La conmoción financiera del Sudeste Asiático, llevando a Tailandia casi al colapso, seguida por masivas devaluaciones a través de la región, precisa de una respuesta política mucho más reflexiva y durable que la rápida solución familiar del Fondo Monetario Internacional de mayores imposiciones fiscales y tipos de cambio más bajos.
Lo mejor es centrarse en el punto de partida, Tailandia, antes de examinar el contagio monetario regional y qué hacer respecto del mismo. El problema de Tailandia tiene orígenes internos, no externos. Los tailandeses han estado sacando dinero de algunos pocos bancos pequeños y de numerosas compañías financieras y colocándolo en los grandes bancos tailandeses y extranjeros. Mientras tanto, desde la devaluación a principios de julio, el gobierno ha cerrado otras 42 de las 91 compañías financieras del país, además de las 16 que ya había cerrado en junio.
Las instituciones financieras fallidas serán puestas en liquidación, tal como ocurriera con varias asociaciones estadounidenses de ahorro y préstamo no hace mucho tiempo atrás. Sus obligaciones—depósitos—pueden ser asumidos por los bancos sobrevivientes, los cuales recibirán pedidos de liquidez contra el banco central y los bonos gubernamentales de largo plazo. Los bancos sobrevivientes y las casas financieras pueden, en efecto, intercambiar en el mercado abierto los bonos del gobierno por los activos confiscados de las instituciones fallidas.
Las medidas curativas involucradas, conducirán a un sistema financiero tailandés bien capitalizado y de nivel internacional. Si es manejado correctamente, el caso podría sentar un ejemplo para buena parte del mundo.
Es de vital importancia no debilitar la fuerza capital de los bancos sobrevivientes. Antes que nada, los requisitos de reserva mínima deberían incrementarse para todas las demandas a corto plazo contra las instituciones financieras, tales como las cuentas corrientes. Los bancos y las casas financieras adquirirán deuda del gobierno vendiendo participaciones societarias y deuda subordinada al largo plazo. La capitalización de las instituciones financieras tailandesas que sobrevivan, puede llegar a ser tan sana como en cualquier otro lugar.
Si el FMI sigue su estilo, sin embargo, ello podría no suceder nunca. Aunque la convulsión financiera en Tailandia tenía orígenes internos, el FMI ahora propone soluciones externas. Su paquete incluye aumentar el impuesto al valor agregado en tres puntos porcentuales y adoptar una política monetaria y fiscal restrictiva con la intención de reducir el déficit de cuenta corriente.
Los déficits de cuenta corriente han sido comunes entre la mayoría de los “Tigres del Sudeste Asiático” durante mucho tiempo, y resultan a menudo esenciales para el progreso económico de esos países. La creación de puestos laborales que requieren altas habilidades y que ofrecen salarios elevados, puede depender de una continua inversión extranjera, la que a su vez incrementa la demanda de especialización. Los aportes de capital neto son complementarios a los déficits de cuenta corriente. Con todo, el FMI busca imponer rigor fiscal para lidiar con una aneurisma financiera totalmente sin relación—es decir, un asalto “especulativo” sobre el baht que fuera exacerbado por los defectos estructurales del régimen monetario de Tailandia y por las fracasadas tácticas para “mantener” el tipo de cambio.
Tal como los esquemas de austeridad fiscal, una estrategia de devaluación deliberada y pro-activa es demasiado a menudo, una condición para los préstamos del FMI. Tal devaluación implica un intento de manipular los términos reales del comercio a efectos de desalentar las importaciones y promover las exportaciones.
La ilusión de que la depreciación monetaria es estimulante, se basa en la falacia de considerar que las exportaciones se volverán más baratas, y que de esa manera el mundo exterior deseará así comprarnos más. Gira en derredor de la idea, conforme la cual, los salarios se abaratan, por ejemplo, en términos relativos con los precios de las exportaciones expresados en bahts. Las exportaciones vendidas por un número dado de dólares rinden más bahts; por lo tanto se vuelve más provechoso exportar. La porción importada del consumo de los trabajadores, mientras tanto, se torna más costosa, motivo por el cual se reducen radicalmente los salarios reales. El deteriorado poder adquisitivo de los trabajadores, y los precios relativamente más elevados de las importaciones, se suponen que desalentarán a las mismas. Haciendo peores los términos del intercambio comercial, y reduciendo radicalmente los salarios reales, los déficit comerciales se contraen.
Este culto Keynesiano de la auto-mutilación es inconsistente. Por ejemplo, la depreciación monetaria no puede resolver el problema acuciante de la escasez aguda de trabajo especializado en Tailandia. Los expertos dicen que más de 35.000 nuevos técnicos deben ser entrenados cada año a fin de que Tailandia mantenga un desarrollo económico enérgico. Reduciendo las tasas del salario real, no estimularán la oferta de trabajo especializado, y los faltantes existentes impiden la expansión de las exportaciones de productos manufacturados, a los que la devaluación anhelaba promover.
