Washington, DC—Los terremotos y huracanes tienden a suscitar dos clichés: que la naturaleza golpea con más vehemencia a los pobres y que el Estado es incapaz de cumplir con su función básica. Como suele ocurrir con los clichés, estos dos son ciertos. Ellos resurgen ahora en el Perú, en la estela del terremoto del 15 de agosto que mató a más de 500 personas, hirió a más de mil y dejó sin techo a más de cien mil. La reconstrucción costará al país entre el 0,5 y el 1 por ciento de la producción nacional.
Como en otras catástrofes alrededor del mundo, los esfuerzos espontáneos de la población, las empresas privadas y la asistencia exterior han compensado la incapacidad del Estado peruano—en su expresión central, regional y local—para responder con acierto. Esa incapacidad no resultó de la falta de esfuerzo y mucho menos de recursos: el Estado (los Estados) peruano(s) está(n) ahíto(s) de dólares gracias al auge exportador. Hay tanto dinero, que muchos gobiernos regionales y locales no son capaces de gastar más de la mitad de sus presupuestos porque no saben cómo. El gobierno central cuenta con un superávit fiscal, ha acumulado reservas cuantiosas y ha reducido la deuda por debajo del 30 por ciento del PBI.
Tampoco se debió a la falta de personal. El Perú tiene un empleado público por cada 28 ciudadanos: padece tres veces más funcionarios que Chile con una población que es sólo 1,8 veces más grande. Si añadimos que el epicentro del terremoto se situó menos de tres horas al sur de Lima —y no en un remoto volcán altiplánico—, la respuesta inadecuada del Estado resulta particularmente lacerante.
Algunos sostienen que las privatizaciones de los años 90 redujeron el Estado a escombros mucho antes de que este terremoto redujera a escombros la ciudad portuaria de Pisco. ¡Pamplinas! En los años 90, el Estado engordó. Los gobiernos regionales compensaron con creces la pequeña reducción de la burocracia central y un aluvión de organismos reguladores, programas sociales y nuevos ministerios reemplazó a las empresas de servicios públicos vendidas a intereses privados. El gasto fiscal se elevó sin rubor, tendencia que ha persistido desde entonces. La plantilla es tan abultada, que el Estado gasta la mayor parte del dinero en salarios y pensiones: sus ‘inversiones” ni quiera totalizan el 3 por ciento del PBI de la nación.
Quienes aúllan que el Perú carece de “suficiente Estado” porque falló el sistema de defensa civil confunden el síntoma con la causa, que es: demasiado Estado, durante demasiado tiempo. A pesar de tanto Estado, la falta de ley y orden ha dado pie, en años recientes, al linchamiento de ladrones y violadores en los vecindarios pobres de la capital. Cualquiera que haya visto los noticieros o viajado a los lugares donde el terremoto golpeó más duramente a los pobres se habrá sorprendido con la cantidad de funcionarios públicos desplazados a aquellos lugares: políticos, burócratas, soldados, policías. Parecía como si todo el Estado hubiese establecido un campamento en el llamado “sur chico”.
El sistema de defensa civil depende en gran parte de las estructuras de los gobiernos locales y regionales así como del gobierno central, y parcialmente de las fuerzas armadas. Todas esas estructuras estaban en su sitio durante y después del terremoto. Si no se desempeñaron adecuadamente, sólo puede deberse a que el Estado es él mismo un pobre sistema de defensa civil.
Eso no implica decir que las empresas privadas están exentas de reproche. Las razones dadas por Telefónica con relación al colapso de las líneas telefónicas son aceptables, pero no cien por ciento. Es cierto: cualquier servicio afectado por un sorpresivo y masivo aumento de la demanda tendrá dificultades para lidiar ese toro (tres millones de líneas telefónicas murieron tras el paso de “Katrina” por los Estados Unidos). Pero el alcance del colapso refleja ineficiencias que pueden tener que ver con las condiciones monopólicas bajo las cuales esa empresa funcionó durante varios años en el Perú.
En cualquier caso, el cliché ha vuelto a boca de todos: este Estado no funciona. Desde hace algunos años, se habla de “reformar” el Estado peruano, hijo de más de medio millón de normas contradictorias, superpuestas y utópicas sancionadas por gobiernos que periódicamente trataron de reinventar la pólvora desde que el Perú obtuvo su independencia en 1824. Pero, ¿para qué engañarnos? Lograr que el Estado se aboque a menos tareas con menos burocracia requerirá un coraje político poco común.
No veo cómo en las actuales circunstancias, con un auge exportador, un Estado que recauda ingresos récord y una tragedia que lleva a muchos lamentar la falta de “suficiente Estado”, el Perú optaría por el doloroso sacrificio que una reforma digna de ese nombre exigiría para que el próximo terremoto no coja a las autoridades desprevenidas.
