Quizás usted nunca ha pensado acerca de las similitudes entre la Guerra de Vietnam y la Guerra contra las Drogas. Usted puede creer que si bien la primera fue realmente una guerra, la segunda es solamente denominada una guerra. Pero las recientes memorias del ex Secretario de Defensa Robert S. McNamara traen a la mente varios paralelismos.
Para empezar, pocas personas se imaginaban que ambas guerras durarían tanto. Los líderes aseguraron a los ciudadanos que la fuerza abrumadora haría que el enemigo capitulase. Las autoridades no dudaban de la legitimidad de la causa o de su capacidad de prevalecer.
Se aseguraron sucesivas escaladas. En Vietnam, las fuerzas de la tropa y las toneladas de bombas se incrementaron una y otra vez. Sin embargo, las provisiones nor-vietnamitas para los combatientes en el sur continuaron fluyendo a lo largo del camino de Ho Chi Minh. Asimismo, los repetidamente acrecentados esfuerzos para prevenir el ingreso de drogas en los Estados Unidos han tenido escaso efecto. Según el Comisionado de Aduanas George J. Weise, «no vemos ninguna señal de que el contrabando este disminuyendo.»
Los intransigentes continuaban expresando confianza en que la marea de la batalla podía revertirse si persistíamos y destinábamos más recursos. El Presidente Lyndon B. Johnson aceptó ponerle freno a su Guerra contra la Pobreza a fin de intensificar la guerra en Asia. Similarmente, los costos de la Guerra contra las Drogas siguen incrementándose. El Presidente Bill Clinton solicitó recientemente un record de $14.6 mil millones, y los gobiernos estaduales y locales gastan miles de millones más. Pese a ello, la Senadora Dianne Feinstein predice: «Va a insumir mucho más dinero, inspectores, equipamiento y revisión» el sellar la frontera.
La demanda de droga sigue siendo alta. The New York Times informa sobre «poco cambio entre los casi 3 millones de los grandes consumidores quienes consumen hasta un 80 por ciento de las drogas ingresadas de contrabando en los Estados Unidos y son considerados como responsables de la mayoría de los crímenes relacionados con las drogas.»
Ambas guerras atestiguaron tácticas tanto psicológicas como violentas. En Vietnam el programa de pacificación procuró «ganar los corazones y las mentes» de los campesinos y persuadirlos de no apoyar al enemigo. Igualmente, la esposa de un Comandante en Jefe popularizó el lema «Tan sólo di no,» y el programa se atreve a enseñar a los niños a resistir las drogas y a informar sobre sus propios padres.
La verdad es siempre la primera víctima. En Vietnam, los comandantes militares inflaron el conteo de cadáveres e informaron de una luz ficticia al final del túnel. En la Guerra contra las Drogas las autoridades, esforzándose por estigmatizar todo consumo de drogas, han hecho poco o nada para intentar distinguir a las sustancias relativamente inofensivas, tales como la marihuana, de las más peligrosas tales como la heroína y la cocaína crack. En cada guerra, el público reaccionó a la mendacidad oficial volviéndose más cínico sobre sus líderes.
Ambas guerras desgarraron el tejido de la vida social y política estadounidense, debido a que ambas representaron una política a la que vastos segmentos del público se opusieron activamente. Las protestas pacifistas crecieron y se tornaron más insistentes. En mayo de 1967, McNamara le advirtió al Presidente Johnson en un memorando: «Puede haber un límite más allá del cual muchos estadounidenses y gran parte del mundo no permitirán que los Estados Unidos vayan. La fotografía de la mayor superpotencia matando o hiriendo seriamente a 1.000 no combatientes a la semana, mientras intenta colocar a una diminuta nación subdesarrollada en la sumisión sobre la base de una cuestión cuyos méritos se encuentran bajo fuerte disputa, no es una bonito.»
La Guerra contra las Drogas es también un espectáculo desagradable, y la oposición está creciendo, especialmente entre los jueces, quienes observan de cerca su futilidad. La misma todavía aguarda su equivalente de Richard Nixon y Henry Kissinger: que declaren «paz con honor» y traigan a las tropas a casa. Abandonando esta cruzada costosa y quijotesca, las autoridades podrían defendernos mejor de amenazas más serias.
