La revista Foreign Policy y el Fund For Peace han publicado recientemente un índice de “estados fallidos”. El índice incluye una lista de 60 países que plantean una amenaza a la seguridad mundial.
Este encomiable ejercicio ha provocado un debate respecto de la definición de una estado fallido, de si los países que aparecen en la lista se encuentran enumerados en el orden correcto y de si algunos de ellos deberían aparecer siquiera allí. Pero la cuestión más importante es que este estudio equipara lo “fallido” con la ausencia o con la insuficiencia de poder estatal, contribuyendo así a la idea de que la centralización es la mejor manera de combatir al desorden-una visión que se puede traducir en un respaldo a los gobiernos autoritarios en aquellos países en los que esa clase de régimen representa el fondo del problema.
El estudio define un “estado fallido” como aquel que pierde el control de un territorio o el monopolio de la fuerza legítima, que carece de la capacidad de tomar decisiones colectivas o de prestar servicios públicos, que preside a una sociedad que depende del mercado negro, o que falla en recaudar los impuestos.
Es cierto que estas manifestaciones del fracaso estatal están presentes en varios de los países que integran la lista. Pero estos fracasos constituyen los síntomas en vez de las causas. ¿Los síntomas de qué? Esencialmente, los síntomas de un poder demasiado concentrado. Al sobreextender su radio de acción en distintos momentos de su historia reciente, los aparatos políticos de estos países han provocado disputas facciosas o tribales, a menudo agravadas por ejércitos internacionales que intervienen en nombre de este o de aquel grupo. El origen del quebranto de la ley y el orden ha sido por lo general la estratificación de la sociedad en una oligarquía en la cima y una mayoría desvalida en la base por parte de cualquier partido, tribu o facción que fuese capaz de tomar el control del estado.
Examinemos algunos casos.
Costa de Marfil encabeza el índice. Tras su independencia, este país fue gobernado durante 33 años por Felix Houphouet-Boigny, quien instaló una autocracia centralizada hasta que fue reemplazado por Bédié, otro matón. La violencia entre las distintas facciones vinculadas con el estado prosiguió. La actual contienda entre el Presidente Gbagbo y el general Doué es apenas otra lucha de poder dentro de un estado cuya centralización ha hecho que su sociedad se divida en diferentes facciones que rivalizan por su control.
La República Democrática del Congo fue una dictadura altamente centralizada bajo Mobutu a lo largo de tres décadas. Kabila, quien asumió el poder en 1997, simplemente reemplazó al hombre que estaba en la cumbre mientras que la estructura de poder permaneció intacta. El problema se agravó con la interferencia de Rwanda debido a que el gobierno controlado por los tutsis se resintió ante la circunstancia de que muchos hutus se refugiaron en el Congo. La violencia resultante ha tornado imposible al esfuerzo de transición.
El caso de Rwanda y de Burundi es también el de la estratificación causada por el exceso de poder estatal. Después de su independencia en el año 1962, la minoría tutsi empleó al estado para esclavizar a los Hutus en Burundi. Una vez que los hutus alcanzaron el poder, el asesinato y la discriminación continuaron a través de los golpes y contra-golpes de estado organizados por diferentes líderes hutus. En Rwanda, tras un largo periodo de dominación tutsi bajo el gobierno belga, los hutus consiguieron la independencia. Usaron al gobierno para oprimir a los tutsis durante las dos décadas siguientes, provocando la creación de una guerrilla tutsi. Los tutsis, después de padecer un verdadero genocidio, finalmente llegaron al poder y, empleando el aparato político tomado de sus predecesores, aterrorizaron a los hutus, obligándolos a huir al Congo.
En Bangladesh, la independencia a comienzos de la década de 1970 fue seguida por una dictadura militar. En los años 90, el Partido Nacional de Bangladesh (BNP) tomó el control, a través de elecciones, de la misma maquinaría estatal centralizada que tenía a su disposición, entre otras cosas, vastos recursos económicos, incluido el gas natural. El actual conflicto entre el BNP y la Liga Awami es una vez más una lucha entre dos facciones vinculadas al estado por el control del aparato político ya instaurado.
