Washington, DC—Los líderes de Kosovo —y sus simpatizantes europeos y estadounidenses— no deben olvidar la lección de la tragedia que condujo a la declaración de independencia de la provincia serbia esta semana. Esa lección tiene mucho más que ver con los horrores del nacionalismo, una ideología hambrienta de poder, que con la maldad, real o percibida, de los serbios.
El conflicto contemporáneo comenzó cuando Slobodan Milosevic, oscuro miembro de la burocracia comunista de Yugoslavia, se convirtió al nacionalismo serbio a fines de los años 80 para trepar hasta la cúspide. Al avivar el sentimiento nacionalista serbio con la ayuda de otros dirigentes en Belgrado, Milosevic provocó una reacción en cadena que convirtió a Yugoslavia en el infierno de la década de los años 90. Al anular la autonomía de Kosovo, también se aseguró de que el antiguo odio entre la mayoría albana y la minoría serbia se encendiera nuevamente en esa provincia.
Es fácil olvidar la génesis de la tragedia balcánica. De hecho, recuerdo haberme sorprendido, con ocasión de mis viajes a Yugoslavia durante la guerra, con lo confundida que estaba la gente acerca de quién había empezado qué. ¡Y eso fue poco después de la llegada de Milosevic al poder! Lo que estamos viendo hoy día, años después de la caída de Milosevic, del fin de Yugoslavia y de la entrega de Kosovo a la OTAN por parte de Serbia, es la consecuencia de la diabólica secuencia puesta en marcha por un déspota brutal que disfrazó sus ambiciones con una ideología colectivista diseñada para embaucar a la opinión pública para que creyese que la nación se encontraba en peligro.
Pero si estos hechos contemporáneos confieren autoridad a la jubilosa declaración de independencia de la mayoría albana, tengamos en mente que desde el punto de vista histórico ambas partes se han infligido, recíprocamente, muerte y sufrimiento. Y, al igual que con tantos conflictos enraizados en el nacionalismo, ambos bandos tienen reclamos históricos de cierto peso.
Los serbios pusieron un pie en Kosovo en el siglo 11 en medio de su lucha contra los bizantinos. Eso fue mucho antes de que el nacionalismo albano surgiera en aquel lugar a finales del siglo 19. Como los serbios siguen recordándonos, Kosovo fue escenario de un acontecimiento trascendental en la historia de su nación: la batalla que lleva el nombre de la provincia contra los turcos otomanos. Por último, hubo épocas en las que los albanos de Kosovo se aliaron con las potencias imperialistas —los turcos, los búlgaros— decididas a oprimir a los serbios y participaron en limpiezas étnicas, especialmente en la última parte del siglo 19. Así es, en parte, como los albanos se convirtieron en mayoría en la provincia.
Nada de esto excusa el nacionalismo serbio, un factor opresivo en los Balcanes desde épocas medievales. Pero sí sirve para decir que los conflictos entre dos formas de nacionalismo a menudo encubren genocidios, atrocidades y conquistas perpetradas por ambas partes, incluso si la magnitud y la frecuencia son mayores en uno de los bandos.
No existe una solución sencilla para Kosovo. Pero si se ahonda en los precedentes históricos, se pueden encontrar ciertos períodos en los cuales los instintos étnicos y tribales se vieron atenuados entre los eslavos del sur (tal como solían ser llamados los yugoslavos) por un contexto en el que la gente podía ocuparse de sus asuntos sin demasiada intromisión política. Uno de dichos períodos fue el del Imperio Austrohúngaro, que en gran medida estuvo basado en el libre comercio y la descentralización —al menos hasta que la paz fue destruida después de que un nacionalista serbio desencadenara la Primera Guerra Mundial al asesinar al archiduque Franz Ferdinand de Austria.
La gente que gobierna Kosovo hoy día, comenzando por el Primer Ministro Hashim Thaci, es la misma que en la segunda mitad de la década del 90 formó el Ejército de Liberación de Kosovo (ELK), reemplazando los métodos pacíficos de dirigentes como Ibrahim Rugova con matanzas y actos terroristas. El hecho de que la Guerra de Kosovo fuese iniciada por asesinos serbios y de que un millón de albanos tuviera que abandonar Kosovo en la segunda mitad de los años 90 no debería hacernos olvidar los crímenes del ELK. Desde la muerte de Rugova, los albanos moderados se han visto superados por los radicales. Esos radicales han sido contenidos por la presencia de la OTAN y las Naciones Unidas. Pero, ahora que han alcanzado su añorado ideal, ¿escucharán esos políticos las lecciones de la historia y establecerán una república basada en la tolerancia, el pluralismo y el libre comercio en detrimento de su propia inclinación nacionalista? ¿O continuarán con el eterno ciclo de autoritarismo que es la historia de Kosovo?
Si los kosovares terminan sustituyendo una forma de nacionalismo con otra, la reciente declaración de independencia resultará ser una traición a los deseos de los kosovares de a pie que aspiran a ser libres y vivir en paz consigo y con el resto de Europa.
