Daniel Ortega, presidente de Nicaragua, ya ha comenzado a hablar de convocar a una asamblea constituyente que, entre otras cosas, abriría las puertas a la reelección presidencial. Rafael Correa, en Ecuador, acaba de ganar un referéndum con el que ahora se puede, pasando por encima de la constitución vigente, elegir una nueva constituyente en su país. En Bolivia ya está funcionando una asamblea de este tipo aunque, por “culpa” de la oposición, Evo Morales no ha podido todavía hacer aprobar el artículo que le permitiría reelegirse. Mas adelantado que todos ellos está Hugo Chávez, de Venezuela, quien ya se ha reelegido en diciembre pasado, y ahora espera modificar otra vez la constitución para poder quedarse en el poder de modo indefinido.
Esta convergencia de propósitos que comparten estos caudillos del nuevo populismo que recorre América Latina hacen pasar a un segundo plano otras iniciativas de sus gobiernos, también bastante parecidas entre sí. Todos se caracterizan por un mensaje nacionalista, sobre todo en lo económico, que los lleva a denunciar el “imperialismo norteamericano” y ampliar la presencia del estado en la economía, estatizando empresas de servicios que se habían privatizado tiempo atrás y funcionaban perfectamente. Es unánime su mensaje que afirma que están del lado de los más pobres y contra los más ricos, proponiendo en consecuencia medidas que tienden a expropiar tierras y empresas, mientras amplían las restricciones y los controles a los que está sometida la propiedad privada. Para estos gobiernos la política social consiste en repartir dádivas a la gente, en ganarse la voluntad de quienes viven en la miseria entregando dinero o algunos bienes, todos financiados directa o indirectamente por los ingresos petroleros que recibe y administra el venezolano Chávez desde Caracas. Todos critican a “los políticos” del pasado, en especial por sus prácticas corruptas y su poca transparencia, presentándose ante la ciudadanía como si ellos fuesen una clase de personas por completo diferentes.
Para quien conozca un poco sobre la historia de nuestra región lo más sorprendente no es el viraje que han dado nuestras naciones -siempre inestables en lo político y nunca muy decididas a avanzar por el camino del desarrollo- sino la tenacidad con que en América Latina se repiten hoy los modelos del pasado. La misma política económica de los sesenta y los setenta, que nos llevó a sucesivas crisis, es la que proponen hoy todos los caudillos mencionados, olvidando por completo las lecciones del pasado. Modelos políticos e ideas que ya se han ensayado hasta el hartazgo aparecen bajo la superficie de las constituciones que se tratan de presentar como novedades o transformaciones revolucionarias.
Dictadores de todo tipo emergieron en nuestros países desde hace más de un siglo y, bueno es recordarlo, muchos de ellos arribaron al poder por medio de elecciones limpias. Pero luego de llegar hasta allí se olvidaron de la democracia, que con tanto entusiasmo defendían cuando estaban en la oposición, y pasaron a reformar las constituciones existentes para lograr que se anulara el principio de la no reelección. Carías en Honduras y Ubico en Guatemala transitaron por este camino, y no muy diferente fue lo que hicieron Vargas en Brasil y Perón en la Argentina. Odría en Perú, Stroessner en Paraguay y Hernández Martínez en El Salvador también ganaron muchas elecciones, lo mismo que los famosos Somozas nicaragüenses y el inefable Trujillo en la República Dominicana. Hasta Fulgencio Batista ganó elecciones en Cuba, por cierto.
La fascinación por los hombres providenciales y por un caudillismo mal disimulado nunca ha abandonado a nuestros pueblos, que todavía confían ingenuamente en que pronto llegará el líder capaz de resolver de una vez todos sus ancestrales problemas. A este personalismo casi monárquico se debe agregársele otra ilusión, en apariencia de signo contrario, pero que en realidad le sirve de complemento: la fe casi mágica en que cambiando la constitución de un país se cambiará su realidad. Por eso las nuevas constituciones no son conjuntos de reglas claras y simples que sirvan para establecer en nuestras naciones el tan necesitado estado de derecho, sino extrañas mezclas de ambiciosas declaraciones abstractas –que más parecen promesas de candidatos que otra cosa- a las que se les agregan disposiciones demasiado concretas y específicas, diseñadas deliberadamente para favorecer a ciertas personas o grupos.
América Latina, salvo una que otra excepción, no tiene constituciones políticas donde se delimite bien la esfera del gobierno y la que corresponde a los ciudadanos, sino discursos vagos y casi siempre barrocos que no sirven de mucho, junto a disposiciones elaboradas para satisfacer al caudillo de turno. Es lamentable comprobar lo poco que hemos avanzado desde el siglo XIX y la voluntad con que nos aferramos a este modo de hacer política, a pesar de sus reiterados fracasos. No creo ser muy pesimista si concluyo que, mientras sigamos por este camino, poco será lo que podamos avanzar en cuanto a vivir en sociedades más libres y más prósperas.