También en Haití el exceso de poder estatal causó el problema. Por décadas, la familia Duvalier gobernó al país como si se tratase de su finca. Cuando llegó la democracia en los 90, el Presidente Aristide preservó la estructura del gobierno, utilizándola en su propio beneficio. Una reacción tuvo lugar y el resto es historia.
El índice de “estados fallidos” incluye también al Perú, donde el excesivo gobierno y no la ausencia de poder estatal es la causa de la inestabilidad. La centralización significa que Lima, la capital, domina la economía. Arequipa, la segunda ciudad en importancia, no produce más del 6 por ciento del PBI de la nación. Naturalmente, esta es una fuente de frustración en las provincias, donde el radicalismo político está de regreso. Casi el 70 por ciento de la economía es ilegal, pero ese es el resultado de demasiados impuestos, normas y reglamentos.
Cuba y Venezuela están incluidas en el índice. Castro ha sido acusado de muchas cosas pero jamás de perder el control de su territorio. En cuanto a Venezuela, el control del poder del Sr. Chávez es tan estable que tiene tiempo de entrometerse en otros países, incluida Bolivia, donde posee lazos cercanos con el agitador Evo Morales. Venezuela es un caso para libro de texto sobre el exceso de poder estatal. El gobierno es dueño del petróleo, fuente del 85 por ciento de las exportaciones del país.
Foreign Policy está en lo correcto al advertir que “2 mil millones de personas viven en estados inseguros”. Sin embargo, se le ponen a uno los pelos de punta al leer la declaración de que los líderes mundiales, que alguna vez se preocupaban por quién estaba amasando poder, ahora se alarman “acerca de la ausencia del mismo.” La cuestión no es la ausencia de poder estatal, sino más bien la ausencia de derechos basados en el individuo, que protejan a las personas del instrumento autoritario utilizado por las sucesivas facciones a lo largo del tiempo para controlarlas: el exceso de estado.
Los Estados fallidos
La revista Foreign Policy y el Fund For Peace han publicado recientemente un índice de “estados fallidos”. El índice incluye una lista de 60 países que plantean una amenaza a la seguridad mundial.
Este encomiable ejercicio ha provocado un debate respecto de la definición de una estado fallido, de si los países que aparecen en la lista se encuentran enumerados en el orden correcto y de si algunos de ellos deberían aparecer siquiera allí. Pero la cuestión más importante es que este estudio equipara lo “fallido” con la ausencia o con la insuficiencia de poder estatal, contribuyendo así a la idea de que la centralización es la mejor manera de combatir al desorden-una visión que se puede traducir en un respaldo a los gobiernos autoritarios en aquellos países en los que esa clase de régimen representa el fondo del problema.
El estudio define un “estado fallido” como aquel que pierde el control de un territorio o el monopolio de la fuerza legítima, que carece de la capacidad de tomar decisiones colectivas o de prestar servicios públicos, que preside a una sociedad que depende del mercado negro, o que falla en recaudar los impuestos.
Es cierto que estas manifestaciones del fracaso estatal están presentes en varios de los países que integran la lista. Pero estos fracasos constituyen los síntomas en vez de las causas. ¿Los síntomas de qué? Esencialmente, los síntomas de un poder demasiado concentrado. Al sobreextender su radio de acción en distintos momentos de su historia reciente, los aparatos políticos de estos países han provocado disputas facciosas o tribales, a menudo agravadas por ejércitos internacionales que intervienen en nombre de este o de aquel grupo. El origen del quebranto de la ley y el orden ha sido por lo general la estratificación de la sociedad en una oligarquía en la cima y una mayoría desvalida en la base por parte de cualquier partido, tribu o facción que fuese capaz de tomar el control del estado.
Examinemos algunos casos.
