Mucha sangre retórica ha sido derramada por los comités parlamentarios y los medios de comunicación de la corriente mayoritaria respecto de las lecciones que debiéramos extraer del “escándalo de Enron.” Sin embargo, la lección más simple de todas puede ser la más importante: los comités parlamentarios no son el lugar para examinar los escándalos financieros.
Casi 70 años atrás, las audiencias de Pecora* que presentaron el bullicioso circo de J. P. Morgan, Jr.—el Ken Lay de esa época—con Lya Graf sobre sus rodillas, condujeron a la sanción de la Ley Glass-Steagall, la cual separó a la banca comercial de la banca de inversión. Sin embargo, como la mayoría de los historiadores concuerdan hoy día, la ola de fracasos bancarios en la estela del colapso del mercado bursátil de 1929 no fue provocada por los bancos que especulaban con acciones sino por la política monetaria de la Reserva Federal.
Como resultado de las extravagantes audiencias de Pecora, el Congreso ensilló a los estadounidenses con políticas mediocres a las que solamente en años recientes los reformadores se han avocado a deshacer. Los reformadores serios deberían cuidarse de la posibilidad de que la actual ronda de audiencias sobre Enron generen políticas similarmente poco afortunadas.
Por ejemplo, Arthur Levitt, el ex presidente de la SEC (siglas en inglés para la Comisión de Títulos Valores), ha estado durante largo tiempo procurando que las firmas contables dejen de venderle servicios de consultoría a las empresas a las que auditan. Los esfuerzos de Levitt para cambiar la ley fueron bloqueados por el Congreso y el Presidente Clinton, pero en la actualidad están recibiendo una audiencia de bienvenida (busquemos al artista del circo). Aún aquí sin embargo, hay que andar con cuidado.
La firma contable Arthur Andersen está pagando un alto precio por proteger sus negocios de consultoría si es que ese fue el motivo por el cual sus auditores no descubrieron la estructura de la deuda de Enron. Las demandas judiciales que seguirán al colapso de Enron pueden también destruir a Arthur Andersen. Todo auditor en la nación se encuentra en la actualidad revisando sus informes para buscar descuidos al estilo del de Enron. La tarea de auditar se trata, en el nivel más básico, de reputación y confianza. Así, queda pues por verse si el Congreso y la SEC pueden mejorar el castigo que el mercado le infringirá a Arthur Andersen.
Una lección que se supone todos vamos a aprender del caso Enron es la de que la empresa llevó de manera exagerada a sus empleados a colocar “demasiado” de sus ahorros en el fondo de pensiones de la compañía. La recomendación usual es la de limitar la suma que un empleado puede colocar en el plan de la compañía, en un esfuerzo por obligar a los pequeños inversores a diversificarse. Lo que se omite en este análisis es que Enron igualaba las contribuciones de los empleados, reduciendo de esta forma el precio de la especulación. Las acciones de Enron eran una apuesta, pero eran una apuesta subsidiada por Enron. Otros individuos no fueron tan afortunados.
Los inversores que colocaron todo su dinero en acciones de Yahoo!, por ejemplo, experimentaron un porcentaje de declive mayor que el experimentado por los empleados de Enron; ¿son ellos menos merecedores de la protección gubernamental? Los esfuerzos para obligar a los inversores a comportarse de manera inteligente dejan de lado el punto de que los individuos pueden tener distintas preferencias en cuanto al riesgo. Tras el hecho, los ganadores celebran su buena fortuna mientras que los perdedores asisten al programa “20/20” para pedirle a los contribuyentes que paguen por sus fallidas apuestas.
La tercera lección que los charlatanes del cuarto poder quisieran que aprendiéramos de Enron es la de que un individuo insignificante tiene también derecho a cometer fraude. Permítasenos explicarlo. Una de las criticas a Enron es la de que la empresa evitó que sus empleados vendiesen acciones mientras que sus administradores si lo hacían. Pero el alegato más problemático es el de que Enron escondía sus deudas y así defraudaba a aquellos que compraban sus acciones. De esta manera, de lo que se están quejando los empleados de Enron es de que ellos no fueron capaces de defraudar también a los inversores debido a que Enron no les dejó vender sus acciones de la compañía. En nombre de todos aquellos que no poseemos acciones de Enron, le agradecemos a Enron por limitar el daño.
La lección final para no aprender es acerca de los males de los contactos de alto nivel entre la industria y el gobierno. La noción parece ser la de que los contactos de Enron en la administración, de alguna manera constituyen una pistola humeante. Es cierto, pero el gobierno es quien está sosteniendo el arma.
