El secretario de Estado Rex Tillerson ha desencadenado un debate con su reciente afirmación, durante un discurso dirigido a los empleados del Departamento de Estado, de que la promoción de los valores estadounidenses, tales como libertad y la dignidad humana, al implementar una política exterior pueden ser un obstáculo para la defensa de los intereses económicos y de seguridad nacional estadounidenses.
En un mundo en el cual las naciones entablan principalmente relaciones comerciales, con “tan poca conexión política como sea posible”, un ideal propugnado por George Washington en su discurso de despedida, este no sería un problema. Pero en nuestro mundo lo es. A veces es necesario pasar por alto las faltas de otras naciones, mientras dejamos en claro cuáles son nuestros propios valores; vimos esto en la práctica durante el fin de semana en Arabia Saudita.
¿Deberían los Estados Unidos abstenerse de expresar claramente sus valores al lidiar con el mundo exterior? ¿Estarían el presidente ruso Vladimir Putin, el presidente turco Recep Tayyip Erdogan, los comunistas chinos o los mullahs de Irán más inclinados a tratar favorablemente con los Estados Unidos si el presidente Trump ignorase los valores estadounidenses al llevar a cabo su política exterior?
Esos valores, por supuesto, nunca sido defendidos de manera consistente. El presidente Jimmy Carter abogó por los derechos humanos y prohibió la venta de repuestos militares al gobierno del “apartheid” de Sudáfrica. Pero no tuvo ningún reparo moral respecto de las atrocidades cometidas por los sandinistas cuando derrocaron al Gobierno del dictador nicaragüense Anastasio Somoza. Asimismo, el presidente George H.W. Bush bregó por la libertad en China, pero no modificó su política hacia Beijing después de la masacre de la Plaza Tiananmen.
Podría decirse que la aplicación de “valores” como una herramienta de política exterior activa hizo su aparición por vez primera cuando el presidente William McKinley en 1898 solicitó al Congreso declarar la guerra contra España por violar los derechos humanos en Cuba. El presidente Woodrow Wilson llevó el idealismo moral aún más lejos al defender la democracia y la “autodeterminación”. Pero abrazar la “autodeterminación” no le impidió intervenir militarmente en Cuba, la República Dominicana, Haití, México, Nicaragua y Panamá.
Un problema final con el idealismo moral es dónde trazar la línea. El presidente Bill Clinton invocó valores cuando intervino militarmente en Somalia, Haití, Bosnia, Irak, Afganistán, Sudán y Kosovo. Pero no levantó un dedo contra la peor atrocidad de los derechos humanos de su era política—el genocidio tribal cometido por los por los hutus contra los tutsis en Ruanda.
Ante estos hechos, ¿estaba el secretario Tillerson meramente proporcionando a los mandarines del Departamento de Estado un sobrio recordatorio de que los valores y las políticas a menudo colisionan? ¿O estaba apartándose de la tradición estadounidense de encuadrar a la política exterior bajo ciertos valores claramente deletreados al resto del mundo?
Walter Lippman, el famoso comentarista del siglo XX, dijo que el “supremo error espiritual” del presidente Wilson consistió en olvidar que los hombres son hombres y no dioses.
Es cierto, pero matar a los dioses es una muy mala idea aunque, en el mundo de la política práctica, uno esté obligado a tratar con demonios, como suele ser el caso.
Los padres fundadores de los Estados Unidos fallaron en abolir la esclavitud, pero enmarcaron a las instituciones políticas del país bajo valores universales. Estos valores tenían tal validez que las generaciones futuras podrían utilizarlos contra algunas de las prácticas, incluyendo la esclavitud, que los fundadores habían tolerado (o practicado).
Establecer estándares morales contra los cuales ponderar la política exterior de los Estados Unidos proporciona un instrumento con el cual los excesos, contradicciones e inconsistencias pueden ser expuestas o castigadas.
También ayuda a hacer que los tiranos del mundo paguen un determinado precio. El abandono de los derechos humanos y la libertad en el discurso internacional facilitará aún más las violaciones de los derechos humanos. Por eso es que resulta apropiado utilizar estándares morales para guiar la política de los Estados Unidos.
Si uno tomase al extremo la defensa de los derechos humanos y la libertad, los Estados Unidos cortarían relaciones con decenas de países—obstaculizando por ende la libertad de la sociedad civil de los Estados Unidos de interactuar con ellos, a través del comercio, los viajes y otros medios.
No es necesario elegir entre condicionar los lazos diplomáticos al respeto por parte de otros países de ciertos valores o removerlos de la implementación de la política exterior. Por el contrario, es una elección entre implementar una política exterior bajo valores universales bien definidos, aún si los socios extranjeros de los Estados Unidos no se rigen por ellos, o dejar que los tiranos bárbaros conduzcan sus asuntos sin ninguna referencia moral contra la cual puedan ser juzgados.
Traducido por Gabriel Gasave
La política exterior de Trump: ¿Intereses o valores?