Lo mismo de siempre
Daniel Ortega, presidente de Nicaragua, ya ha comenzado a hablar de convocar a una asamblea constituyente que, entre otras cosas, abriría las puertas a la reelección presidencial. Rafael Correa, en Ecuador, acaba de ganar un referéndum con el que ahora se puede, pasando por encima de la constitución vigente, elegir una nueva constituyente en su país. En Bolivia ya está funcionando una asamblea de este tipo aunque, por “culpa” de la oposición, Evo Morales no ha podido todavía hacer aprobar el artículo que le permitiría reelegirse. Mas adelantado que todos ellos está Hugo Chávez, de Venezuela, quien ya se ha reelegido en diciembre pasado, y ahora espera modificar otra vez la constitución para poder quedarse en el poder de modo indefinido.
Esta convergencia de propósitos que comparten estos caudillos del nuevo populismo que recorre América Latina hacen pasar a un segundo plano otras iniciativas de sus gobiernos, también bastante parecidas entre sí. Todos se caracterizan por un mensaje nacionalista, sobre todo en lo económico, que los lleva a denunciar el “imperialismo norteamericano” y ampliar la presencia del estado en la economía, estatizando empresas de servicios que se habían privatizado tiempo atrás y funcionaban perfectamente. Es unánime su mensaje que afirma que están del lado de los más pobres y contra los más ricos, proponiendo en consecuencia medidas que tienden a expropiar tierras y empresas, mientras amplían las restricciones y los controles a los que está sometida la propiedad privada. Para estos gobiernos la política social consiste en repartir dádivas a la gente, en ganarse la voluntad de quienes viven en la miseria entregando dinero o algunos bienes, todos financiados directa o indirectamente por los ingresos petroleros que recibe y administra el venezolano Chávez desde Caracas. Todos critican a “los políticos” del pasado, en especial por sus prácticas corruptas y su poca transparencia, presentándose ante la ciudadanía como si ellos fuesen una clase de personas por completo diferentes.
Para quien conozca un poco sobre la historia de nuestra región lo más sorprendente no es el viraje que han dado nuestras naciones -siempre inestables en lo político y nunca muy decididas a avanzar por el camino del desarrollo- sino la tenacidad con que en América Latina se repiten hoy los modelos del pasado. La misma política económica de los sesenta y los setenta, que nos llevó a sucesivas crisis, es la que proponen hoy todos los caudillos mencionados, olvidando por completo las lecciones del pasado. Modelos políticos e ideas que ya se han ensayado hasta el hartazgo aparecen bajo la superficie de las constituciones que se tratan de presentar como novedades o transformaciones revolucionarias.
Dictadores de todo tipo emergieron en nuestros países desde hace más de un siglo y, bueno es recordarlo, muchos de ellos arribaron al poder por medio de elecciones limpias. Pero luego de llegar hasta allí se olvidaron de la democracia, que con tanto entusiasmo defendían cuando estaban en la oposición, y pasaron a reformar las constituciones existentes para lograr que se anulara el principio de la no reelección. Carías en Honduras y Ubico en Guatemala transitaron por este camino, y no muy diferente fue lo que hicieron Vargas en Brasil y Perón en la Argentina. Odría en Perú, Stroessner en Paraguay y Hernández Martínez en El Salvador también ganaron muchas elecciones, lo mismo que los famosos Somozas nicaragüenses y el inefable Trujillo en la República Dominicana. Hasta Fulgencio Batista ganó elecciones en Cuba, por cierto.
La fascinación por los hombres providenciales y por un caudillismo mal disimulado nunca ha abandonado a nuestros pueblos, que todavía confían ingenuamente en que pronto llegará el líder capaz de resolver de una vez todos sus ancestrales problemas. A este personalismo casi monárquico se debe agregársele otra ilusión, en apariencia de signo contrario, pero que en realidad le sirve de complemento: la fe casi mágica en que cambiando la constitución de un país se cambiará su realidad. Por eso las nuevas constituciones no son conjuntos de reglas claras y simples que sirvan para establecer en nuestras naciones el tan necesitado estado de derecho, sino extrañas mezclas de ambiciosas declaraciones abstractas –que más parecen promesas de candidatos que otra cosa- a las que se les agregan disposiciones demasiado concretas y específicas, diseñadas deliberadamente para favorecer a ciertas personas o grupos.
América Latina, salvo una que otra excepción, no tiene constituciones políticas donde se delimite bien la esfera del gobierno y la que corresponde a los ciudadanos, sino discursos vagos y casi siempre barrocos que no sirven de mucho, junto a disposiciones elaboradas para satisfacer al caudillo de turno. Es lamentable comprobar lo poco que hemos avanzado desde el siglo XIX y la voluntad con que nos aferramos a este modo de hacer política, a pesar de sus reiterados fracasos. No creo ser muy pesimista si concluyo que, mientras sigamos por este camino, poco será lo que podamos avanzar en cuanto a vivir en sociedades más libres y más prósperas.
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