Enron y otras firmas hacen lobby sobre el gobierno porque allí es donde está el dinero. Mucho antes de las elecciones de 2000, Enron y sus afiliadas recibieron más de $1.000 millones (billón en inglés) en concepto de prestamos y otras ayudas del gobierno federal. Sin embargo, esto no tuvo nada de clandestino, fue tan sólo el bienestar corporativo de rigor de la Corporación de Inversiones Privadas en el Exterior y del Banco para las Exportaciones e Importaciones de los Estados Unidos.
A primera vista, sin embargo, la administración Bush debería ser elogiada por su manejo de los pedidos de ayuda de Enron. La misma hizo oídos sordos a ellos. Si tan sólo la administración hubiese actuado de manera similar cuando el lobby del acero exigía aranceles. Sumado todo el daño causado por el escándalo de Enron a la economía estadounidense, incluido el perjuicio para los inversores, los empleados, y los contribuyentes, el mismo estará aún lejos por debajo de la cifra que los aranceles a la importación de acero le cuestan anualmente al consumidor estadounidense. ¡Eso es un escándalo!.
*Nota del Traductor:
El 1º de junio de 1933, J. P. Morgan Jr. compareció ante un Comité Senatorial para ofrecer su testimonio. Se lo acusaba, entre otras cosas, de no haber pagado nada en concepto de Impuesto a las Ganancias durante los ejercicios fiscales 1931 y 1932. Durante más de una semana, él y sus socios fueron acosados por el Consejero en Jefe del Comité Bancario del Senado, Ferdinand Pecora. Uno de los miembros del Comité, el senador Carter, consideró que toda la escena era repugnante y expresó: «Estamos ante un circo y lo único que nos falta ahora son los maníes y la limonada coloreada.»
En virtud del comentario del senador Glass, un vocero de la firma Barnum & Bailey Circus, Charles Leef, hizo su aparición al día siguiente en el salón de audiencias con Lya Graf, una artista de circo de muy baja estatura (tan solo 68 centímetros) y la depositó sobre la falda de Morgan. La fotografía de ambos apareció en las primeras planas de los diarios de todo el país.
Pecora erigió un poderosa causa en favor de la regulación financiera, y el Congreso respondió con una serie de medidas regulatorias, las que incluyeron a la Ley Glass-Steagall, la Ley de Títulos Valores de 1933, y la Ley del Mercado de Valores de 1934.
Traducido por Gabriel Gasave
Las verdaderas lecciones del escándalo de Enron
Mucha sangre retórica ha sido derramada por los comités parlamentarios y los medios de comunicación de la corriente mayoritaria respecto de las lecciones que debiéramos extraer del “escándalo de Enron.” Sin embargo, la lección más simple de todas puede ser la más importante: los comités parlamentarios no son el lugar para examinar los escándalos financieros.
Casi 70 años atrás, las audiencias de Pecora* que presentaron el bullicioso circo de J. P. Morgan, Jr.—el Ken Lay de esa época—con Lya Graf sobre sus rodillas, condujeron a la sanción de la Ley Glass-Steagall, la cual separó a la banca comercial de la banca de inversión. Sin embargo, como la mayoría de los historiadores concuerdan hoy día, la ola de fracasos bancarios en la estela del colapso del mercado bursátil de 1929 no fue provocada por los bancos que especulaban con acciones sino por la política monetaria de la Reserva Federal.
Como resultado de las extravagantes audiencias de Pecora, el Congreso ensilló a los estadounidenses con políticas mediocres a las que solamente en años recientes los reformadores se han avocado a deshacer. Los reformadores serios deberían cuidarse de la posibilidad de que la actual ronda de audiencias sobre Enron generen políticas similarmente poco afortunadas.
Por ejemplo, Arthur Levitt, el ex presidente de la SEC (siglas en inglés para la Comisión de Títulos Valores), ha estado durante largo tiempo procurando que las firmas contables dejen de venderle servicios de consultoría a las empresas a las que auditan. Los esfuerzos de Levitt para cambiar la ley fueron bloqueados por el Congreso y el Presidente Clinton, pero en la actualidad están recibiendo una audiencia de bienvenida (busquemos al artista del circo). Aún aquí sin embargo, hay que andar con cuidado.
La firma contable Arthur Andersen está pagando un alto precio por proteger sus negocios de consultoría si es que ese fue el motivo por el cual sus auditores no descubrieron la estructura de la deuda de Enron. Las demandas judiciales que seguirán al colapso de Enron pueden también destruir a Arthur Andersen. Todo auditor en la nación se encuentra en la actualidad revisando sus informes para buscar descuidos al estilo del de Enron. La tarea de auditar se trata, en el nivel más básico, de reputación y confianza. Así, queda pues por verse si el Congreso y la SEC pueden mejorar el castigo que el mercado le infringirá a Arthur Andersen.