Traducido por Gabriel Gasave
La Guerra de Vietnam y la Guerra contra las Drogas
Quizás usted nunca ha pensado acerca de las similitudes entre la Guerra de Vietnam y la Guerra contra las Drogas. Usted puede creer que si bien la primera fue realmente una guerra, la segunda es solamente denominada una guerra. Pero las recientes memorias del ex Secretario de Defensa Robert S. McNamara traen a la mente varios paralelismos.
Para empezar, pocas personas se imaginaban que ambas guerras durarían tanto. Los líderes aseguraron a los ciudadanos que la fuerza abrumadora haría que el enemigo capitulase. Las autoridades no dudaban de la legitimidad de la causa o de su capacidad de prevalecer.
Se aseguraron sucesivas escaladas. En Vietnam, las fuerzas de la tropa y las toneladas de bombas se incrementaron una y otra vez. Sin embargo, las provisiones nor-vietnamitas para los combatientes en el sur continuaron fluyendo a lo largo del camino de Ho Chi Minh. Asimismo, los repetidamente acrecentados esfuerzos para prevenir el ingreso de drogas en los Estados Unidos han tenido escaso efecto. Según el Comisionado de Aduanas George J. Weise, «no vemos ninguna señal de que el contrabando este disminuyendo.»
Los intransigentes continuaban expresando confianza en que la marea de la batalla podía revertirse si persistíamos y destinábamos más recursos. El Presidente Lyndon B. Johnson aceptó ponerle freno a su Guerra contra la Pobreza a fin de intensificar la guerra en Asia. Similarmente, los costos de la Guerra contra las Drogas siguen incrementándose. El Presidente Bill Clinton solicitó recientemente un record de $14.6 mil millones, y los gobiernos estaduales y locales gastan miles de millones más. Pese a ello, la Senadora Dianne Feinstein predice: «Va a insumir mucho más dinero, inspectores, equipamiento y revisión» el sellar la frontera.
La demanda de droga sigue siendo alta. The New York Times informa sobre «poco cambio entre los casi 3 millones de los grandes consumidores quienes consumen hasta un 80 por ciento de las drogas ingresadas de contrabando en los Estados Unidos y son considerados como responsables de la mayoría de los crímenes relacionados con las drogas.»
Ambas guerras atestiguaron tácticas tanto psicológicas como violentas. En Vietnam el programa de pacificación procuró «ganar los corazones y las mentes» de los campesinos y persuadirlos de no apoyar al enemigo. Igualmente, la esposa de un Comandante en Jefe popularizó el lema «Tan sólo di no,» y el programa se atreve a enseñar a los niños a resistir las drogas y a informar sobre sus propios padres.
La verdad es siempre la primera víctima. En Vietnam, los comandantes militares inflaron el conteo de cadáveres e informaron de una luz ficticia al final del túnel. En la Guerra contra las Drogas las autoridades, esforzándose por estigmatizar todo consumo de drogas, han hecho poco o nada para intentar distinguir a las sustancias relativamente inofensivas, tales como la marihuana, de las más peligrosas tales como la heroína y la cocaína crack. En cada guerra, el público reaccionó a la mendacidad oficial volviéndose más cínico sobre sus líderes.
Ambas guerras desgarraron el tejido de la vida social y política estadounidense, debido a que ambas representaron una política a la que vastos segmentos del público se opusieron activamente. Las protestas pacifistas crecieron y se tornaron más insistentes. En mayo de 1967, McNamara le advirtió al Presidente Johnson en un memorando: «Puede haber un límite más allá del cual muchos estadounidenses y gran parte del mundo no permitirán que los Estados Unidos vayan. La fotografía de la mayor superpotencia matando o hiriendo seriamente a 1.000 no combatientes a la semana, mientras intenta colocar a una diminuta nación subdesarrollada en la sumisión sobre la base de una cuestión cuyos méritos se encuentran bajo fuerte disputa, no es una bonito.»
La Guerra contra las Drogas es también un espectáculo desagradable, y la oposición está creciendo, especialmente entre los jueces, quienes observan de cerca su futilidad. La misma todavía aguarda su equivalente de Richard Nixon y Henry Kissinger: que declaren «paz con honor» y traigan a las tropas a casa. Abandonando esta cruzada costosa y quijotesca, las autoridades podrían defendernos mejor de amenazas más serias.
Traducido por Gabriel Gasave
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