La ilusión de la fuerza

21 de noviembre, 2007

Washington, DC—Durante sus ocho años en el gobierno, el general Pervez Musharraf no ha sido capaz de brindar orden y estabilidad, es decir lo que prometió tras su incruento golpe de Estado en 1999. Ha dirigido un régimen pro-occidental y colaborado con las agencias de inteligencia estadounidenses y europeas en la búsqueda de terroristas alrededor del mundo, pero ha sido incapaz de imponer su mando sobre las diversas áreas en las que los grupos terroristas, las organizaciones fundamentalistas y los movimientos separatistas están causando estragos. Tampoco ha podido legitimar su mando entre las 165 millones de personas que componen la sociedad paquistaní.

Musharraf no ha sido capaz siquiera de purgar a los miembros anti-occidentales de las fuerzas armadas paquistaníes que parecen estar haciendo la vista gorda ante quienes procuran convertir a ese país en un bastión del fundamentalismo islámico.

Por lo tanto, ¿qué es exactamente lo que hace de este individuo la mejor garantía de que Paquistán no terminará siendo un estado fallido? Y no olvidemos que se trata de un estado potencialmente fallido que alberga hoy unas 50 armas nucleares controladas por un hombre, el general Khalid Kidwai, rodeado de enemigos resentidos porque el gobernante de facto lo ha mantenido en su puesto bastante más allá de la edad del retiro.

La áreas tribales de la Provincia de la Frontera Noroccidental de Paquistán están dominadas por al Qaeda y el Talibán. Esa es la razón por la cual esta última organización es tan fuerte en el sur de Afganistán y por la cual la maquinaria de al Qaeda que fue diezmada en 2001 ha resurgido de sus cenizas.

Peshawar es un semillero del fundamentalismo islámico y un paraíso del contrabando de armas: precisamente lo que Musharraf afirma que quiere erradicar. El 3 de noviembre pasado, el general justificó la imposición de la ley marcial (“estado de emergencia”) y el despido de varios miembros de la Corte Suprema con el argumento de que urge combatir al fundamentalismo con más eficacia. Pero durante años ha colmado de privilegios a los partidos religiosos minoritarios estrechamente vinculados a los extremistas —incluso favoreciéndolos en los comicios fraudulentos de 2002— a fin de marginar a las dos organizaciones políticas dominantes e inventarse una base de apoyo civil.

Musharraf nunca se quejó de la Corte Suprema…hasta que el presidente del Tribunal asumió una postura independiente en contra de sus maniobras para perpetuarse en el cargo. Y tampoco fueron los partidos de la oposición, el Partido del Pueblo de Paquistán y la Liga Musulmana de Paquistán, escollos en la campaña contra los terroristas fundamentalistas: sus dirigentes, los ex Primeros Ministros Benazir Bhutto y Nawaz Sharif, se encontraban en el exilio, sus organizaciones estaban severamente disminuidas por la represión y su postura contra la violencia religiosa era inequívoca.

Como si eso no bastara, la Provincia de Baluchistán está plagada de separatistas que cada día actúan con más virulencia en la región donde Paquistán se codea con Irán y Afganistán. Durante años, los baluch han opuesto resistencia contra el empeño de los militares por establecer un dominio centralizado sobre la totalidad del territorio nacional. El generalote que por ocho años ha concentrado todo el poder en sus manos con apoyo internacional ha fracasado también en Baluchistán. Desde 2006, ha habido allí incontables incidentes en los cuales soldados del ejército paquistaní han sido asesinados por grupos locales.

Finalmente, Musharraf, que mintió acerca de sus intenciones de dejar la jefatura del Ejército y hacerse reelegir, se ha enajenado el respeto de todas las instituciones civiles del país, razón por la cual ha encerrado a miles de personas, incluidos abogados y activistas humanitarios, y sacado del aire a los medios audiovisuales. En realidad, con todo esto ha logrado lo que habría parecido imposible hace dos o tres años: volver populares nuevamente a Bhutto y Sharif, y revitalizar sus organizaciones, a las que la inmensa mayoría de paquistaníes asociaba con la corrupción de la democracia y con el clima enrarecido que precipitó el golpe de Estado de Musharraf –ampliamente aceptado— en 1999.

En teoría, la fuerza ha gobernado durante ocho años y el resultado ha sido un país más disfuncional y desgarrado por las corrientes centrífugas que nunca. Afrontar ese fracaso sacando los tanques a la calles, arrojando gente a la cárcel y amordazando a la prensa no es una forma de revertirlo sino de intentar esconderlo bajo la alfombra a plena vista del mundo entero. Esto no es fuerza, sino la ilusión de la fuerza: el Estado paquistaní parece más débil que nunca y depende exclusivamente de uniformados aborrecidos en la actualidad por la mayoría de los paquistaníes.

No queda claro si un gobierno democrático será mucho mejor que Musharraf a la hora de generar el orden y la estabilidad que se dan cuando una masa crítica de gente confía en las instituciones que la gobiernan y las respetan. Pero es completamente seguro que no será peor que esto.

(c) 2007, The Washington Post Writers Group

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