Una lección que se supone todos vamos a aprender del caso Enron es la de que la empresa llevó de manera exagerada a sus empleados a colocar “demasiado” de sus ahorros en el fondo de pensiones de la compañía. La recomendación usual es la de limitar la suma que un empleado puede colocar en el plan de la compañía, en un esfuerzo por obligar a los pequeños inversores a diversificarse. Lo que se omite en este análisis es que Enron igualaba las contribuciones de los empleados, reduciendo de esta forma el precio de la especulación. Las acciones de Enron eran una apuesta, pero eran una apuesta subsidiada por Enron. Otros individuos no fueron tan afortunados.
Los inversores que colocaron todo su dinero en acciones de Yahoo!, por ejemplo, experimentaron un porcentaje de declive mayor que el experimentado por los empleados de Enron; ¿son ellos menos merecedores de la protección gubernamental? Los esfuerzos para obligar a los inversores a comportarse de manera inteligente dejan de lado el punto de que los individuos pueden tener distintas preferencias en cuanto al riesgo. Tras el hecho, los ganadores celebran su buena fortuna mientras que los perdedores asisten al programa “20/20” para pedirle a los contribuyentes que paguen por sus fallidas apuestas.
La tercera lección que los charlatanes del cuarto poder quisieran que aprendiéramos de Enron es la de que un individuo insignificante tiene también derecho a cometer fraude. Permítasenos explicarlo. Una de las criticas a Enron es la de que la empresa evitó que sus empleados vendiesen acciones mientras que sus administradores si lo hacían. Pero el alegato más problemático es el de que Enron escondía sus deudas y así defraudaba a aquellos que compraban sus acciones. De esta manera, de lo que se están quejando los empleados de Enron es de que ellos no fueron capaces de defraudar también a los inversores debido a que Enron no les dejó vender sus acciones de la compañía. En nombre de todos aquellos que no poseemos acciones de Enron, le agradecemos a Enron por limitar el daño.
La lección final para no aprender es acerca de los males de los contactos de alto nivel entre la industria y el gobierno. La noción parece ser la de que los contactos de Enron en la administración, de alguna manera constituyen una pistola humeante. Es cierto, pero el gobierno es quien está sosteniendo el arma.
Enron y otras firmas hacen lobby sobre el gobierno porque allí es donde está el dinero. Mucho antes de las elecciones de 2000, Enron y sus afiliadas recibieron más de $1.000 millones (billón en inglés) en concepto de prestamos y otras ayudas del gobierno federal. Sin embargo, esto no tuvo nada de clandestino, fue tan sólo el bienestar corporativo de rigor de la Corporación de Inversiones Privadas en el Exterior y del Banco para las Exportaciones e Importaciones de los Estados Unidos.
A primera vista, sin embargo, la administración Bush debería ser elogiada por su manejo de los pedidos de ayuda de Enron. La misma hizo oídos sordos a ellos. Si tan sólo la administración hubiese actuado de manera similar cuando el lobby del acero exigía aranceles. Sumado todo el daño causado por el escándalo de Enron a la economía estadounidense, incluido el perjuicio para los inversores, los empleados, y los contribuyentes, el mismo estará aún lejos por debajo de la cifra que los aranceles a la importación de acero le cuestan anualmente al consumidor estadounidense. ¡Eso es un escándalo!.
*Nota del Traductor:
El 1º de junio de 1933, J. P. Morgan Jr. compareció ante un Comité Senatorial para ofrecer su testimonio. Se lo acusaba, entre otras cosas, de no haber pagado nada en concepto de Impuesto a las Ganancias durante los ejercicios fiscales 1931 y 1932. Durante más de una semana, él y sus socios fueron acosados por el Consejero en Jefe del Comité Bancario del Senado, Ferdinand Pecora. Uno de los miembros del Comité, el senador Carter, consideró que toda la escena era repugnante y expresó: «Estamos ante un circo y lo único que nos falta ahora son los maníes y la limonada coloreada.»
En virtud del comentario del senador Glass, un vocero de la firma Barnum & Bailey Circus, Charles Leef, hizo su aparición al día siguiente en el salón de audiencias con Lya Graf, una artista de circo de muy baja estatura (tan solo 68 centímetros) y la depositó sobre la falda de Morgan. La fotografía de ambos apareció en las primeras planas de los diarios de todo el país.
Pecora erigió un poderosa causa en favor de la regulación financiera, y el Congreso respondió con una serie de medidas regulatorias, las que incluyeron a la Ley Glass-Steagall, la Ley de Títulos Valores de 1933, y la Ley del Mercado de Valores de 1934.
Traducido por Gabriel Gasave
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