Mientras tanto, los flujos de capital hacia países que han devaluado están en condiciones de ser reducidos, en virtud de que los prestamistas extranjeros reducen su exposición y cuidan sus heridas. Muchos empresarios regionales encontrarán más difícil pedir prestamos en monedas fuertes en un régimen de tipo de cambio flotante. El costo de ponerse a cubierto, aun si la moneda está disponible, se vuelve prohibitivamente elevado. En suma, con menos prestamos del extranjero y el trabajo especializado ya escaso, la capacidad de exportar de los países devaluados no aumenta. Dos desagradables realidades deben seguir:
Primero, hasta el punto en que la competencia dentro de la región reduzca los precios en dólares de las exportaciones regionales, gran parte de la pérdida del ingreso real de los trabajadores de la región, se traduce en ganancias para los consumidores y los importadores extranjeros. En segundo lugar, aun si la cantidad física de las exportaciones fuese a aumentar en un 10% cuando los precios en dólares de exportaciones bajen un 5%, el ingreso en dólares por las ventas de exportación, aumentaría menos del 5%. De esta manera, la generación de exportaciones adicionales (de ser factible) pulveriza recursos valiosos, mientras que las importaciones útiles, tanto de capital como de bienes de consumo, se cortan. En el mejor de los casos, el resultado es solamente una leve reducción en lo que ha sido para la mayoría, un saludable déficit comercial, todo ello conseguido mediante el empobrecimiento de la fuerza laboral de la región.
El FMI tendría que comprender esto. Entiende correctamente que el baht y otras monedas regionales deberían estar atadas a canastas de monedas fuertes. Caso contrario, muchos políticos y banqueros centrales, hallarían irresistible al canto de sirena inflacionista. Sin embargo, el FMI no ha estado preparado para apoyar las medidas que volverían a las monedas asiáticas, inmunes ante una asalto especulativo.
Puede hacerse, sin embargo. El ataque comienza cuando la moneda es masivamente vendida por los “especuladores” quienes necesitan apostar muy poco capital. El tipo de cambio atacado entonces se hunde, tal como lo hicieron las acciones de Estados Unidos el 19 de octubre de 1987 ante las noticias de que las acciones a futuro se habían derrumbado. Una forma de proporcionar protección es ampliando los límites dentro de los cuales se les permite fluctuar a los tipos de cambio fijos, por la misma razón que Keynes proponía ensanchar los “puntos del oro” en 1923, para defender una paridad fija con ese metal. Manteniendo demasiado cercanos los límites superior e inferior de los tipos de cambio, se ofrece a los especuladores un enorme beneficio.
Los países como Tailandia, pueden prepararse para esto. Con la ayuda de las garantías del FMI, del Grupo de los Siete o de otros, grandes cantidades de monedas “duras” respaldando el dinero asiático, pueden ser adquiridas por Tailandia y otros, a cambio de la venta de deuda a largo plazo denominada en, por ejemplo, dólares estadounidenses. Tales “giros de papel” no implican ningún costo real de recursos para los donantes. La clave esta en no efectuar prematuramente tal maniobra. El baht tailandés, el ringgit malayo, etcétera, no deberían ser apoyados hasta que los ataques especulativos contra ellos hayan perdido fuerza. En ese punto, las reservas ampliamente incrementadas pueden ser puestas en juego, con relación a las bandas cambiarias, las cuales están quizás un 20% por encima y por debajo del tipo de cambio central. Los especuladores no obtendrán otro “viaje gratis”.
Pero lo que debe entenderse, es que en el largo plazo, la depreciación monetaria no alterará las curvas de oferta y demanda, en términos de los salarios reales. A menos que los principios económicos básicos cambien, el costo laboral pronto se elevará nuevamente, a medida que los salarios nominales alcancen a los precios, para después incrementarse más rápidamente por un tiempo, durante el intervalo inflacionario que inevitablemente sigue a la devaluación. Si los costos laborales eran realmente elevados y no competitivos al momento de la devaluación, entonces aumentarán menos que los precios. Pero el sufrimiento de los trabajadores, y la continua desconfianza, impedirán la productividad, interrumpirán la producción y desestabilizarán a la política—eliminando las perspectivas de inversión durante el proceso. Éste es otro pesado precio a pagar por el malentendido, por parte de los expertos occidentales, de un malfuncionamiento técnico en algunos mercados financieros.
