La mayor privatización de todos los tiempos
Al finalizar la Guerra Revolucionaria, los flamantes trece estados independientes de Norteamérica entraron en conflicto sobre sus límites territoriales, especialmente en el área al oeste de los Montes Apalaches. Siete estados reclamaban territorios que se extendían hasta el Río Mississippi. No obstante, entre 1781 y 1802, los estados resolvieron estos conflictos cediéndole principalmente la mayor parte de sus tierras situadas al “oeste” (aquellas más allá de los Apalaches) al gobierno estadounidense. Estas tierras formaron entonces la primera porción de “dominio público”—el área bajo la propiedad y el control gubernamental. (Kentucky, que estaba formado con parte de lo que Virginia reclamaba, y Tennessee, el cual estaba formado con parte de lo que reclamaba Carolina del Norte, retuvieron el control de sus propias tierras no reclamadas, y de ese modo esas tierras nunca fueron parte del dominio público.) Las cesiones estaduales equivalieron a un área de más del 13 por ciento de la superficie final del territorio de los Estados Unidos (sin Alaska y Hawai)—un área casi tan grande como la retenida por los trece estados originales.1
En la Ordenanza de la Tierra de 1785 y en la Ordenanza del Noroeste de 1787, el Congreso detalló pormenorizadamente cómo el dominio público sería transferido a propietarios privados y dividido en nuevos estados. Estas leyes fueron fundamentales para determinar cuan exitosamente el país se desarrollaría.2
Pese a que luego poca gente se detuvo a considerar cómo la cuestión podría haber sido resuelta de un modo diferente, por cierto que existían alternativas. Por ejemplo, los estados originales podrían haber insistido en su pretensiones y combatido en guerras limítrofes a fin de resolver sus diferencias (como muchos estados en otras partes lo hicieron). O, el gobierno nacional podría haber retenido la propiedad del dominio público, administrándola como una colonia permanente, y concediéndole derechos de uso a los favoritos políticos o a arrendatarios. Si tal política alternativa hubiese sido adoptada, los Estados Unidos no se habrían desarrollado tan exitosamente como lo hicieron. Poniendo un área enorme y de una inmensa productividad potencial en manos privadas, con los latifundios demarcados de manera precisa mediante cuidadosos reconocimientos del terreno y la propiedad validada mediante títulos registrados, el gobierno se aseguraba que la tierra tendería a estar bajo el control de las personas que la aplicarían al uso más altamente productivo, maximizando de esa forma su valor.
La importancia del sistema de disposición de la tierra se volvía aún mayor a medida que la nación expandía su territorio. La adquisiciones más importantes fueron la Compra de Louisiana (1803), de Texas (anexada en 1845), del territorio de Oregon (mediante una negociación con Gran Bretaña en 1846), y la Cesión Mexicana (mediante la conquista en 1848). Juntas estas adiciones totalizaban un área que era el 68 por ciento de la superficie final del territorio de los Estados Unidos (sin Alaska y Hawai).3 La compra de Alaska a Rusia en 1867 adicionó un área de casi tres veces el tamaño de Texas, a pesar de que su lejanía, su terreno escabroso, y su clima severo disminuían su valor económico.
Durante el siglo diecinueve, el gobierno nacional transfirió a otros la propiedad de gran parte del dominio público de diversas maneras. (A pesar de que Texas retuvo el control de su tierra no reclamada cuando se unió a los Estados Unidos, privatizó gran parte de la misma.) Tras la Guerra Revolucionaria, la Guerra de 1812, y la Guerra Mejicana, el gobierno estadounidense otorgó títulos territoriales a los veteranos como un premio por sus servicios militares. Le concedió grandes espacios de tierra a los estados a fin de promover distintos proyectos, tales como la financiación de escuelas públicas, efectuar mejoras en el transporte, y establecer “universidades con tierras donadas.” Otorgó tierras a compañías privadas para subsidiar mejoras en el transporte, especialmente en la vasta y escasamente poblada área más allá del Río Mississippi. Comenzando en 1862, transfirió una cantidad sustancial a colonos bajo la condición de que ocupen y cultiven la tierra durante cinco años. El gobierno vendió gran parte del dominio público en subasta al mejor postor o, bajo las leyes que le daban preferencia para su adquisición, a precios mínimos, a los pobladores que habían ocupado la tierra sin un derecho legal para hacerlo.
