Oslo—–No es frecuente verse atrapado entre el presidente de Rusia, Dimitri Medvedev, y sus némesis: el líder opositor Garry Kasparov, el legendario disidente soviético Vladimir Bukovski y la activista chechena Lidia Yusupova. Pero eso mismo nos aconteció a quienes participamos en el reciente Foro de la Libertad en Oslo. Todos compartieron hotel, acogidos por el mismo anfitrión: el Ministerio de Relaciones Exteriores.
¿Había querido el gobierno noruego someter a Medvedev, en visita de Estado, a la humillación de toparse con el demonio en los pasillos del Grand Hotel? ¿Estaba Noruega simplemente tratando de fomentar un diálogo a la altura de Oslo en tanto que sede del Premio Nobel de la Paz? ¿O se trató un garrafal error diplomático por el que Moscú hará que Noruega lo pague caro, tal vez armando jaleo en el disputado mar de Barents?
Los delegados del Foro organizado por la Human Rights Foundation de Thor Halvorssen (de cuyo Consejo Internacional este servidor es miembro) no pudimos convencer a Medvedev de que hablase con Kasparov y compañía. Pero el extraño encuentro al menos ayudó a que el evento atrajera aun más atención. Contó con figuras como Sophal Ear, el sobreviviente del genocidio de los Jemeres Rojos en Camboya; Lubna al-Hussein, la periodista sudanesa famosa por ser procesada por usar pantalones; Anwar Ibrahim, el ex Viceprimer ministro de Malasia que padeció confinamiento solitario durante seis años por denunciar la corrupción; Rebiya Kadeer, la emprendedora uyghur aclamada, primero, por Beijing como modelo para su país y luego encarcelada por denunciar la opresión china; Kang Chol-hwan, el desertor norcoreano que sobrevivió diez años en un campo de concentración; Marina Nemat, la escritora iraní enviada a la cárcel a los 16 años por criticar el ayatolá Khomeini; y Yoani Sánchez, la bloggera cubana frecuentemente agredida en La Habana e impedida de viajar (envió un video), entre otros.
Su energía era necesaria en un mundo en el que el tema de los “derechos humanos” padece fatiga por diversas razones.
Primero: por su politización a manos de organizaciones interesadas en los derechos humanos según la ideología de victimarios y víctimas, la causa se asocia con el radicalismo de izquierdas. Segundo: hasta su disolución en 2006, la Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas fue una tribuna para demagogos sedientos de sangre. Tercero: el galope de las naciones emergentes a lomo de la globalización ha devaluado la gravedad del asalto cotidiano perpetrado por algunas contra la dignidad de sus ciudadanos. Por último, algunos confunden el interés de la Administración Obama en que Estados Unidos no sea percibido como policía mundial con un relativismo moral que ha vuelto anticuado eso de meterse con satrapías que matan, encarcelan o silencian a sus detractores.
Sin ánimo de desmerecer el coraje de los disidentes de la Guerra Fría, sugiero que hay algo diferente en ser valedor de los derechos humanos en estos tiempos. En aquel entonces, si uno era un escritor, activista, político o científico disidente de nacionalidad soviética, húngara, rumana o cubana, obtenía una cierta cobertura internacional. Ese sistema de soporte confería prestigio a las víctimas y elevaba el costo para los dictadores. Hoy en día, el eco de las voces de las víctimas es más tenue.
Héroes como Ear, que nos recuerda que los culpables del genocidio de Camboya no han sido juzgados, o Nemat, empeñada en denunciar que las mujeres iraníes se encuentran sujetas al abuso sexual por parte de maridos a los que no eligieron y que los niños van a prisión por criticar a Ahmadinejad, o Yusupova, decidida a explicar que la inmensa mayoría de los chechenos masacrados por Rusia no tienen que ver con el terrorismo islámico, están condenados a una lucha más solitaria.
Durante la Guerra Fría, había dos campos. La fragmentación actual aísla a los activistas con respecto a los centros de opinión internacional, facilitando la labor de dictadores de pacotilla. Allí están el sudanés Omar al-Bashir, el imputado por genocidio que acaba de celebrar una grotesca elección, o el zimbabuense Mugabe, cuyo gobierno racista es apoyado por países que padecieron el racismo. Una dificultad adicional es que el terrorismo islámico ha dado a las dictaduras nacionalistas en Rusia, Oriente Medio y África del Norte “carta blanca” para la brutalidad.
Pregunté a Bukovsky acerca de las diferencias entre la causa de los derechos humanos en la Guerra Fría y en la actualidad. Su respuesta simple vale más allá de Rusia: “Ninguno de ellas cambia el hecho de que esta causa es una y sólo una, sin importar la época o la ideología”.
