, e incluye a generales como Julio Casas, hasta hace poco su lugarteniente en el Ministerio Defensa y ahora uno de los cinco Vicepresidentes del Consejo de Estado. La edad promedio de los 31 miembros del Consejo de Estado es de 70 años, los mismos que tiene el Presidente de la Asamblea Popular. La generación más joven, cuyos nombres habían sido ingenuamente mentados como posibles reemplazantes de Fidel Castro –entre ellos, los del canciller Felipe Pérez Roque y Carlos Lage, el administrador de la economía de la isla— ha sido humillantemente ninguneada.
Raúl Castro ha pasado las últimas décadas rodeado de viejos generales vinculados a él políticamente. Les ha otorgado poder militar y económico: los militares cubanos controlan muchas de las industrias manejadas por el Estado en áreas como la agricultura y el turismo, que generan algunos ingresos. Ellos mismos serán la columna vertebral del gobierno de Raúl Castro.
Si esto no fuese suficiente prueba de continuidad, allí está el discurso de media hora de Castro (se agradece la parquedad) ante la Asamblea Popular el domingo pasado. En él, aseguró a sus compatriotas, sin ambages, que consultará a Fidel Castro, cuya “capacidad analítica” se encuentra “intacta”, cada decisión importante en las cuestiones de Estado: es decir, la defensa nacional, la política exterior y la economía. “Fidel es Fidel”, les recordó a todos con ominosa tautología, lo que significa no sólo que sus decisiones tendrán la legitimidad que emana del asentimiento del reciente jubilado sino, fundamentalmente, que nada cambiará de modo dramático. Esta es una obvia señal para los militares y la burocracia de que cualquier intento de apartarse de la ortodoxia será visto en el futuro como una traición explícita de Fidel Castro, el Columnista en Jefe, y su Revolución. Por lo demás, la declaración sería suficiente para justificar el derrocamiento del propio Raúl si se aventurase a emprender una reforma audaz.
Castro prometió cambios económicos, por supuesto, admitiendo que muchos de los servicios que la gente recibe gratis no son sostenibles y dando la impresión de que eliminará ciertos organismos del Estado. Esto no equivale al “modelo chino” que muchos observadores pronostican para Cuba. Aparte del hecho de que Fidel Castro, quien seguirá teniendo la última palabra, ha rechazado mil veces la vía china, existe un precedente que indica cuáles son los límites de un eventual empeño reformista por parte de la vieja guardia. Los hermanos Castro abrieron tímidamente la economía en los años 90, permitiendo a los cubanos abrir pequeños negocios e invitando al capital extranjero a asociarse a las empresas estatales de la isla. Tan pronto hubo signos de que la descentralización económica podía crear ciertos bolsones de poder que no respondiesen directamente al Máximo Líder, los Castro dieron marcha atrás en muchas áreas.
Raúl Castro ha manejado las fuerzas armadas más eficientemente de lo que Fidel ha manejado el resto del país. No sorprende, pues, que quiera que la economía nacional sea dirigida como su ejército. Pero no logro entender cómo podría pasar de allí a la conversión al capitalismo “estilo chino” y mucho menos a la democracia, como muchos observadores lo vienen anunciando. En el vertiginoso mundo global de nuestros días, si Cuba fuese a abrir su economía en un grado comparable al de China, el gobierno cubano se arriesgaría a perder el control del proceso muy rápidamente. Raúl quiere garantizar la continuidad de la Revolución haciéndola más eficiente, no modificar su naturaleza volviéndose capitalista.
A esto se debe que, a pesar de su poco entusiasmo y acaso celos por la interferencia del Presidente venezolano en los asuntos cubanos, Raúl conversara con Hugo Chávez el día de su “asunción” al cargo. El mensaje fue claro: la alianza continuará.
¿Podría ser que el nuevo Presidente sencillamente no tenga otra opción que moverse con cautela mientras su hermano esté vivo? Es posible, pero ¿dónde está la evidencia de que Raúl Castro, a los 76 años, miembro del Partido Comunista desde 1953 y todavía instalado bajo la sombra de su hermano, es el Gorbachev cubano? Hasta ahora, todo indica que esa cháchara sólo puede ser atribuida a los buenos deseos.
(c) 2008, The Washington Post Writers Group
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