(c) 2007, The Washington Post Writers Group
La lección de los escombros
Washington, DC—Los terremotos y huracanes tienden a suscitar dos clichés: que la naturaleza golpea con más vehemencia a los pobres y que el Estado es incapaz de cumplir con su función básica. Como suele ocurrir con los clichés, estos dos son ciertos. Ellos resurgen ahora en el Perú, en la estela del terremoto del 15 de agosto que mató a más de 500 personas, hirió a más de mil y dejó sin techo a más de cien mil. La reconstrucción costará al país entre el 0,5 y el 1 por ciento de la producción nacional.
Como en otras catástrofes alrededor del mundo, los esfuerzos espontáneos de la población, las empresas privadas y la asistencia exterior han compensado la incapacidad del Estado peruano—en su expresión central, regional y local—para responder con acierto. Esa incapacidad no resultó de la falta de esfuerzo y mucho menos de recursos: el Estado (los Estados) peruano(s) está(n) ahíto(s) de dólares gracias al auge exportador. Hay tanto dinero, que muchos gobiernos regionales y locales no son capaces de gastar más de la mitad de sus presupuestos porque no saben cómo. El gobierno central cuenta con un superávit fiscal, ha acumulado reservas cuantiosas y ha reducido la deuda por debajo del 30 por ciento del PBI.
Tampoco se debió a la falta de personal. El Perú tiene un empleado público por cada 28 ciudadanos: padece tres veces más funcionarios que Chile con una población que es sólo 1,8 veces más grande. Si añadimos que el epicentro del terremoto se situó menos de tres horas al sur de Lima —y no en un remoto volcán altiplánico—, la respuesta inadecuada del Estado resulta particularmente lacerante.
Algunos sostienen que las privatizaciones de los años 90 redujeron el Estado a escombros mucho antes de que este terremoto redujera a escombros la ciudad portuaria de Pisco. ¡Pamplinas! En los años 90, el Estado engordó. Los gobiernos regionales compensaron con creces la pequeña reducción de la burocracia central y un aluvión de organismos reguladores, programas sociales y nuevos ministerios reemplazó a las empresas de servicios públicos vendidas a intereses privados. El gasto fiscal se elevó sin rubor, tendencia que ha persistido desde entonces. La plantilla es tan abultada, que el Estado gasta la mayor parte del dinero en salarios y pensiones: sus ‘inversiones” ni quiera totalizan el 3 por ciento del PBI de la nación.
Quienes aúllan que el Perú carece de “suficiente Estado” porque falló el sistema de defensa civil confunden el síntoma con la causa, que es: demasiado Estado, durante demasiado tiempo. A pesar de tanto Estado, la falta de ley y orden ha dado pie, en años recientes, al linchamiento de ladrones y violadores en los vecindarios pobres de la capital. Cualquiera que haya visto los noticieros o viajado a los lugares donde el terremoto golpeó más duramente a los pobres se habrá sorprendido con la cantidad de funcionarios públicos desplazados a aquellos lugares: políticos, burócratas, soldados, policías. Parecía como si todo el Estado hubiese establecido un campamento en el llamado “sur chico”.
El sistema de defensa civil depende en gran parte de las estructuras de los gobiernos locales y regionales así como del gobierno central, y parcialmente de las fuerzas armadas. Todas esas estructuras estaban en su sitio durante y después del terremoto. Si no se desempeñaron adecuadamente, sólo puede deberse a que el Estado es él mismo un pobre sistema de defensa civil.
Eso no implica decir que las empresas privadas están exentas de reproche. Las razones dadas por Telefónica con relación al colapso de las líneas telefónicas son aceptables, pero no cien por ciento. Es cierto: cualquier servicio afectado por un sorpresivo y masivo aumento de la demanda tendrá dificultades para lidiar ese toro (tres millones de líneas telefónicas murieron tras el paso de “Katrina” por los Estados Unidos). Pero el alcance del colapso refleja ineficiencias que pueden tener que ver con las condiciones monopólicas bajo las cuales esa empresa funcionó durante varios años en el Perú.
En cualquier caso, el cliché ha vuelto a boca de todos: este Estado no funciona. Desde hace algunos años, se habla de “reformar” el Estado peruano, hijo de más de medio millón de normas contradictorias, superpuestas y utópicas sancionadas por gobiernos que periódicamente trataron de reinventar la pólvora desde que el Perú obtuvo su independencia en 1824. Pero, ¿para qué engañarnos? Lograr que el Estado se aboque a menos tareas con menos burocracia requerirá un coraje político poco común.
No veo cómo en las actuales circunstancias, con un auge exportador, un Estado que recauda ingresos récord y una tragedia que lleva a muchos lamentar la falta de “suficiente Estado”, el Perú optaría por el doloroso sacrificio que una reforma digna de ese nombre exigiría para que el próximo terremoto no coja a las autoridades desprevenidas.
(c) 2007, The Washington Post Writers Group
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