De acuerdo con un sumario autorizado, “Para 1970, aproximadamente 287 millones de acres* de tierras públicas habían sido registradas a nombre de colonos, 328 millones de acres habían sido concedidos a los estados para distintos propósitos públicos, 94 millones de acres habían sido otorgados a las corporaciones ferroviarias para ayudar a financiar la construcción de los ferrocarriles, y cerca de 434 millones de acres habían sido vendidos o enajenados.”4 En los Estados Unidos (sin Alaska y Hawai), aproximadamente tres cuartas partes de la tierra pertenecen en la actualidad a propietarios privados.5
Cómo el dominio público pasó a manos de propietarios privados fue menos importante que el puro hecho de su transferencia. Una vez que la tierra había sido transferida, ya sea mediante la venta a los agricultores o como un regalo a las compañías ferroviarias, la misma se volvió una mercancía a ser comprada y vendida en el mercado abierto. Como tal, la misma podía ser adquirida por un potencial usuario que la valoraba más que el resto, y podía ser utilizada de conformidad con valoraciones en competencia acerca de cómo la misma podía tornarse más productiva. Hoy día, la evidencia de ese proceso competitivo nos rodea: la tierra que algunas vez perteneció al dominio público ha sido destinada a una interminable variedad de usos y en combinación con el trabajo y el capital, rinde una enorme y tremendamente variada corriente de productos en la minería, la forestación, la ganadería, la agricultura, el comercio, la industria, la vivienda, y otras actividades. La misma continúa pasando de un uso a otro a medida que las condiciones económicas cambian, facilitando el ajuste flexible de la economía y promoviendo de esa manera el dinamismo económico.
Lamentablemente, desde finales del siglo diecinueve, la privatización del dominio público se ha frenado e incluso revertido, a medida que más y más tierra ha sido retirada de su disponibilidad para ser transferida a propietarios privados y colocada en bosques nacionales, campos nacionales, parques nacionales, bases militares y reservaciones, y en otras reservas gubernamentales. Actualmente, el gobierno de los Estados Unidos poseen aproximadamente el 28 por ciento de la superficie territorial total de la nación, incluyendo el 62 por ciento de Alaska y casi la mitad de la tierra en los once estados del Lejano Oeste de los cuarenta y ocho estados contiguos.6 Al mantener tanta tierra bajo la administración gubernamental, la nación experimenta una tremenda perdida progresiva de oportunidades para generar riqueza.
*Nota del Traductor:
Un acre es una unidad de área que equivale a 43.560 pies cuadrados o a 4.047 metros cuadros.
Notas
1. Benjamin Horace Hibbard, A History of the Public Land Policies (New York: Macmillan, 1924), p. 31.
2. Las breves encuestas analíticas incluyen a American Economic History de Jonathan Hughes y Louis P. Cain, 4ta ed. (New York: HarperCollins, 1994), pág. 83-97 y A New Economic View of American History de Jeremy Atack y Peter Passell, 2da ed. (New York: W. W. Norton, 1994), pág. 249-73.
3. Calculado con información en Hibbard, p. 31.
4. “Land, Water, and Climate,” en U.S. Bureau of the Census, Historical Statistics of the United States, Colonial Times to 1970 (Washington, D.C.: U.S. Government Printing Office, 1975), p. 423.
5. Calculado con información para alrededor de 1954 en ibid., p. 433; la confirmación para las épocas recientes calculada con información compilada por el Natural Resources Council of Maine, disponible en https://www.maineenvironment.org/nwoods/Landowned0800.htm.
6. Calculado con información en U.S. Bureau of the Census, Statistical Abstract of the United States: 2001 (Washington, D.C.: U.S. Government Printing Office, 2001), p. 209.
Traducido por Gabriel Gasave
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