Traducido por Gabriel Gasave
Las devaluaciones no traen prosperidad
La conmoción financiera del Sudeste Asiático, llevando a Tailandia casi al colapso, seguida por masivas devaluaciones a través de la región, precisa de una respuesta política mucho más reflexiva y durable que la rápida solución familiar del Fondo Monetario Internacional de mayores imposiciones fiscales y tipos de cambio más bajos.
Lo mejor es centrarse en el punto de partida, Tailandia, antes de examinar el contagio monetario regional y qué hacer respecto del mismo. El problema de Tailandia tiene orígenes internos, no externos. Los tailandeses han estado sacando dinero de algunos pocos bancos pequeños y de numerosas compañías financieras y colocándolo en los grandes bancos tailandeses y extranjeros. Mientras tanto, desde la devaluación a principios de julio, el gobierno ha cerrado otras 42 de las 91 compañías financieras del país, además de las 16 que ya había cerrado en junio.
Las instituciones financieras fallidas serán puestas en liquidación, tal como ocurriera con varias asociaciones estadounidenses de ahorro y préstamo no hace mucho tiempo atrás. Sus obligaciones—depósitos—pueden ser asumidos por los bancos sobrevivientes, los cuales recibirán pedidos de liquidez contra el banco central y los bonos gubernamentales de largo plazo. Los bancos sobrevivientes y las casas financieras pueden, en efecto, intercambiar en el mercado abierto los bonos del gobierno por los activos confiscados de las instituciones fallidas.
Las medidas curativas involucradas, conducirán a un sistema financiero tailandés bien capitalizado y de nivel internacional. Si es manejado correctamente, el caso podría sentar un ejemplo para buena parte del mundo.
Es de vital importancia no debilitar la fuerza capital de los bancos sobrevivientes. Antes que nada, los requisitos de reserva mínima deberían incrementarse para todas las demandas a corto plazo contra las instituciones financieras, tales como las cuentas corrientes. Los bancos y las casas financieras adquirirán deuda del gobierno vendiendo participaciones societarias y deuda subordinada al largo plazo. La capitalización de las instituciones financieras tailandesas que sobrevivan, puede llegar a ser tan sana como en cualquier otro lugar.
Si el FMI sigue su estilo, sin embargo, ello podría no suceder nunca. Aunque la convulsión financiera en Tailandia tenía orígenes internos, el FMI ahora propone soluciones externas. Su paquete incluye aumentar el impuesto al valor agregado en tres puntos porcentuales y adoptar una política monetaria y fiscal restrictiva con la intención de reducir el déficit de cuenta corriente.
Los déficits de cuenta corriente han sido comunes entre la mayoría de los “Tigres del Sudeste Asiático” durante mucho tiempo, y resultan a menudo esenciales para el progreso económico de esos países. La creación de puestos laborales que requieren altas habilidades y que ofrecen salarios elevados, puede depender de una continua inversión extranjera, la que a su vez incrementa la demanda de especialización. Los aportes de capital neto son complementarios a los déficits de cuenta corriente. Con todo, el FMI busca imponer rigor fiscal para lidiar con una aneurisma financiera totalmente sin relación—es decir, un asalto “especulativo” sobre el baht que fuera exacerbado por los defectos estructurales del régimen monetario de Tailandia y por las fracasadas tácticas para “mantener” el tipo de cambio.
Tal como los esquemas de austeridad fiscal, una estrategia de devaluación deliberada y pro-activa es demasiado a menudo, una condición para los préstamos del FMI. Tal devaluación implica un intento de manipular los términos reales del comercio a efectos de desalentar las importaciones y promover las exportaciones.
La ilusión de que la depreciación monetaria es estimulante, se basa en la falacia de considerar que las exportaciones se volverán más baratas, y que de esa manera el mundo exterior deseará así comprarnos más. Gira en derredor de la idea, conforme la cual, los salarios se abaratan, por ejemplo, en términos relativos con los precios de las exportaciones expresados en bahts. Las exportaciones vendidas por un número dado de dólares rinden más bahts; por lo tanto se vuelve más provechoso exportar. La porción importada del consumo de los trabajadores, mientras tanto, se torna más costosa, motivo por el cual se reducen radicalmente los salarios reales. El deteriorado poder adquisitivo de los trabajadores, y los precios relativamente más elevados de las importaciones, se suponen que desalentarán a las mismas. Haciendo peores los términos del intercambio comercial, y reduciendo radicalmente los salarios reales, los déficit comerciales se contraen.