(c) 2008, The Washington Post Writers Group
La independencia de Kosovo
Washington, DC—Los líderes de Kosovo —y sus simpatizantes europeos y estadounidenses— no deben olvidar la lección de la tragedia que condujo a la declaración de independencia de la provincia serbia esta semana. Esa lección tiene mucho más que ver con los horrores del nacionalismo, una ideología hambrienta de poder, que con la maldad, real o percibida, de los serbios.
El conflicto contemporáneo comenzó cuando Slobodan Milosevic, oscuro miembro de la burocracia comunista de Yugoslavia, se convirtió al nacionalismo serbio a fines de los años 80 para trepar hasta la cúspide. Al avivar el sentimiento nacionalista serbio con la ayuda de otros dirigentes en Belgrado, Milosevic provocó una reacción en cadena que convirtió a Yugoslavia en el infierno de la década de los años 90. Al anular la autonomía de Kosovo, también se aseguró de que el antiguo odio entre la mayoría albana y la minoría serbia se encendiera nuevamente en esa provincia.
Es fácil olvidar la génesis de la tragedia balcánica. De hecho, recuerdo haberme sorprendido, con ocasión de mis viajes a Yugoslavia durante la guerra, con lo confundida que estaba la gente acerca de quién había empezado qué. ¡Y eso fue poco después de la llegada de Milosevic al poder! Lo que estamos viendo hoy día, años después de la caída de Milosevic, del fin de Yugoslavia y de la entrega de Kosovo a la OTAN por parte de Serbia, es la consecuencia de la diabólica secuencia puesta en marcha por un déspota brutal que disfrazó sus ambiciones con una ideología colectivista diseñada para embaucar a la opinión pública para que creyese que la nación se encontraba en peligro.
Pero si estos hechos contemporáneos confieren autoridad a la jubilosa declaración de independencia de la mayoría albana, tengamos en mente que desde el punto de vista histórico ambas partes se han infligido, recíprocamente, muerte y sufrimiento. Y, al igual que con tantos conflictos enraizados en el nacionalismo, ambos bandos tienen reclamos históricos de cierto peso.
Los serbios pusieron un pie en Kosovo en el siglo 11 en medio de su lucha contra los bizantinos. Eso fue mucho antes de que el nacionalismo albano surgiera en aquel lugar a finales del siglo 19. Como los serbios siguen recordándonos, Kosovo fue escenario de un acontecimiento trascendental en la historia de su nación: la batalla que lleva el nombre de la provincia contra los turcos otomanos. Por último, hubo épocas en las que los albanos de Kosovo se aliaron con las potencias imperialistas —los turcos, los búlgaros— decididas a oprimir a los serbios y participaron en limpiezas étnicas, especialmente en la última parte del siglo 19. Así es, en parte, como los albanos se convirtieron en mayoría en la provincia.
Nada de esto excusa el nacionalismo serbio, un factor opresivo en los Balcanes desde épocas medievales. Pero sí sirve para decir que los conflictos entre dos formas de nacionalismo a menudo encubren genocidios, atrocidades y conquistas perpetradas por ambas partes, incluso si la magnitud y la frecuencia son mayores en uno de los bandos.
No existe una solución sencilla para Kosovo. Pero si se ahonda en los precedentes históricos, se pueden encontrar ciertos períodos en los cuales los instintos étnicos y tribales se vieron atenuados entre los eslavos del sur (tal como solían ser llamados los yugoslavos) por un contexto en el que la gente podía ocuparse de sus asuntos sin demasiada intromisión política. Uno de dichos períodos fue el del Imperio Austrohúngaro, que en gran medida estuvo basado en el libre comercio y la descentralización —al menos hasta que la paz fue destruida después de que un nacionalista serbio desencadenara la Primera Guerra Mundial al asesinar al archiduque Franz Ferdinand de Austria.
La gente que gobierna Kosovo hoy día, comenzando por el Primer Ministro Hashim Thaci, es la misma que en la segunda mitad de la década del 90 formó el Ejército de Liberación de Kosovo (ELK), reemplazando los métodos pacíficos de dirigentes como Ibrahim Rugova con matanzas y actos terroristas. El hecho de que la Guerra de Kosovo fuese iniciada por asesinos serbios y de que un millón de albanos tuviera que abandonar Kosovo en la segunda mitad de los años 90 no debería hacernos olvidar los crímenes del ELK. Desde la muerte de Rugova, los albanos moderados se han visto superados por los radicales. Esos radicales han sido contenidos por la presencia de la OTAN y las Naciones Unidas. Pero, ahora que han alcanzado su añorado ideal, ¿escucharán esos políticos las lecciones de la historia y establecerán una república basada en la tolerancia, el pluralismo y el libre comercio en detrimento de su propia inclinación nacionalista? ¿O continuarán con el eterno ciclo de autoritarismo que es la historia de Kosovo?
Si los kosovares terminan sustituyendo una forma de nacionalismo con otra, la reciente declaración de independencia resultará ser una traición a los deseos de los kosovares de a pie que aspiran a ser libres y vivir en paz consigo y con el resto de Europa.
(c) 2008, The Washington Post Writers Group
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