(c) 2010, The Washington Post Writers Group
Licencia para oprimir
Oslo—–No es frecuente verse atrapado entre el presidente de Rusia, Dimitri Medvedev, y sus némesis: el líder opositor Garry Kasparov, el legendario disidente soviético Vladimir Bukovski y la activista chechena Lidia Yusupova. Pero eso mismo nos aconteció a quienes participamos en el reciente Foro de la Libertad en Oslo. Todos compartieron hotel, acogidos por el mismo anfitrión: el Ministerio de Relaciones Exteriores.
¿Había querido el gobierno noruego someter a Medvedev, en visita de Estado, a la humillación de toparse con el demonio en los pasillos del Grand Hotel? ¿Estaba Noruega simplemente tratando de fomentar un diálogo a la altura de Oslo en tanto que sede del Premio Nobel de la Paz? ¿O se trató un garrafal error diplomático por el que Moscú hará que Noruega lo pague caro, tal vez armando jaleo en el disputado mar de Barents?
Los delegados del Foro organizado por la Human Rights Foundation de Thor Halvorssen (de cuyo Consejo Internacional este servidor es miembro) no pudimos convencer a Medvedev de que hablase con Kasparov y compañía. Pero el extraño encuentro al menos ayudó a que el evento atrajera aun más atención. Contó con figuras como Sophal Ear, el sobreviviente del genocidio de los Jemeres Rojos en Camboya; Lubna al-Hussein, la periodista sudanesa famosa por ser procesada por usar pantalones; Anwar Ibrahim, el ex Viceprimer ministro de Malasia que padeció confinamiento solitario durante seis años por denunciar la corrupción; Rebiya Kadeer, la emprendedora uyghur aclamada, primero, por Beijing como modelo para su país y luego encarcelada por denunciar la opresión china; Kang Chol-hwan, el desertor norcoreano que sobrevivió diez años en un campo de concentración; Marina Nemat, la escritora iraní enviada a la cárcel a los 16 años por criticar el ayatolá Khomeini; y Yoani Sánchez, la bloggera cubana frecuentemente agredida en La Habana e impedida de viajar (envió un video), entre otros.
Su energía era necesaria en un mundo en el que el tema de los “derechos humanos” padece fatiga por diversas razones.
Primero: por su politización a manos de organizaciones interesadas en los derechos humanos según la ideología de victimarios y víctimas, la causa se asocia con el radicalismo de izquierdas. Segundo: hasta su disolución en 2006, la Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas fue una tribuna para demagogos sedientos de sangre. Tercero: el galope de las naciones emergentes a lomo de la globalización ha devaluado la gravedad del asalto cotidiano perpetrado por algunas contra la dignidad de sus ciudadanos. Por último, algunos confunden el interés de la Administración Obama en que Estados Unidos no sea percibido como policía mundial con un relativismo moral que ha vuelto anticuado eso de meterse con satrapías que matan, encarcelan o silencian a sus detractores.
Sin ánimo de desmerecer el coraje de los disidentes de la Guerra Fría, sugiero que hay algo diferente en ser valedor de los derechos humanos en estos tiempos. En aquel entonces, si uno era un escritor, activista, político o científico disidente de nacionalidad soviética, húngara, rumana o cubana, obtenía una cierta cobertura internacional. Ese sistema de soporte confería prestigio a las víctimas y elevaba el costo para los dictadores. Hoy en día, el eco de las voces de las víctimas es más tenue.
Héroes como Ear, que nos recuerda que los culpables del genocidio de Camboya no han sido juzgados, o Nemat, empeñada en denunciar que las mujeres iraníes se encuentran sujetas al abuso sexual por parte de maridos a los que no eligieron y que los niños van a prisión por criticar a Ahmadinejad, o Yusupova, decidida a explicar que la inmensa mayoría de los chechenos masacrados por Rusia no tienen que ver con el terrorismo islámico, están condenados a una lucha más solitaria.
Durante la Guerra Fría, había dos campos. La fragmentación actual aísla a los activistas con respecto a los centros de opinión internacional, facilitando la labor de dictadores de pacotilla. Allí están el sudanés Omar al-Bashir, el imputado por genocidio que acaba de celebrar una grotesca elección, o el zimbabuense Mugabe, cuyo gobierno racista es apoyado por países que padecieron el racismo. Una dificultad adicional es que el terrorismo islámico ha dado a las dictaduras nacionalistas en Rusia, Oriente Medio y África del Norte “carta blanca” para la brutalidad.
Pregunté a Bukovsky acerca de las diferencias entre la causa de los derechos humanos en la Guerra Fría y en la actualidad. Su respuesta simple vale más allá de Rusia: “Ninguno de ellas cambia el hecho de que esta causa es una y sólo una, sin importar la época o la ideología”.
(c) 2010, The Washington Post Writers Group
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