Este culto Keynesiano de la auto-mutilación es inconsistente. Por ejemplo, la depreciación monetaria no puede resolver el problema acuciante de la escasez aguda de trabajo especializado en Tailandia. Los expertos dicen que más de 35.000 nuevos técnicos deben ser entrenados cada año a fin de que Tailandia mantenga un desarrollo económico enérgico. Reduciendo las tasas del salario real, no estimularán la oferta de trabajo especializado, y los faltantes existentes impiden la expansión de las exportaciones de productos manufacturados, a los que la devaluación anhelaba promover.
Mientras tanto, los flujos de capital hacia países que han devaluado están en condiciones de ser reducidos, en virtud de que los prestamistas extranjeros reducen su exposición y cuidan sus heridas. Muchos empresarios regionales encontrarán más difícil pedir prestamos en monedas fuertes en un régimen de tipo de cambio flotante. El costo de ponerse a cubierto, aun si la moneda está disponible, se vuelve prohibitivamente elevado. En suma, con menos prestamos del extranjero y el trabajo especializado ya escaso, la capacidad de exportar de los países devaluados no aumenta. Dos desagradables realidades deben seguir:
Primero, hasta el punto en que la competencia dentro de la región reduzca los precios en dólares de las exportaciones regionales, gran parte de la pérdida del ingreso real de los trabajadores de la región, se traduce en ganancias para los consumidores y los importadores extranjeros. En segundo lugar, aun si la cantidad física de las exportaciones fuese a aumentar en un 10% cuando los precios en dólares de exportaciones bajen un 5%, el ingreso en dólares por las ventas de exportación, aumentaría menos del 5%. De esta manera, la generación de exportaciones adicionales (de ser factible) pulveriza recursos valiosos, mientras que las importaciones útiles, tanto de capital como de bienes de consumo, se cortan. En el mejor de los casos, el resultado es solamente una leve reducción en lo que ha sido para la mayoría, un saludable déficit comercial, todo ello conseguido mediante el empobrecimiento de la fuerza laboral de la región.
El FMI tendría que comprender esto. Entiende correctamente que el baht y otras monedas regionales deberían estar atadas a canastas de monedas fuertes. Caso contrario, muchos políticos y banqueros centrales, hallarían irresistible al canto de sirena inflacionista. Sin embargo, el FMI no ha estado preparado para apoyar las medidas que volverían a las monedas asiáticas, inmunes ante una asalto especulativo.
Puede hacerse, sin embargo. El ataque comienza cuando la moneda es masivamente vendida por los “especuladores” quienes necesitan apostar muy poco capital. El tipo de cambio atacado entonces se hunde, tal como lo hicieron las acciones de Estados Unidos el 19 de octubre de 1987 ante las noticias de que las acciones a futuro se habían derrumbado. Una forma de proporcionar protección es ampliando los límites dentro de los cuales se les permite fluctuar a los tipos de cambio fijos, por la misma razón que Keynes proponía ensanchar los “puntos del oro” en 1923, para defender una paridad fija con ese metal. Manteniendo demasiado cercanos los límites superior e inferior de los tipos de cambio, se ofrece a los especuladores un enorme beneficio.
Los países como Tailandia, pueden prepararse para esto. Con la ayuda de las garantías del FMI, del Grupo de los Siete o de otros, grandes cantidades de monedas “duras” respaldando el dinero asiático, pueden ser adquiridas por Tailandia y otros, a cambio de la venta de deuda a largo plazo denominada en, por ejemplo, dólares estadounidenses. Tales “giros de papel” no implican ningún costo real de recursos para los donantes. La clave esta en no efectuar prematuramente tal maniobra. El baht tailandés, el ringgit malayo, etcétera, no deberían ser apoyados hasta que los ataques especulativos contra ellos hayan perdido fuerza. En ese punto, las reservas ampliamente incrementadas pueden ser puestas en juego, con relación a las bandas cambiarias, las cuales están quizás un 20% por encima y por debajo del tipo de cambio central. Los especuladores no obtendrán otro “viaje gratis”.
Pero lo que debe entenderse, es que en el largo plazo, la depreciación monetaria no alterará las curvas de oferta y demanda, en términos de los salarios reales. A menos que los principios económicos básicos cambien, el costo laboral pronto se elevará nuevamente, a medida que los salarios nominales alcancen a los precios, para después incrementarse más rápidamente por un tiempo, durante el intervalo inflacionario que inevitablemente sigue a la devaluación. Si los costos laborales eran realmente elevados y no competitivos al momento de la devaluación, entonces aumentarán menos que los precios. Pero el sufrimiento de los trabajadores, y la continua desconfianza, impedirán la productividad, interrumpirán la producción y desestabilizarán a la política—eliminando las perspectivas de inversión durante el proceso. Éste es otro pesado precio a pagar por el malentendido, por parte de los expertos occidentales, de un malfuncionamiento técnico en algunos mercados financieros.
Traducido por Gabriel Gasave
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