Costa de Marfil encabeza el índice. Tras su independencia, este país fue gobernado durante 33 años por Felix Houphouet-Boigny, quien instaló una autocracia centralizada hasta que fue reemplazado por Bédié, otro matón. La violencia entre las distintas facciones vinculadas con el estado prosiguió. La actual contienda entre el Presidente Gbagbo y el general Doué es apenas otra lucha de poder dentro de un estado cuya centralización ha hecho que su sociedad se divida en diferentes facciones que rivalizan por su control.
La República Democrática del Congo fue una dictadura altamente centralizada bajo Mobutu a lo largo de tres décadas. Kabila, quien asumió el poder en 1997, simplemente reemplazó al hombre que estaba en la cumbre mientras que la estructura de poder permaneció intacta. El problema se agravó con la interferencia de Rwanda debido a que el gobierno controlado por los tutsis se resintió ante la circunstancia de que muchos hutus se refugiaron en el Congo. La violencia resultante ha tornado imposible al esfuerzo de transición.
El caso de Rwanda y de Burundi es también el de la estratificación causada por el exceso de poder estatal. Después de su independencia en el año 1962, la minoría tutsi empleó al estado para esclavizar a los Hutus en Burundi. Una vez que los hutus alcanzaron el poder, el asesinato y la discriminación continuaron a través de los golpes y contra-golpes de estado organizados por diferentes líderes hutus. En Rwanda, tras un largo periodo de dominación tutsi bajo el gobierno belga, los hutus consiguieron la independencia. Usaron al gobierno para oprimir a los tutsis durante las dos décadas siguientes, provocando la creación de una guerrilla tutsi. Los tutsis, después de padecer un verdadero genocidio, finalmente llegaron al poder y, empleando el aparato político tomado de sus predecesores, aterrorizaron a los hutus, obligándolos a huir al Congo.
En Bangladesh, la independencia a comienzos de la década de 1970 fue seguida por una dictadura militar. En los años 90, el Partido Nacional de Bangladesh (BNP) tomó el control, a través de elecciones, de la misma maquinaría estatal centralizada que tenía a su disposición, entre otras cosas, vastos recursos económicos, incluido el gas natural. El actual conflicto entre el BNP y la Liga Awami es una vez más una lucha entre dos facciones vinculadas al estado por el control del aparato político ya instaurado.
También en Haití el exceso de poder estatal causó el problema. Por décadas, la familia Duvalier gobernó al país como si se tratase de su finca. Cuando llegó la democracia en los 90, el Presidente Aristide preservó la estructura del gobierno, utilizándola en su propio beneficio. Una reacción tuvo lugar y el resto es historia.
El índice de “estados fallidos” incluye también al Perú, donde el excesivo gobierno y no la ausencia de poder estatal es la causa de la inestabilidad. La centralización significa que Lima, la capital, domina la economía. Arequipa, la segunda ciudad en importancia, no produce más del 6 por ciento del PBI de la nación. Naturalmente, esta es una fuente de frustración en las provincias, donde el radicalismo político está de regreso. Casi el 70 por ciento de la economía es ilegal, pero ese es el resultado de demasiados impuestos, normas y reglamentos.
Cuba y Venezuela están incluidas en el índice. Castro ha sido acusado de muchas cosas pero jamás de perder el control de su territorio. En cuanto a Venezuela, el control del poder del Sr. Chávez es tan estable que tiene tiempo de entrometerse en otros países, incluida Bolivia, donde posee lazos cercanos con el agitador Evo Morales. Venezuela es un caso para libro de texto sobre el exceso de poder estatal. El gobierno es dueño del petróleo, fuente del 85 por ciento de las exportaciones del país.
Foreign Policy está en lo correcto al advertir que “2 mil millones de personas viven en estados inseguros”. Sin embargo, se le ponen a uno los pelos de punta al leer la declaración de que los líderes mundiales, que alguna vez se preocupaban por quién estaba amasando poder, ahora se alarman “acerca de la ausencia del mismo.” La cuestión no es la ausencia de poder estatal, sino más bien la ausencia de derechos basados en el individuo, que protejan a las personas del instrumento autoritario utilizado por las sucesivas facciones a lo largo del tiempo para controlarlas: el exceso de estado.
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