El secretario de Estado Rex Tillerson ha desencadenado un debate con su reciente afirmación, durante un discurso dirigido a los empleados del Departamento de Estado, de que la promoción de los valores estadounidenses, tales como libertad y la dignidad humana, al implementar una política exterior pueden ser un obstáculo para la defensa de los intereses económicos y de seguridad nacional estadounidenses.
En un mundo en el cual las naciones entablan principalmente relaciones comerciales, con “tan poca conexión política como sea posible”, un ideal propugnado por George Washington en su discurso de despedida, este no sería un problema. Pero en nuestro mundo lo es. A veces es necesario pasar por alto las faltas de otras naciones, mientras dejamos en claro cuáles son nuestros propios valores; vimos esto en la práctica durante el fin de semana en Arabia Saudita.
¿Deberían los Estados Unidos abstenerse de expresar claramente sus valores al lidiar con el mundo exterior? ¿Estarían el presidente ruso Vladimir Putin, el presidente turco Recep Tayyip Erdogan, los comunistas chinos o los mullahs de Irán más inclinados a tratar favorablemente con los Estados Unidos si el presidente Trump ignorase los valores estadounidenses al llevar a cabo su política exterior?
Esos valores, por supuesto, nunca sido defendidos de manera consistente. El presidente Jimmy Carter abogó por los derechos humanos y prohibió la venta de repuestos militares al gobierno del “apartheid” de Sudáfrica. Pero no tuvo ningún reparo moral respecto de las atrocidades cometidas por los sandinistas cuando derrocaron al Gobierno del dictador nicaragüense Anastasio Somoza. Asimismo, el presidente George H.W. Bush bregó por la libertad en China, pero no modificó su política hacia Beijing después de la masacre de la Plaza Tiananmen.
Podría decirse que la aplicación de “valores” como una herramienta de política exterior activa hizo su aparición por vez primera cuando el presidente William McKinley en 1898 solicitó al Congreso declarar la guerra contra España por violar los derechos humanos en Cuba. El presidente Woodrow Wilson llevó el idealismo moral aún más lejos al defender la democracia y la “autodeterminación”. Pero abrazar la “autodeterminación” no le impidió intervenir militarmente en Cuba, la República Dominicana, Haití, México, Nicaragua y Panamá.
Un problema final con el idealismo moral es dónde trazar la línea. El presidente Bill Clinton invocó valores cuando intervino militarmente en Somalia, Haití, Bosnia, Irak, Afganistán, Sudán y Kosovo. Pero no levantó un dedo contra la peor atrocidad de los derechos humanos de su era política—el genocidio tribal cometido por los por los hutus contra los tutsis en Ruanda.
Ante estos hechos, ¿estaba el secretario Tillerson meramente proporcionando a los mandarines del Departamento de Estado un sobrio recordatorio de que los valores y las políticas a menudo colisionan? ¿O estaba apartándose de la tradición estadounidense de encuadrar a la política exterior bajo ciertos valores claramente deletreados al resto del mundo?
Walter Lippman, el famoso comentarista del siglo XX, dijo que el “supremo error espiritual” del presidente Wilson consistió en olvidar que los hombres son hombres y no dioses.
Es cierto, pero matar a los dioses es una muy mala idea aunque, en el mundo de la política práctica, uno esté obligado a tratar con demonios, como suele ser el caso.
Los padres fundadores de los Estados Unidos fallaron en abolir la esclavitud, pero enmarcaron a las instituciones políticas del país bajo valores universales. Estos valores tenían tal validez que las generaciones futuras podrían utilizarlos contra algunas de las prácticas, incluyendo la esclavitud, que los fundadores habían tolerado (o practicado).
Establecer estándares morales contra los cuales ponderar la política exterior de los Estados Unidos proporciona un instrumento con el cual los excesos, contradicciones e inconsistencias pueden ser expuestas o castigadas.
También ayuda a hacer que los tiranos del mundo paguen un determinado precio. El abandono de los derechos humanos y la libertad en el discurso internacional facilitará aún más las violaciones de los derechos humanos. Por eso es que resulta apropiado utilizar estándares morales para guiar la política de los Estados Unidos.
Si uno tomase al extremo la defensa de los derechos humanos y la libertad, los Estados Unidos cortarían relaciones con decenas de países—obstaculizando por ende la libertad de la sociedad civil de los Estados Unidos de interactuar con ellos, a través del comercio, los viajes y otros medios.
No es necesario elegir entre condicionar los lazos diplomáticos al respeto por parte de otros países de ciertos valores o removerlos de la implementación de la política exterior. Por el contrario, es una elección entre implementar una política exterior bajo valores universales bien definidos, aún si los socios extranjeros de los Estados Unidos no se rigen por ellos, o dejar que los tiranos bárbaros conduzcan sus asuntos sin ninguna referencia moral contra la cual puedan ser juzgados.
Traducido por Gabriel Gasave
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